*De La mujer del puerto y Notas de una casada III

Por Raúl Miranda López

Quizá Cube Bonifant (1904-1993) se dio cuenta que el espectáculo de una mujer escritora, cronista, era una vulgaridad imperdonable en el periodismo mexicano. Quizá Dolores del Río, María Félix, Gabriel Figueroa, Emilio Fernández,  poderosos en el medio cultural en los años cuarenta, impidieron la continuidad, en los años cincuenta, de las críticas “crueles” de Luz Alba. 

Quizá el hastío que le provocó el cine mexicano de la mitad del siglo XX, le impulsó a desaparecer de la escritura hebdomadaria en el Ilustrado, en Todo y en otras publicaciones periódicas. Quizá lo abandonó todo - ¿la escritura lo es todo?- porque supo que escribir satíricamente lleva a la soledad. Escribir sin “patrioterismo” y sin las concesiones del “amiguismo”, tal como nos explica Viviane Mahieux en el libro de recopilación “Una pequeña marquesa de Sade. Crónicas selectas (1921-1948)”, motivó a Luz Alba = Cube Bonifant (había otra Luz Alba en el periodismo mexicano), la hacedora de cultura reflexiva, que no era parte de los famosos protagonistas de la cultura reconocida por el Estado, a retirarse para siempre de la crónica periodística, a partir de la década de los cincuenta, la segunda mitad de su vida.  

Transcribo aquí su “antidiplomática” reseña de la extraordinaria película, La mujer del puerto  (Arcady Boytler, 1933), y una muestra de sus regocijantes crónicas (“para mujeres”) Notas de una casada.

LA MUJER DEL PUERTO 

Por Luz Alba

Es la primera película nacional que verdaderamente merece el calificativo de excelente, o por lo menos puede aplicársele a una parte de ella.  

Mejor dicho, sólo tiene verdaderas cualidades artísticas como etapa del film.  

Los primeros rollos, que vienen a ser las medias suelas que trataron de ponerle al cuento de Maupassant, son algo tan falso y afectado como todo lo que sale de los cerebros cinematográficos nacionales.  

Ni se logra hacer ambiente, ni pintar caracteres, ni ahondar en problemas, ni nada. Salvo, claro está, echar a perder celuloide, que es, hasta la fecha, lo mejor que han hecho nuestros cineastas.  

El principio del film es sencillamente malo. Se trata de una cátedra de besos que desgraciadamente los cinematófilos no podrán aprovechar, porque tienen mejor escuela en el cine norteamericano. Las escenas subsiguientes son totalmente inútiles y vulgares; de ellas sí se destacan la fotografía y la actriz.  

La muerte del padre, el carnaval, el entierro resultan tan postizos como las tragedias cómicas que realiza Chano Urueta.  

Cuando verdaderamente comienza la cinta es donde principia el relato de Maupassant. ¡Por qué no hicieron toda la película exclusivamente sobre el material del cuento? ¿Por ventura les pareció poco?  

¡Ah! Es que nuestros genios cinematográficos deben de haber opinado que de un pequeño de seis o siete hojas no puede hacerse una cinta. Además se sintieron con el talento suficiente para remendar al mejor cuentista francés, y por eso le agregaron una parte completamente estúpida y aun modificaron el propio cuento, sobre todo en el final, de una delicadeza inaccesible, sin duda, para el adaptador.  

¿Por qué ese afán incomprensible de corregir, sin talento, lo que está escrito con talento? ¿No es ya demasiada tragedia lo que ocurre entre Francisca Duclos y su hermano Celestino -en la cinta Rosario y Alberto Venegas- sino que todavía hay que arrimarle otra?  

La labor de Boytler (¿o será del codirector Sehvilla?) es nula en la parte agregada al cuento. Su trabajo no está más arriba que el de los demás directores, que se caracteriza siempre por su falta de vigor. Pero en cuanto comienza la narración del puerto, Boytler es otro. Tres, cuatro escenas bastan para darse cuenta de que se trata de un director y no de un ensayista. El misterio de semejante cambio, que puede explicarse quizá por el hecho de que primero no tenía asunto en que apoyarse y después sí, es cosa que no nos interesa profundizar.  

Sus dotes de director están por encima de toda duda. Se ve que conoce el uso y el valor de cada uno de los elementos que integran la impresión de una cinta. En la mayoría de las escenas (nos referimos exclusivamente a la segunda etapa del film, única digna de tomarse en consideración) se adivina la presencia de un sujeto que sabe convertir en realidad lo que es ficción (en eso consiste el arte cinematográfico) y valorizar las cualidades de la obra. Su reproducción del ambiente que pinta Maupassant está llena de vigor. Puede decirse que toda esa parte constituye los primeros síntomas de vida que da el cine nacional. ¡Y naturalmente tenía que ser un extranjero el que viniera a enseñar a los nacionales cómo se hacen películas! Magnífica lección para los que a todo trance pretenden sostener un patrioterismo cinematográfico, frecuentemente basado en la estupidez y la ignorancia.  

Vale artísticamente mucho más que la Vélez y la Dolores del Río, que valen poco, infinitamente más que las actrices del cine nacional. ¿Para qué imitar a nadie? Tiene figura interesante, es expresiva, de ademán fácil, habla bien. En una sola película se ha puesto en el primer lugar de las actrices. ¿A qué pretender, entonces, parecerse a Marlene dentro y fuera del cine?  

Todos los actores que trabajan en las escenas hechas en Veracruz están manejados por Boytler en forma poco acostumbrada en el cine nacional. En fin, que esa parte de la cinta a que venimos refiriéndonos es lo primero decente que se hace en el país (al Departamento de Diversiones también le pareció decente el espectáculo y no prohibió que lo vieran juntos hombres y mujeres, quizá porque son los temas y exposiciones poco escabrosos los que le parecían inmorales) desde el punto de vista literario y técnico.    

                                                                                                          

NOTAS DE UNA CASADA III 

Por Cube Bonifant

Mi marido es un hombre muy raro. ¡Cada vez lo entiendo menos! ¿Qué chiste, por ejemplo, encuentra en leer tanto? ¿No le duele la cabeza? ¿No le hace mal a los ojos?  

Yo no leo más que los periódicos y de ninguna manera las informaciones políticas o los editoriales. ¡Qué va! Lo único que me interesa de ellos son las notas de sociedad y los relatos de crímenes, pero nada más. En cuanto a los libros, no me gustan. Me parece que leer mucho es perder el tiempo; por lo mismo lo único que hago es arreglarlos para que estén ordenados.  

Sin embargo, mi marido no cree esto. Piensa lo contrario. Dice que se los revuelvo. Que como no sé distinguir los nombres de los autores, pongo unos libros en donde hay otros, escritos por diferente autor. Y apenas se puede creer que le molesta semejante simpleza. Me dice que mejor no le toque los libros; que es preferible que me guarde el orden para mis cosas y ¡qué sé cuántas cosas más! Luego los saca con gran estrépito y los coloca a su gusto.  

-A pesar de lo amante que eres del orden –asegura-, jamás entendería por qué metes aquí el desorden.  

Y, en efecto, no lo comprendo. ¿En qué consiste ¿No son todos los libros iguales? Si tuvieran el forro de distinto color, vamos, procuraría formar grupos con los de cada color. Pero si todos son verdes, ¿en qué puedo alterar el orden?  

Por otra parte, no creo que sea siquiera un leve pecado meter un libro entre otros, escrito por diferente individuo, por más que ayer me ocurrió algo que voy a contar. Una amiga me prestó un libro, creo que escrito por Sherlock Holmes, y para no dejarlo en cualquier sitio,  lo puse entre los de Pedro.  

Dios mío, cuán furioso se puso! En cuanto lo vio, lo quitó de allí, diciéndome: -¿Cuándo serás una persona comprensiva?  

Claro que yo también me puse enojada y hablé. ¿Qué si hablé! Me parece que me excedí. Ya estaba calmado, escribiendo una carta y yo hablaba todavía. Por fin me aburrí y me salí.  

Ahora que estoy frente a mi cuaderno de notas y recuerdo lo ocurrido,  me pregunto: -¿Qué haría Pedro si yo tuviera mal carácter?  

Porque justo es decir que aunque me disgusto muy seguido, tengo buen carácter.