Por Hugo Lara

Los recuerdos sombríos que inspira la antigua Penitenciaría de Lecumberri, el Palacio Negro, tienen absoluta correspondencia con su apariencia exterior, de siniestra aristocracia, de una monumentalidad amenazante, como un cíclope voraz, cauto, antropófago. El cine mexicano así lo retrata en sus películas: en decenas de ellas, un héroe en desgracia, hombre o mujer, entra o sale de sus fauces, su gran portal de cantera que corona un reloj que no marca el tiempo, sino el dolor y el olvido. En El apando(1975),el director Felipe Cazalslogra un retrato crudo y sobrecogedor acerca de las inmundicias y las vejaciones de las que son víctimas unos reclusos, a partir de la novela homónima del escritor José Revueltas.   Tras los años de cruel servicio como máxima cárcel del Estado mexicano por más de setenta años, en cuyas crujías desfilaron desde los enemigos del dictador Porfirio Díaz hasta los líderes del movimiento de 1968, así como asesinos y estranguladores famosos, Lecumberri fue salvado de la destrucción y sus instalaciones de San Lázaro, antes en penumbra, se iluminaron con los registros del pasado, que alberga el Archivo General de la Nación. Hay un buen catálogo de viñetas o episodios cinematográficos que describan el horror de ese lugar en la imaginación popular. Podría escogerse el momento en que Roberto Cañedolo abandona para intentar rehacer su vida en Pueblerinao el de la condena que encara Ninón Sevilla en Víctimas del Pasadoo hasta el pintoresco andar de Joaquín Pardavé saliendo de su portal en Dos pesos dejada(Joaquín Pardavé, 1949), y muchos otros más, aunque habría un probable consenso en admitir que el más memorable se debe a lo hecho por Pedro Infanteen Nosotros los pobres, cuando se supone que en su interior libra un combate climático con un criminal, que culmina con la frase inmortalizada, oración salvadora, exclamación de la verdad: ¡Pepe el Toro es inocente! (Del libro Una Ciudad Inventada por el Cine, Hugo Lara Chávez, Cineteca Nacional, México, 2006).