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Atado al potro del alcohol  Octavio Paz

Por Raúl Miranda López

Los personajes bebedores en el cine no son tratados siempre con dignidad; son borrachines ridículos o borrachos patéticos. Cuando el tema cinematográfico se refiere al consumo perpetuo de alcohol, se narran los descensos al infierno que marca el abuso de la bebida. Pocas veces en las películas se cuenta sobre las funciones sacras de los líquidos tóxicos; el género báquico cinematográfico no habla de las ensoñaciones y la embriaguez divina. El consentido abuso del alcohol en la sociedad derivará, en la diegesis fílmica, en la desintegración de la pareja, la destrucción de la familia, en la terrible enfermedad, en el deterioro humano que produce la adicción.     

En México, país en el que diversos discursos culturales como la canción vernácula (tú que sabes de la vid) y los boleristas románticos (Agustín Lara, Javier Solís, Julio Jaramillo, Daniel Santos, Celio González), impusieron la ideología que la decepción o ruptura amorosa se cura con el embotamiento de los sentidos que provoca el dios Dionisos; e hicieron inevitable que el cine nacional también buscará este remedio, incluyendo el cine de boxeadores, el melodrama ranchero y el género del arrabal; toneladas de metraje describen las cantinas, los bares, las callejuelas mal iluminadas y, suponemos, también mal olientes, en donde los encuadres exhiben los rostros deformados de hombres y mujeres, las enormes botellas en primeros planos, en secuencia distorsionadas a través del cristal que contiene las bebidas, y cuyos realizadores, los más audaces, nos ofrecen fragmentos desde puntos de vista insólitos.

Entre copas

Los relatos predecibles nos muestran las rutinas de rehabilitación, el daño provocado a los hijos de padres alcohólicos; siempre en películas con excesos de dramatización. En realidad los borrachos, los practicantes de las liturgias del vino, beben lentamente pero de manera continúa, no beben como en las escenas fílmicas donde vemos que acaban de un solo golpe los contenidos. A la mayoría de bebedores les gusta estar acompañados, mejor si las compañías también beben, seres sociables que buscan mitigar su sed; aunque también hay viciosos solitarios, dolidos, desesperados que buscan los favores curativos del alcohol, en un rincón apartado de alguna cantina.

Sin embargo, el tema del alcoholismo no apunta a la descripción de los paraísos artificiales para el hombre artificial; desafortunadamente el cine no ha profundizado en el tópico; se inclina por sentimentalismos y se abusa del moralismo de los abstemios. La intensidad del ritmo dramático para la descripción del derrumbe de la integridad del hombre o mujer que  se convierte en despojo humano, elimina la posibilidad de que existan más películas acerca de la cultura de la embriaguez, de cintas como Entre copas (Alexander Payne, 2004).

 

Y, así, como las personas que beben en demasía pierden la dignidad, la dignidad del vino no aparece representada en el mundo del cine: si el vino da lucidez momentánea, no habría por qué hablar siempre del vómito, de la nausea y de las convulsiones fisiológicas y psíquicas del delirium tremens en todo relato sobre personajes que tienen el deseo irrefrenable de beber continuamente. 

 

Aun sin mitología del cáliz en la vida cotidiana, la pantalla de cine de pronto alcanza el lirismo, y curiosamente, el príncipe de la comedia, Blake Edwards, nos muestra como la fina línea del amor no logra mantener junta a la pareja alcohólica (Jack Lemmon y Lee Remick) en la mejor cinta sobre el tema, el melodrama Días de vino y rosas (1962). Si bien la cinta recibió un Oscar por la música de Henry Mancini, sobresale el histrionismo de la mancuerna Lemmon-Remick.

 

La euforia que provoca en el ebrio la bebida hace que se libere de la carga de su ser: luego viene la resaca, la depresión. Estar seco, crudo, es estar degradado, despersonalizado, “no valer para un carajo” (escribirá José Revueltas). Ray Milland en el papel del escritor, alcohólico crónico, Don Birnam, ante la perspectiva de la falta de éxito en su profesión, se dedica, como un niño, a esconder sus botellas para que las personas que lo quieren no las derramen en el lavabo, en la inolvidable cinta temática de Billy Wilder: Días sin huella (1945). El cineasta, con  evidente influencia neorrealista, filmó en locaciones naturales, otorgando especial atención al trabajo actoral del excepcional Milland.

 

En ocasiones, la vida del dependiente alcohólico puede dar un giro para recuperar el valor humano y social, como sucede con el borracho Dude (Dean Martin), quien va a perderlo todo cuando pretende sacar una moneda arrojada a una escupidera para un trago, en uno de los mejores filmes sobre la amistad, Río Bravo, de Howard Hawks (1959).

 

Otra mirada al mundo de la ebriedad, es la cinta de Mike Figgis Leaving Las Vegas (1995). El guionista Ben es despedido de su trabajo en Los Ángeles por su adición alcohólica. Se desprende de todos sus objetos personales y viaja a Las Vegas donde decide alcoholizarse hasta morir. Ahí conoce y se relaciona con una atractiva prostituta que es explotada por su “chulo”, un mafioso ruso. Los personajes de la cinta asumen su marginalidad y enfrentan sus circunstancias hasta las últimas consecuencias. Los actores Nicholas Cage y Elisabeth Shue logran momentos de gran emotividad.

 

En otras latitudes, en la antigua Yugoslavia, el cineasta Goran Paskaljevic nos ofrece una visión de un proceso de recuperación alcohólica, en su cinta Tratamiento especial (Poseban tretman, 1980). El filme se desarrolla en un humilde centro de rehabilitación donde un doctor atiende a siete alcohólicos con una terapia novedosa, la práctica del teatro, no aceptada por la mayoría de sus colegas. Un viaje al exterior y una representación colectiva en una cervecería serán la prueba final para que los enfermos se reintegren a la sociedad (o al trago). Con un certero tratamiento de la psicología de los personajes, el director presenta una serie de eventos donde las acciones paralelas subrayan el drama de los personajes.

 

Así, el cine no ha podido desdramatizar el tema del alcoholismo. Hacen falta películas en las que, sin menoscabo de su narrativa, se beba placenteramente, se intoxique con la sustancia etílica, sin que el personaje atropelle con su vehículo, saque la pistola y mate, haga daño a sus semejantes injuriándolos, maltratándolos. Por eso las mejores películas sobre el tópico son aquellas en las que, bioéticamente hablando, los personajes en solitario deciden hacerse daño a si mismos. Nadie debería adjudicarse el derecho de impedirlo.

Días de vino y rosas.