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2009-06-01 00:00:00

El Santo Luzbel

Por Hugo Lara

Quizá uno de los ámbitos a los que se ha asomado con mayor reiteración el cine mexicano es el del mundo indígena. Por ello, no es extraño que algunas de las obras más significativas de nuestra cinematografía se ubiquen dentro de esta corriente; baste con recordar títulos como María Candelaria, La perla, ambas de Emilio Fernández, Raíces, de Benito Alazraki, y más recientemente Retorno a Aztlán y Eréndira Ikikunari, ambas de Juan Mora Catlet, entre muchos otros. No obstante, éste de ninguna manera ha sido un asunto de fácil tratamiento e incluso, con frecuencia, se ha tornado en algo complejo y hasta espinoso, habida cuenta del adverso proceso histórico y social al que se han visto enfrentadas estas comunidades.

Además, el desconocimiento sobre la materia es amplio y profundo (sobra decir las deformaciones que se han visto en nuestro cine), especialmente para un gran porcentaje de nuestra población, es decir para aquellos que no pertenecen a estos grupos. Por esto mismo, algunas ideas convencionales acerca de lo indígena y las interpretaciones de su cosmovisión suelen ser maniqueas, distantes y hasta absurdas. Y así, las contradicciones saltan a la vista desde la más sencilla reflexión: estas comunidades ignoradas son cuantitativamente un notable sector de la población total de México.

Esto es a lo que Miguel Sabido alude en su última cinta, El santo Luzbel (1996), mediante un relato que aborda la problemática y los tejidos sociales de una comunidad indígena. Sabido, experimentado dramaturgo y director teatral, incursiona por segunda ocasión en la dirección cinematográfica desde que debutó, en 1986, con La Celestina. En ésta, Sabido había hecho un esfuerzo por adaptar al cine una obra eminentemente teatral para, de paso, aprovechar sus tablas en la dirección escénica en favor de su cometido fílmico. Para El santo Luzbel, el realizador recurrió a un asunto indígena que le sirviera para explorar las paradojas de estas comunidades y sus modos de relación con el poder, con sus deidades y con el resto del mundo.

La historia se sitúa en Cuetzalan. El protagonista, Emeterio, se ve obligado a cumplir una manda comprometida en un principio por su padrino, quien ha sido enviado a prisión y no podrá llevarla a cabo: se trata de organizar la representación del Coloquio de San Miguel. A pesar de ciertos resquemores que lo asaltan y lo amedrentan, Emeterio pone manos a la obra y recurre al auxilio de Melchor, el mayordomo de Cuetzalan, para aprovechar su experiencia, pues año con año éste organiza la representación del Coloquio de la Adoración de los Reyes. Melchor, reacio al principio, aceptará la misión inducido por su abuela, una anciana hechicera y poseedora de la sabiduría ancestral de su pueblo.

No obstante, la situación se complica debido a que la representación del Coloquio de San Miguel es una obra pagana, producto del sincretismo indígena-católico. Esto provoca el rechazo del rígido cura de la aldea, el Padre Santos (Ignacio López Tarso) y, además, el del cacique —que también es la autoridad local—, Delfino, un indígena renegado y violento enemistado con Emeterio. Así, se desencadena un zafarrancho político—religioso en el que se desatará la lucha de ese pueblo para defender sus ritos, sus prácticas religiosas y, en general, sus códigos de identidad colectiva. Para ello, habrán de procurarse la ayuda de un joven sacerdote, el padre Julio, conocedor y estudioso de la cultura náhuatl.

El guión, original de Miguel Sabido, fue asesorado por Miguel León Portilla, reconocido estudioso del mundo indígena y autor, entre otros, del libro “La visión de los vencidos”. Asimismo, no resulta gratuito el hecho de que uno de los pretextos de la acción, el Coloquio de San Miguel, sea un género escénico muy practicada por el realizador en su faceta teatral (Sabido ha ganado cierta fama gracias a sus Pastorelas).

El santo Luzbel resulta ser una interesante tentativa para retomar uno de los temas más socorridos y con más aristas dentro de nuestra coyuntura histórica. En el discurrir del relato, se desmenuza una noción acerca del indígena, esbozado como una figura en la que se entreveran el misticismo y la marginalidad, el romanticismo y la ignorancia. El santo Luzbel nos advierte que el indígena y su folklor pueden ser buenos motivos para una tarjeta postal, pero también son las imágenes de la pobreza, la incomprensión y el desamparo donde nadie quisiera estar encaramado. Sabido opta por presagiar para ellos un futuro optimista.

El santo Luzbel está hablada en náhuatl la mayor parte del tiempo, con un reparto principalmente de origen indígena. En este sentido, la propuesta discursiva y formal intenta aproximarse con mayores recursos hacia una lectura del mundo indígena más precisa y certera. Sin embargo, el inevitable sesgo teatral que Sabido le confiere a la película generan algunos baches narrativos imposibles de salvar por sus carencias para el manejo del lenguaje cinematográfico. No obstante, en este año de muy baja producción fílmica nacional, El santo Luzbel será probablemente una de las pocas obras que llamarán la atención, incluso a pesar de sus imperfecciones.