Entregamos a nuestros lectores el texto ganador del tercer lugar del I Concurso de Ensayo Cinematográfico Tutto Fellini, convocado por la Cineteca Nacional, CorreCamara, la UAM Xochimilco y el Instituto Italiano de Cultura.  El concurso convocó a 40 participantes de diferentes regiones del país, una cifra estimulante toda vez que se trata de un grupo joven, pues la convocatoria estaba dirigida a menores de 40 años.

Los comienzos de Federico Fellini

Por Aridela Trejo Bejarano (seudónimo: Adèle Sparks)

‘Fellini is essentially a small-town boy who’s never really come to Rome. He’s still dreaming about it.’[1] Orson Welles

‘Carnival laughter is the laughter of all the people.’[2] Mikhail Bakhtin

‘¿Por qué siempre tenemos que comportarnos como unos payasos?’; Augusto (Broderick Crawford), protagonista de Il Bidone (1955) parece hablar en nombre de la gran mayoría de los personajes de Federico Fellini (1920-1993) cuando, portando un disfraz religioso, lanza disgustado esta pregunta a sus colegas—ladronzuelos de poca monta todos ellos—mientras se preparan para una de sus desvergonzadas estafas. Esta escena, por demás breve, incorpora la payasada y la religión católica, al mismo tiempo reitera la predilección de Fellini por retratar personajes que viven en los márgenes de la sociedad y particulariza la ingenuidad; en breve, condensa bien la esencia de su obra temprana.

De los cineastas italianos de la posguerra, Fellini pertenece—junto con Michelangelo Antonioni, Sergio Leone, Pier Paolo Pasolini—a una segunda generación que, entre otras cosas, se alejó ideológicamente del Neorealismo de Roberto Rossellini, Vittorio De Sica y Luchino Visconti. Y no es que a estos directores se les considere parte de un movimiento; su asociación es más bien generacional, nacidos todos ellos en la década de los veinte, les tocó vivir dos guerras mundiales y los veinte años de dictadura de Mussolini, que no es poca cosa, además precedieron a los neorealistas. Pero en lo que se refiere a su obra, nada más distante. Cuando se le preguntaba sobre éste, sin duda uno de los movimientos más notorios que el cine italiano haya producido, Fellini siempre se mostró renuente a lanzar halagos desmedidos—a pesar de estar vinculado con el movimiento pues sus primeros trabajos cinematográficos los hizo a lado de Rossellini;  colaboró en el guión de Roma, città aperta (1945) y de Paisà (1946)—pues decía favorecer la visión personal de un artista sobre el compromiso social o político de una obra; afirmaba no creer en escuelas sino en el trabajo individual de un artista. Para él, la trascendencia del Neorealismo dependió del ambiente político que lo acogió. Como consecuencia del fin de la Segunda Guerra Mundial y el derrocamiento del Fascismo, cuenta, se reveló una realidad que le era desconocida al pueblo italiano, una muy lejana a la de la Italia sublime que se había ensalzado durante el régimen del Duce[3]. Los neorealistas se encargaron de articular, en absoluta libertad y bajo la euforia que precede a la caída de toda dictadura, en un lenguaje cinematográfico novedoso, desprovisto del propagandismo de épocas pasadas, los problemas apremiantes que aquejaban a la sociedad italiana: los efectos de la guerra, la pobreza, el desempleo. ‘The  really  important  contribution  of neorealism  is  that  it suggested  a way to  look  at things—not with the narcissitic glasses of the author, but with equilibrium between reality and subjectivism’[4] (Peri 31), esta declaración de Fellini podría también utilizarse para describir su obra.

En el contexto europeo de la posguerra, otros directores compartieron este compromiso social. El director alemán R.W. Fassbinder se embarcó en un proyecto socio-cinemático, como él mismo lo denominó, por medio del cual buscaba abrir el debate de la conformación de la identidad nacional en la Alemania de la posguerra. Para tal fin concibió estrategias visuales—encuadres asfixiantes, intromisiones incómodas de la cámara en momentos íntimos, tomas largas, un escrutinio exagerado vaya, así como un uso de color exuberante y artificial para sugerir un materialismo nauseabundo—para implicar a los espectadores de tal manera que vieran su realidad social reflejada en la pantalla y tomaran partido en ese escrutinio. Su serie de melodramas sirkeanos en los que para hacerse de una audiencia apelaba también a la emoción, a las lágrimas, como lo hicieran los propios melodramas hollywoodenses, es uno de los mejores ejemplos de este proyecto—así, con Ali: Fear Eats the Soul (1974), su visión de All that Heaven Allows (1955) de Douglas Sirk, explora la xenofobia remanente del nazismo al plantear un romance entre una mujer alemana de unos sesenta años y un inmigrante marroquí—. Fassbinder fue de los pocos directores del Nuevo cine alemán cuyas películas gozaron de una audiencia alemana numerosa y que al mismo tiempo recibieron atención de la crítica durante su exhibición. Su programa, como el de los neorealistas italianos, logró conmover.

Fellini no le otorga semejante importancia al entorno social de sus personajes. Como dijo en una ocasión: ‘There are more Zampanòs in the world than bicycle thieves, and the story of a man who discovers his neighbour is just as important as the story of a strike’[5] (Harcourt 5-6). Sus obras, al menos las primeras—aquellas anteriores a La dolce vita (1960) en la que ya dio rienda suelta a los sueños, a lo irracional, a la estructura narrativa más bien episódica, al sinsentido; un estilo que lo alejaría por completo de sus predecesores—son también estudios sociales puntillosos en los que se asoma una cosmovisión carnavalesca. Sin embargo, lejos de prestar atención a los grandes temas sociales, se enfoca más bien en asuntos minúsculos: retrata la vida en la periferia, en las provincias o en los barrios bajos de Roma, y concibe una serie de personajes marginales—prostitutas (que prefería de carnes abundantes), ladronzuelos usualmente ineptos, circenses sin talento, vagabundos, artistas callejeros—, todos ellos entrañables y por los que no demuestra otra cosa que empatía y un entendimiento cabal. Así recuenta las idas y venidas de pueblos pequeños que de existir apenas y figurarían en el mapa—como su propio Rimini, el Hibbing de Bob Dylan o el Calatrava de Almodóvar—, recrea el día a día de sus Zampanòs y Cabirias, desmenuza la vida en provincia que tan bien conoce: grandes melodramas familiares, los pasajes de la pubertad, los rituales, las fiestas. http://cacmalaga.org/wp-content/uploads/2011/02/la-dolce-vita-1.jpg

Su obra está estructurada a partir de los principios más elementales del carnaval, esa fiesta popular proveniente de la Edad Media y que subsistió durante el Renacimiento, que se sustenta, como bien apuntara Bakhtin, en el humor, la abundancia y el desenfreno. El protocolo cómico distingue al carnaval de las festividades oficiales, ya sean éstas políticas o religiosas, que no tienen otra función sino la de reforzar el orden de las cosas. Pertenece pues a una esfera más laxa; es de carácter primordialmente lúdico, incluso sensual; invita a la gente a vivirlo no a presenciarlo, a entregarse a sus placeres, a disfrutar de su abundancia libremente, olvidándose de toda oficialidad y órdenes jerárquicos pues durante el carnaval no hay vida fuera de él (7). Por este motivo, Bakhtin sugiere, no puede entenderse exclusivamente como una expresión artística, más bien se encuentra a medio camino entre el arte y la vida misma, y así lo comprendió Fellini. De tal suerte que se interesa en el circo, los payasos, el teatro de variedades, los espectáculos de cabaret, las ferias, los carnavales, las fiestas populares no como entretenimientos sino como formas de vida.

Ya desde Luci del varietà (1950), su debut directoral, se manifiesta su inclinación por los personajes que habitan ese mundo. Una muchacha provinciana, ingenua y curiosa, presencia el número que monta una compañía ambulante de teatro de variedades y queda prendada. Liliana Antonelli (Carla Del Poggio) tiene ambiciones actorales y aquello le parece sublime. Logra colarse en las filas de la compañía y por accidente se convierte en la estrella con un número tropical y poca ropa, situación que cae muy mal al resto del grupo; se desatan envidias y rivalidades amorosas. La compañía está formada por un grupo ridículo que sabe Dios cómo logra llenar los teatros pues sus actos improvisados e inexpertos son irrisorios. Detrás del escenario todo carece de glamour: las bailarinas tienen que zurcir sus medias, en los lugares en los que se presentan hay goteras, mal comen, viajan amontonados en tercera clase, entre otras chuscas vicisitudes, aunque el director de la compañía se vanaglorie de lo contrario cuando frente a una ilusionada Liliana se da una importancia enorme. La propia Liliana, en su ascenso al estrellato, exhibe una torpeza en sus movimientos de baile que si logra superar es sólo gracias a su belleza. Del mismo modo, en Le notti di Cabiria (1957), Cabiria (Giulietta Masina) difícilmente pasa por prostituta, con sus 150 cm de altura, coleta, calcetines blancos con holanes que se asoman de sus zapatos de niña, trajecillo ridículo de marinera, carece de sensualidad. Lejos de despertar deseo incita compasión. Su ingenuidad y vulnerabilidad la hacen objeto de innumerables tragedias y abusos. Fellini identifica al tiempo que satiriza afectuosamente esta inocencia.

Pero ningún otro personaje se ha tomado con tal seriedad y grandeza su papel como Fernando Rivoli (Alberto Sodi, un futuro Vitelloni) en Lo sceicco bianco (1952), la cual gira en torno de la desventura de una pareja de recién casados en Roma. Su luna de miel se cruza de manera imposible y fatídica con la producción de la fotonovela de moda protagonizada por el absurdo Rivoli, el jeque blanco. Wanda Cavalli (Brunella Bovo) es la joven novia que visita Roma por primera vez; conserva un candor adolescente. Ivan Cavalli (Leopoldo Trieste) es su ceremonioso esposo y ha planeado su itinerario con un rigor inquebrantable. Pero Wanda, fiel lectora de los fumetti, aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para ir tras su ídolo, Rivoli, de manera que termina con el elenco arabesco de Lo sceicco bianco en las afueras de Roma y mientras tanto Ivan pasa desventuras con tal de ocultar la desaparición de su esposa a su familia y así evitar la deshonra. Trieste está exquisito en este papel que revela su genio para evocar las actuaciones de las comedias de la época silente, de gesticulaciones exageradas, ojos saltones, víctima de desgracias absurdas.

A los Vitelloni se les escapa la juventud pero ante esta realidad se hacen de la vista gorda. Van de los billares a los carnavales enamorando muchachas sin más prospecto que el ocio perpetuo. Uno se interesa por la literatura, otro es el pachuco del pueblo, otro es el bufón del grupo y el último es un poco más sensato, el único que cuestiona sus circunstancias. Practican ante todo una forma de hedonismo que busca satisfacer los placeres más mundanos y deja fuera la reflexión, la auto exploración. El futuro queda lejos. Hoy hay que conseguir unas cuantas liras para invitarle un refresco a una señorita. Sueñan en grande, hablan de abandonar el pueblo, ir a Milán, a Roma, salir del anonimato. Pero la pereza y la apatía los condenan a la pasividad. La calma chicha del pueblo los adormece. Antes de que tengan oportunidad de planear su escape ha llegado el carnaval, la ceremonia de premiación de la Señorita Sirena o la boda (forzada) de uno de ellos. Así pasan sus días, en una falsa pretensión adolescente, postergando lo inminente. Incapaces de dejar la casa materna viven a expensas de sus parientes; amontonados en cuartos que hacen de sala, habitación y taller de costura en donde se mezclan olores incompatibles. Pero ante el panorama laboral del pueblo costero hay poca esperanza. La única salida parece ser la que ofrece el matrimonio, hacerse de un oficio. ¿Es entonces la apatía de los Vitelloni una forma de rebeldía ante este horizonte inapetente, conformista? Se trata, no obstante, de una transgresión totalmente inofensiva. Más todavía, la voz narrativa que corresponde a uno de ellos los alienta. Solapa sus andanzas, vaya, las celebra. Es así que sus correrías se ven, tal parece en retrospectiva, a través de un lente bondadoso, redentor, y la ineptitud de estos cuatro buenos para nada pasa como cómica, entrañable. Vienen a la mente personajes de la misma calaña como Tin Tan en El rey del barrio (Gilberto Martínez Solares, 1950), que a partir de sus torpezas se construye la película; el estilo mismo y el aire de importancia que los Vitelloni nunca abandonan, son evocativos de este pachuco: traje a la medida, zapatos de charol, peinado impecable. Éste es un riquísimo estudio de personajes que da vueltas en torno a la idea de transición, el recorrido hacia ninguna parte. http://image.ifrance.com/cinema/film/4/1/14-7-il-bidone.jpg Il Bidone

Esta complicidad de grupo se repite en Il Bidone (1955); aquí, como en El rey, el vínculo no es generacional sino el del oficio. Después de la obra que le trajera reconocimiento internacional, La strada (1954), Fellini deja momentáneamente su interés por el circo, mas no por la payasada, para volver a la observación social de I Vitelloni. En esta ocasión no es compasivo sino implacable. Il Bidone relata la debacle moral de un estafador venido a menos. Lejos de las estafas millonarias, su oficio es el de ladronzuelo. Para poner en práctica sus fraudes—dirigidos patéticamente a los habitantes de las zonas más pobres de Roma—se vale de farsas que orquesta con otros maleantes pero recuerdan más a una compañía de teatro ambulante que a un grupo de criminales profesionales. Augusto envejece y observa desde lejos como sus colegas enriquecen, la hacen en grande, mientras él sigue confabulando los mismos artificios medianos, intrascendentes. El fracaso inminente lo atormenta pero también su conciencia. Igual que los Vitelloni, Augusto termina exactamente en donde empezó. En este sentido, las historias de Fellini son circulares. La estructura narrativa es como la de una de sus procesiones o caravanas que no tienen un punto de llegada. A lo largo de su recorrido se integran elementos casi al azar. Fellini, el bozzettista como lo han llamado, es maestro de la historia mínima, de las secuencias que exploran una anécdota, una idea suelta en diez minutos, micro relatos independientes el uno del otro pero que tienen todos cabida en la misma obra. Los personajes deambulan sin rumbo fijo, sin propósito—como sucede en la vida real, según afirmara el mismo Fellini—, para llegar al mismo punto en donde empezaron, sin haber logrado nada en realidad.

Una de las características del carnaval, la exuberancia, tiene su equivalente en el exceso visual que se expresa en los elementos de la mise-en-scène: los sets, los vestuarios, el color desmesurado en sus películas en Technicolor; o en la música de Nino Rota, en la incorporación de diversos planos de acción en un solo encuadre, en una superposición descabellada de imágenes azarosas, sin aparente relación la una con la otra, sin verdadera relevancia para la historia, que invitan al espectador a deambular, al igual que los personajes, más allá del encuadre. ¿Qué propósito pueden tener las estructuras de andamios en Cabiria, I vitelloni, La dolce vita o en 8 ½? Ninguna utilidad real sino metafórica; evocan la futilidad de los Vitelloni, la aridez topográfica de Cabiria o la caprichosa incertidumbre de 8 ½ o La dolce vita. Así pues, lo irracional siempre está presente. Sin embargo, para Fellini estas instancias de desconcierto no necesitan esclarecimiento alguno así como tampoco le parece importante presentar resoluciones absolutas.  Los actos de magia, adivinación e hipnotismo se presentan verosímiles, no se pone en duda su posibilidad. El pez hacia el final de La dolce vita, el vidente en 8 ½, el espectáculo de magia en el que participa Cabiria en un teatro local, todos ellos carecen de alguna explicación racional.

En el carnaval, los payasos o bufones despojaban de toda seriedad las ceremonias civiles o religiosas al parodiar sus protocolos. Estos espectáculos ofrecían la posibilidad de construir un mundo utópico fuera de toda oficialidad, de quebrantar las jerarquías aunque fuera temporalmente. Esta misma actitud reina en la obra de Fellini que despoja de solemnidad a la religión católica, a la ley y al orden en todo momento. Las peregrinaciones o procesiones religiosas son, como todo lo demás, una verdadera romería. El fervor religioso en la peregrinación mariana en Le notti di Cabiria se presenta fraudulento, tendencioso. Cabiria, inducida por los lamentos de los peregrinos y por el espectáculo que es la visita mariana más que por su propia fe, de pronto se vuelve piadosa, creyente. La aparición mariana en La dolce vita es un despliegue circense más grande que el circo mismo. En Roma (1972)  ofrece una sátira de los excesos de las figuras eclesiásticas romanas al hacerlas desfilar en su ridícula opulencia en una pasarela.

Es por medio de los personajes que habitan en la periferia, inusuales pero sobretodo excéntricos que Fellini exploró la condición humana—después se habría de enfocar en la dolce vita: las cenas, los espectáculos exóticos de cabaret, los caprichos de príncipes, actrices hollywoodenses, paparazzi, turistas gringos, las excentricidades de la aristocracia italiana; en la constitución de extravagantes séquitos desarrollaba las particularidades físicas, las maneras y la expresión de cada individuo con una precisión casi morbosa para crear personajes extrañísimos, característicamente fellinescos—. En cada uno de sus filmes, Fellini reunió a una especie de compañía teatral ambulante para escenificar sus derivas.

Bibliografía

Bakhtin, Mikhail. Rabelais and His World. Trad. Hélène Iswolsky. Bloomington: Indiana University Press, 1984.

Bondanella, Peter. Italian Cinema. From Neorealism to the Present. 3a ed. Nueva York: Continuum, 2001.

Harcourt, Peter. ‘The Secret Life of Federico Fellini’. Film Quarterly. 19:3 (1966). 4-19. Web.

Neale, Steve. ‘Art Cinema as Institution’. Screen. 22:1 (1981). 11-40. Web.

Peri, Enzo & Federico Fellini. ‘Federico Fellini: An Interview’. Film Quarterly. 15:1 (1961). 30-33. Web.

NOTAS

[1] ‘Fellini sigue siendo un niño provinciano que no conoce Roma más que en sueños.’ (Ésta y las traducciones subsecuentes son mías.)

[2] ‘La risa del carnaval es la risa del pueblo.’

[3] Esto en lo que se refiere al status quo. Sin embargo vale la pena mencionar, aunque sea de paso, que la industria cinematográfica italiana vivió una época dorada de 1909 a 1916 que superaba en términos de producción y distribución al Hollywood de esa época, ésta terminó de manera abrupta cuando el país entró en guerra. Fue el régimen fascista el que revitalizó a la industria con la implementación de estrategias—si bien carácter nacionalista su efectividad fue contundente ya que generaciones de cineastas se seguirían beneficiando de éstas—para estimular la producción y distribución local frente a la extranjera. Estas disposiciones tan favorables estarían condicionadas, como era de esperarse, y se marcarían pautas ideológicas muy claras. Sin embargo, la atención que se prestó a la industria tuvo efectos extraordinarios: los estudios Cinecitta pasaron a manos del estado y se les dio un uso exhaustivo, se inauguró el festival de cine de Venecia y el Centro Sperimentale di Cinematografia (Bondanella, Neale).

[4] La verdadera contribución del Neorealismo fue su cosmovisión; nos mostraron una forma muy peculiar de ver las cosas—desprovistos del lente narcisista del autor, mantuvieron un equilibrio entre la realidad y la subjetividad.

[5] ‘Existen más Zampanòs en el mundo que ladrones de bicicletas; la historia de un hombre que descubre a su vecino es igual de importante que la historia de una huelga.’