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2009-10-21 00:00:00

La Oruga y la Mariposa: El cine, arma de guerra

El escritor Xavier Robles ha terminado su libro sobre los géneros y el guión cinematográfico titulado La Oruga y la Mariposa, que próximamente se publicará en dos volúmenes. Como refiere el propio Robles "pretende ser una obra para especialistas, y al mismo tiempo de fácil lectura para cinéfilos en general o interesados en el tema".

Correcamara.com ofrece  a sus lectores en exclusiva el primer capítulo.

El Cine, arma de guerra

Xavier Robles

En 1916, Griffith dirigió Intolerancia, que resumía cuatro momentos históricos en tres horas de duración y catorce rollos. Esos cuatro relatos eran una historia moderna llamada originalmente La madre y la ley; La caída de Babilonia; La matanza de los Santos Inocentes, y la ocurrida la víspera del Día de San Bartolomé, en Francia, en el año de 1572. Tan sólo los muros de Babilonia tenían 300 pies de alto y el festín de Baltazar costó más del doble que el precio total de El nacimiento de una nación. “El costo final de la película, incluyendo al parecer 250 carros de guerra y 15 mil extras, supuso un desembolso de un millón 900 mil dólares” [F. Medina, Gran historia ilustrada del cine, p. 42, tomo I]. Esto, en una época en la que el salario medio en Estados Unidos giraba en torno a los mil dólares anuales.

En el mismo 1916, Thomas Ince dirigió la película Civilization, con intenciones pacifistas del escritor C. Gardner Sullivan ante la Primera Guerra Mundial. El legado que Ince dejó al cine fue su método de trabajo, basado en la elaboración de un libro cinematográfico completo y detallado para cada película, dirigido tal y como estaba escrito, supervisado y editado por él mismo. 

“Los estudios lo adoptaron porque la responsabilidad del gasto no recaía sobre el director, un “animal” que si le daban rienda suelta (como le ocurrió a Griffith con Intolerance) podía desbocarse inesperadamente” [F. Medina, Gran historia ilustrada del cine, p. 45, tomo I].

Surgió así la necesidad profesional del escritor de cine, un hombre obsesionado que al ver una película no se conforma con divertirse, como la mayoría de los espectadores. Mientras los otros se entretienen, el escritor piensa cómo y por qué está construida una escena; cómo y por qué se realizó tal secuencia; dónde se exhibirá ese material; quiénes lo irán a ver; cuáles son sus referencias estéticas o dramáticas; cómo se hace avanzar la acción del filme a partir del conflicto planteado; cuáles son los resortes o motivaciones que permiten sostener el interés del espectador a lo largo de la historia; cómo insertar y qué dirección deben avanzar las subtramas, y muchas preguntas más que le permitirán llegar a conclusiones que a su vez influirán acaso en toda su obra fílmica y en otros autores. 

Los primeros escritores del cinematógrafo tuvieron que sustentar sus textos en reglas dramáticas y convenciones literarias. Así, el teatro devino en padre del texto cinematográfico, y su madre es la literatura. No sólo la literatura épica o mayor, sino también los subgéneros e híbridos literarios que hasta entonces eran considerados menores. Las imágenes proporcionadas por el cine permitían y permiten la realización de los sueños más extravagantes, antes sólo exclusivos de la literatura, madre y consuelo de los cineastas del mundo entero.  Después de que el cine dio sus primeros pasos con imágenes y sucesos en los que los escritores poco o nada tenían que hacer, los pioneros del cinematógrafo empezaron a filmar, a principios del Siglo XX, trucos elementales que parecían propios de la magia, imágenes de entretenimiento, sucesos insólitos que enriquecieron pequeños sketches que ya existían en los teatros de revista y en los circos del mundo occidental, y cuyos protagonistas, personajes de carpa, ya habían demostrado su éxito. 

El inventor Thomas Alba Edison fue uno de los primeros productores y monopolizadores del cinematógrafo, quien entre otras películas cortas produjo en 1903 El gran asalto al tren, escrita y dirigida por Edwin S. Porter, considerado el primer western de la Historia. Posteriormente se filmaron películas de dos a cuatro rollos, en las que ya se hilvanaba un relato, hasta que la compañía cinematográfica francesa Pathé asombró al mundo con las imaginativas, creativas, poéticas y encantadoras películas de George Méliès. Se trataba de expresar un relato y hacer de él un medio con características didácticas, transmitir la historia, el conocimiento, las pasiones, las virtudes, las debilidades humanas, justamente como en la literatura –o años después en el cómic-, pero utilizando principalmente recursos teatrales en tanto se descubrían las particularidades y virtudes del nuevo lenguaje. 

Los primeros innovadores del lenguaje cinematográfico fueron Ferdinand Zecca, cineasta italiano cuyas recreaciones de hechos reales incluyeron una cinta sobre el caso Dreyfuss y otra sobre el asesinato del presidente estadunidense McKinley; el estadunidense David Wark Griffith, quien en 1912 ya contaba con películas hasta de 68 escenas; los franceses André Calmettes y Henri Desfontaines, quienes dirigieron a la diva Sara Bernhardt para la Societé du Film d’Art, y el francés Max Linder, cuyo éxito en Europa lo llevó a Hollywood, en donde el propio Chaplin lo reconoció como maestro; los italianos Filoteo Alberini, Giusseppe de Liguoro, Giovanni Pastrone y Gustavo Serena, quienes contaron algunas historias espectaculares para la época (el último de ellos dirigió a la diva entre las divas Francesca Bertini), y los daneses Vigo Larssen, August Blom, Robert Dinesen, Alfred Lind, Carlo Rosenbaum y el productor Urban Gad, cuya esposa Asta Nielsen fue la primera estrella del cine alemán y la primera actriz esencialmente cinematográfica. 

Grandes maestros de la pantalla fueron los suecos Víctor Sjöström y Mauritz Stiller. El primero de ellos se crió en Brooklyn y a su regreso a Suecia realizó algunas obras maestras del cine, como Terje Virjen, 1917, película silente basada en un poema del dramaturgo noruego Henrik Ibsen y libro cinematográfico de Gustaf Molander y el propio Sjöström; El proscrito y su esposa, 1918, basada en una obra teatral de Johann Sigurjonson adaptada por Sam Ask y Sjöström; y Los Ingmarssons, 1919, basada en una novela de Selma Lagerlöf, de quien Stiller también adaptó y realizó La saga de Gosta Berling, otra de las grandes novelas de la escritora, Premio Nobel de Literatura, y en la que participara la actriz Greta Lovisa Gustafsson, mejor conocida después como Greta Garbo. 

Aquellos eran tiempos de guerra. Nada más lógico, entonces, que el cine sirviera como vehículo propagandístico en la eterna lucha de los contrarios y así deviniera también en arma estratégica, ideológica y política de primer nivel. El cine podría llegar a grandes públicos, masificar la cultura, penetrar intelectual o emotivamente no sólo a los individuos, sino también a las diversas sociedades, a los pueblos y a las naciones. Su impacto podría definir la batalla ideológica y cultural, como es sabido que ocurrió a fines del siglo XX, cuando, con el Muro de Berlín, se derrumbaron una estética cinematográfica, un concepto de vida y un sistema político. 

Dos hitos universales cimentaron los principios de sus propias industrias: El nacimiento de una nación, 1915, del norteamericano Griffith, cinta basada en varias obras del escritor Thomas F. Dixon Jr. adaptadas por Frank E. Woods, Dixon Jr. y el propio Griffith, donde el héroe era miembro del Ku-Klux-Klan; y El acorazado Potiomkin, 1925, del ruso Sergei Eisenstein, con libro cinematográfico de Nina Agadzhánova y el propio Eisenstein, en la que los protagonistas eran marinos socialistas y revolucionarios, así como el pueblo de Odessa. 

De la primera, el querido amigo, teórico de cine y escritor Francisco Sánchez escribió, luego de advertir que la cinta “sigue siendo capaz de provocar indignación por su contenido racista”, que: 

...la fluidez del relato es llevada no sólo hábilmente, sino con chispazos de genio. La capacidad o el instinto del realizador para las composiciones, los encuadres y los movimientos de cámara, sólo es comparable a su privilegiado olfato para la edición y a su notable manejo de actores. Pero, ante todo, Griffith es un constructor de imágenes [F. Sánchez, La comezón del séptimo arte, p. 20]. 

El mayor homenaje al cineasta salió de labios de Orson Welles: 

Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a David Wark Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión, ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer close-up y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y que un pionero, ya que sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas que cuando se filmaron [F. Sánchez, La comezón del séptimo arte, p. 33]. 

Por su parte, El acorazado Potiomkin surgió, según comentó en 1939 el propio director y escritor, de “media página del voluminoso guión de El Año 1905 (que escribí en colaboración con Nina Agadzhánova en el verano de 1925).” Y agrega poco después: 

Cada línea del guión se convirtió en una escena porque el choque emocional fue provocado no por aquellas concisas líneas del guión, sino por toda una gama de sentimientos y asociaciones de ideas que suscitaban vivas imágenes en cuanto se hacía mención de un acontecimiento con el cual se estaba muy familiarizado. Así, sin mengua de la veracidad, podíamos dar rienda suelta a la imaginación y enriquecer nuestro trabajo con una acción no proporcionada por el guión (la escalera de Odessa) y con detalles que se nos ocurrían en el momento de la filmación (la niebla matinal). Pero hay una cosa más que debo agradecer a Nina Agadzhánova –agrega-: haberme llevado del pasado revolucionario al presente revolucionario [S. M. Einsenstein, El acorazado Potiomkin, pp. 7-8]. 

A partir de esas dos películas, elaboradas con diferencia de 9 años, surge lo que a mí me parece fue la primera escaramuza del cine contemporáneo: ambas cintas son costosas producciones y arquetipos espectaculares, irreconciliables ideológicamente, aunque en los dos textos se tomen como base los modelos propuestos por la literatura, específicamente la poesía, ya que según Einsestein cada imagen de su película debe leerse como la línea de un poema. Por supuesto, el cine de Griffith es divertido, lleno de viñetas, apto para el entretenimiento. En cambio, el de Eisenstein se inspira en literatura profunda, grave, épica, conmovedora. La alternativa consistía en divertir y exaltar, o en conmoverse y reflexionar más allá del filme mismo. Pero no había dilema alguno en cuanto a los objetivos. Ambos bandos trataban de demostrar que eran mejores que el adversario, se llamara éste capitalismo, socialismo, fascismo, nazismo o imperialismo. 

El antagonismo entre las ideologías que dieron contexto a las principales industrias hizo del cine su principal arma de guerra. Los escritores occidentales descubrieron rápidamente el gran filón que había en la épica y en la monumentalidad, en los mares del sur, en la recreación del imperio romano y las épocas bíblicas, en la capa y espada, en películas bélicas que mostraban los más modernos y mortales artefactos, en los clásicos del terror, en monstruos inolvidables, en lugares exóticos, simplemente en su historia novelada, en thrillers enredados o en westerns ahora clásicos. 

Productores, directores y escritores occidentales comprendieron además que, tanto el melodrama (por su carácter falsificador o subversivo de la realidad) como la comedia (por sus características de entretenimiento y diversión), eran excelentes vehículos para el cine y les permitían mostrar los altibajos del sueño americano. En cambio, a los géneros de la tragedia, de la tragicomedia y de la pieza Hollywood no les concedió tanta importancia. Chaplin encontró en la farsa la forma adecuada para El gran dictador, pero la gran mayoría de los textos cinematográficos eran melodramas que la gente empezó a llamar simplemente “dramas” (olvidando que toda obra dramática lo es); comedias y alguna que otra tragedia. Pocas o ninguna pieza, y la pieza didáctica se transformó en el equivalente del cine documental. 

Por su parte, los cineastas del bloque prosoviético conmovieron al mundo con tragedias profundas y graves, como Alexander Nevsky, 1938, o Iván el Terrible, 1944, ambas de Einsestein; con películas épicas, como La guerra y la paz, 1968, de Sergei Bondarchuk; y con clásicos shakesperianos, piezas conmovedoras y cine propagandístico que resumía, al estilo de las nuevas corrientes literarias basadas en el realismo socialista, las virtudes de los soldados rusos que vencieron a Hitler a un costo de 25 millones de cadáveres. 

Aunque sus escuelas dieron grandes cineastas al mundo occidental y el Este perdió la batalla del cine, arma estratégica de la Guerra Fría –otra arma cultural decisiva fue el rock-, es preciso destacar cintas como Andrei Rublyov, 1969, de Andrei Tarkowski, basada en un libro cinematográfico de Andrei Konchalovski y el propio Tarkowski; Los abedules, 1970, de Andrzej Wajda, sobre un cuento de Jaroslav Iwaszkievicz adaptado por el mismo Wajda; o la trilogía Azul (1993), Blanco y Rojo (ambas de 1994), de Krzysztof Kieslowski, basada en libros cinematográficos de Krzysztof Piesiewicz y el mismo Kieslowski, en las dos primeras con la colaboración de Agnieszka Holland, Edward Zebrowski, Slawomir Idziak, Edward Klosinski y Marcin Latallo. A esta lista podríamos agregar películas del cineasta húngaro Itzvan Zsabo, del checoslovaco Milos Forman y del polaco Roman Polanski, entre muchos otros. 

Cabe destacar que la gran mayoría de de estos cineastas, si bien se formaron en las escuelas de la Europa socialista, se desligaron de los regímenes socialistas, debido a la poderosa censura y burocracia que imperaba en el bando prosoviético, y pudieron desarrollarse plenamente en Occidente, gracias a la Guerra Fría. Sin embargo, a esos cineastas no les fue mejor en Occidente y la mayoría acabó filmando en Europa, manteniéndose lejos de los sueños y pesadillas que Hollywood significó en algunos casos para ellos. 

Es interesante recordar que cuando el gobierno norteamericano aplicó, después de la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall en Europa, en el que invirtió miles de millones de dólares para la reconstrucción económica del continente, exigió que su cine se exhibiera sin restricciones (particularmente ciertos documentales propagandísticos). Esto es revelador sobre la importancia que tiene Hollywood para el gobierno estadunidense como arma estratégica y fue documentado ampliamente por el historiador inglés David Haywood, así como por el alemán Rainer Rother, quien en 2007 fuera director del Museo de Cine y Televisión de Berlín. 

Si ahora el cine norteamericano ha impuesto sus productos fílmicos a casi todo el mundo, es conveniente insistir en que no sólo lo logró con la complicidad de empresarios y gobernantes del llamado “mundo libre”, con políticas agresivas, planes que tuvieron como modelo al Marshall, la Guerra Fría y tratados internacionales, sino también, entre varios otros factores, con el desarrollo de las técnicas cinematográficas y de sus escritores, para quienes ha sido muy útil el perfeccionamiento de los géneros dramáticos y cinematográficos, en constante evolución. 

Fue entonces decisivo para los escritores que el cine haya sido involucrado en la guerra, pues se necesitó, a partir de entonces, de artistas capacitados y verdaderamente profesionales, de comunicadores de primer nivel, de trasmisores efectivos de ideología, que con frecuencia se inspiraron en la novela o adaptaron todo tipo de teatro y literatura –incluso cómics-, de acuerdo a sus valores y costumbres o a su modo de pensar, lo cual era estimulado, o castigado, por Hollywood y el sistema. 

El cineasta en lo general, y el escritor en lo particular, se convierten entonces, como transmisores de ideología, en una mercancía identificable: sus películas, sus textos, están siempre al servicio de alguien o de algo: del Estado, del capital, del imperio, de la sociedad civil, de su individualismo, de la homosexualidad, del feminismo, del machismo, de la globalización, del nacionalismo, del socialismo, de cualquier cosa en la que ellos crean, y por tanto están determinados por las ideologías que han moldeado sus puntos de vista sobre el tema y, en consecuencia, sujetos a las reglas del juego del sistema social en el que viven. 

En ese sentido, todo cine es propagandístico. Pero hasta hace poco había una paradoja interesante: los más importantes artistas, ideólogos y comunicadores que creaban o difundían el cine frecuentemente estaban permeados por la individualidad (por lo menos se rehusaban a formar parte del engranaje de guerra) y su mensaje resultaba a veces pacifista, contraproducente y desalentador para el sistema. 

Si bien es difícil concebir una industria cinematográfica norteamericana como una entidad crítica que cuestione sistemáticamente su poderío militar o denuncie con toda claridad quiénes son los responsables de la crisis mundial, de la miseria del Tercer Mundo, de la tragedia que se vive en otros países para que el norteamericano pueda cambiar de refrigerador todos los años, en el bando opuesto, en el bloque prosoviético, la censura limitaba cualquier posibilidad de libertad de expresión. El Estado no la permitía. La sociedad norteamericana también ejerce la censura, pero la disfraza. Tampoco auspicia de manera fundamental un mensaje humanista o estéticamente liberador, aunque desde luego haya notables y meritorias excepciones. 

En aras de la libre empresa y de la libertad de expresión, el gobierno y la industria fílmica norteamericanos tienen que permitir cierto nivel de crítica, para no ser calificados como totalitarios o excluyentes por el resto del mundo, lo cual cumple en sí mismo una función propagandística. Aparentemente el cine norteamericano no tiene censura o es muy poca (se puede insultar al presidente, ridiculizar al ejército, o cuestionar al propio sistema desde la sociedad civil), pero muy pocos productores norteamericanos se atreverían a plantear una renovación estética, y mucho menos convocar abiertamente a la rebeldía contra el orden institucionalizado, como lo está haciendo ahora el cineasta independiente Michael Moore. 

De modo que si es verdad que la industria fílmica norteamericana ha requerido del trabajo de un Woody Allen, de un Oliver Stone o de un Dalton Trumbo —uno de los Diez de Hollywood, fallecido escritor cinematográfico de Espartaco (1960) y Johnny tomó su fusil, 1971 (que también dirigió), y coadaptador de Papillón, 1973, de Franklin J. Schaffner, entre muchas otras películas-, también lo es que hay miles de escritores, directores y productores que han sido estimulados por Hollywood para filmar películas chatarra. Cientos de escritores norteamericanos nos están bombardeando todo el tiempo con su cultura e ideología, gracias al cine y a la televisión. Eso explica que, en los Estados Unidos, un pueblerino texano construya simbólicamente la gran estructura social norteamericana, y que la señorita “pechos de miel” imponga su concepción del temperamento femenino made in USA.  

En cuanto a la censura oficial, será conveniente citar de nuevo la Gran Historia Ilustrada del Cine, coordinada por el investigador Francisco Medina:

Los vestíbulos, cubiertos con carteles publicitarios, eran auténticos refugios donde se ofrecía el más sencillo pero espectacular de los entretenimientos. Pero, al menos durante los primeros tiempos, no fueron refugios elegantes. De forma inevitable se despertó un sentimiento de hostilidad ante una diversión apoyada con tanto entusiasmo por la gente más humilde y sencilla; los editoriales de los periódicos tronaron contra la “inmoralidad” que se podía presenciar en los nickelodeones. Pero los agitadores más vocingleros fueron los que sintieron la mordedura, es decir, los propietarios de cafés-cantantes, los empresarios de vodevil y los clérigos [F. Medina, Gran historia ilustrada del cine, p. 29, tomo I].

En el texto se añade:

Para poder hacer frente a la crítica, la revista de la industria cinematográfica, “Views and Film Index”, comenzó a solicitar la creación de una Junta Censora propia, y en el año 1909 nació la Junta Nacional de Censores de Películas (National Board of Censorship of Motion Pictures), creada por el Instituto del Pueblo (People’s Institute) de Nueva York en unión de la compañía de Patentes de Películas (Motion Pictures Patents Company). Pero esta Junta no llegó a ser nunca realmente eficaz, debido a que no abarcaba a todas las compañías productoras. En Inglaterra los productores de películas fundaron la Junta Británica de Censores de Películas (British Board of Films Censors) en el año 1912, que ha venido actuando desde entonces como un organismo oficial, aun cuando sus decisiones pueden ser recusadas por las autoridades locales. En los Estados Unidos sólo un puñado de estados aprobó la legislación controlando las películas, y hasta el año 1922 no se hizo uso de una censura más estricta y rigurosa al fundarse la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas (Motion Picture Producers and Distribuitor Association), conocida generalmente como la Oficina de Hays, por el primer presidente de la misma, Will H. Hays [F. Medina, Gran historia ilustrada del cine, p. 29, tomo I).

A partir de entonces la censura norteamericana se endureció y ha permitido la cacería de brujas que encabezó el senador McCarthy, la periódica “limpia” que la sociedad estadunidense realiza entre sus intelectuales y artistas, o la campaña de ataques orquestada contra Oliver Stone y su película JFK, apenas comparable a la que hiciera blanco en Charles Chaplin durante la Guerra Fría, o de la que fuera víctima Orson Welles por El ciudadano Kane, en 1941, cuando Randolph Hearst y su poderosa cadena periodística (que incluía 17 diarios y numerosas estaciones de radio) intentara prohibir el estreno de la cinta e incluso comprarla y destruirla. Hearst amenazó con revelar los secretos de la vida sexual de toda la comunidad cinematográfica si se estrenaba este filme.

Lo paradójico es que esa censura, que siguen ejerciendo los dueños del poder y la gloria cuando determinan qué y por qué se va a producir, distribuir y exhibir una película, también acabará por frivolizarlos, estupidizarlos y destruirlos, a menos que algunos notables maestros, el cine independiente norteamericano, y cineastas-activistas como Michael Moore, colaboren al despertar de la gran conciencia social estadunidense, que ahora duerme plácidamente con sueños de gloria y de dominación mundial. 

En los días que termino de corregir este texto se acaba de producir una gran crisis económica norteamericana, mayor a las de la época de la Depresión. Los analistas especializados coinciden en señalar que esto marca el inicio del fin del neoliberalismo y del capitalismo depredador y salvaje. A esto hay que sumar la derrota de las tropas estadunidenses en Irak y el hecho contundente de que por primera vez un negro descendiente de inmigrantes africanos haya ganado las elecciones en los Estados Unidos.

Esto traerá notables repercusiones económicas, políticas y sociales en ese país y en el mundo occidental, lo cual afectará desde luego a Hollywood y al cine mundial. 

Agrego otros factores que pueden ser trascendentes como la alianza estratégica que se está dando entre Rusia, Alemania y probablemente Francia; el ascenso económico de China, que ya es toda una potencia  mundial que coloca astronautas en el espacio, y la pérdida de las reservas petroleras de las Siete Hermanas, que amenaza acabar en pocos años con esa materia prima en Occidente.

¿Alcanzaremos a ver la transformación revolucionaria de la sociedad norteamericana? No tengo ni la menor duda de que así ocurrirá en un futuro no muy lejano. Optimista irreductible, mi conclusión es que el mundo –y el cine- serán mejor que ahora. Confío en el poder de la ciencia y la cultura. 

Lee la entrevista con Xavier Robles