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2009-11-19 00:00:00

Publica el INAH nuevo libro de cine antropológico

El Instituto Nacional de Antropología e Historia acaba de publicar el libro Cine antropológico mexicano, cuya investigación fue coordinada por Javier González Rubio y Hugo Lara, con la estrecha colaboración de Raúl Miranda en lo referente al cine documental, y de Leticia Carrillo y Sandra Lara en lo que respecta a la laboriosa tarea de la investigación iconográfica. La coordinación editorial corrió a cargo orgullosamente de Correcamara.com, con el diseño de José Gómez de León.

Para celebrar este suceso, Correcamara.com ofrece un extracto de la introducción del libro, que se compone del análisis de 50 películas mexicanas, tanto de ficción como documental, que son significativas dentro del llamado cine antropológico y el cine etnográfico, como Janitizo (Carlos Navarro, 1934), Redes (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, 1934), María Candelaria (Emilio Fernández, 1943), Todos somos mexicanos (José Arenas, 1958), Raíces (Benito Alazraki, 1953) , Tesgüinada (Nicolás Echevarría, 1979), Tarahumara (Luis Alcoriza, 1964),  El pueblo mexicano que camina (Juan Francisco Urrusti, 1995), entre otros títulos.

El libro ofrece una aproximación a esta selección de películas bajo una lectura amble, dirigido a cualquier cinéfilo interesados en el tema. El libro Cine antropológico mexicano será distribuido por la red de librerías de Educal, que está compuesta por 74 puntos de venta  situados en las 32 entidades federativas del país y una librería virtual. Para más detalles, consulte el sitio de Educal:

http://www.educal.com.mx/


Cine antropológico mexicano
Introducción (extractos)

Las películas buenas, regulares o malas son producto de la sociedad a la que pertenecen, tanto si obedecen meramente a los conceptos y formación cultural del director responsable como si se hacen en un esquema de producción industrial determinado en un país cualquiera, aunque todos pensamos de inmediato en los que poseen una gran industria (India, Estados Unidos, Francia). 


Ciertamente hay quienes se aferran a la idea de que si la película es dirigida por un mexicano por ese solo hecho es mexicana. Esta idea nos resulta sumamente discutible. Un ejemplo concreto podría ser La fiesta del fauno, de Guillermo del Toro, que por más mexicano que sea él, la película es española por donde se le mire y se le sienta, independientemente de que su tema acaba siendo una metáfora contra el autoritarismo y el poder salvador de la imaginación. Para contar la esencia de su historia, Del Toro escogió un contexto histórico y social en particular, la Guerra Civil Española, con intérpretes españoles,  y como está tan bien y hermosamente contada, nos la creemos y estamos viendo, como espectadores, una historia que refleja diversos aspectos de la vida durante dicho conflicto, aspectos que incluyen, desde luego, el imaginativo mundo de la película. Estamos viendo una obra antropológica llena de imaginación, pero no mexicana.

 

En  su texto El video como técnica de exploración Elisenda Ardévol señala que

 

 

Todo cine, desde el documental hasta la ficción, es una introspección de nuestra propia vida cultural. Nos habla de una forma de ser, de vivir, de sentir y de comportarse. Un film es una visión de nuestras propias pautas culturales, nos indaga e interroga sobre la realidad experimentada expresada en una imagen reflexiva. La producción fílmica pone a nuestra disposición diferentes imágenes de nosotros mismos, las cuales son sentidas, experimentadas y procesadas configurando la propia imagen que nos da la imagen de nuestra imagen.

 

Aun estando de acuerdo con la afirmación de Ardévol, en la concepción de este libro decidimos incluir aquellas películas de contenido antropológico más definido o si se quieren con una definición del término más específico; de hecho podemos hablar también de un cine etnográfico. De no haber sido así, simple y sencillamente se habría hecho un libro sobre cine mexicano en general. Recordamos una afirmación muy sencilla y muy clara de la antropóloga Margarita Nolasco: “La antropología se encarga del estudio del otro… primero fueron los indios, luego los marginados, los campesinos, los obreros más pobres… es muy fácil de entender”.

 

En la especificidad que hemos señalado líneas arriba, ubicamos al cine etnográfico dentro del cine antropológico, acorde a sus propias características:

 

… como acertadamente señala Prelorán ‘con la expresión cine etnográfico aludimos a una documentación fílmica sobre los comportamientos humanos, de tal manera que las actitudes de la gente y el carácter de sus culturas sean representadas e interpretadas’. Según el autor, si bien el filmador etnográfico evita, clasifica y jerarquiza ciertas imágenes en detrimento de otras, existen ciertas reglas metodológicas específicas que lo validan como herramienta científica. (Maximiliano Korstanje, Alcances y limitaciones de la antropología visual en el cine).

 

En este sentido, en el cine mexicano podemos delimitar tres escenarios básicos para el cine antropológico: el universo indígena, tal vez el que mayor supone una aproximación sistemática del análisis etnográfico y que, por sus peculiaridades, es revisado constantemente por el cine de ficción y el documental; el mundo rural, que ocupa un lugar preponderante en la primera etapa del cine sonoro mexicano puesto que se encuentra vinculado al sitio destacado que ocupa dicho ámbito en la organización económica y social del país antes de 1950; y por último, el espacio urbano, cuya relevancia se incrementa en la medida en que ocurre el crecimiento acelerado de la Ciudad de México y de otras urbes, sobre todo desde el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952).


(...)
El inevitable Einsenstein

 

Paradójicamente, el primer gran documental sobre México, con todos sus elementos de ficción o incluso episodios íntegros con esa concepción,  lo hizo Serguei Einsenstein. No sabemos cabalmente sus intenciones porque él nunca lo terminó ni lo editó, sin embargo ateniéndonos a la versión que se conoce de ¡Que Viva México! editada por Grigori Aleksandrov, sabemos que no es un documental en el sentido estricto del término dado que el director no se resiste a meter su mano y re-crear aquello que lo ha maravillado. Mezcla imágenes reales con puestas en escena en cuatro de las cinco partes que componen la obra (Prólogo, Sandunga, Fiesta y Día de muertos/Epílogo); la otra, Maguey, es totalmente ficción, pero con un aprovechamiento extraordinario del espacio y el paisaje. Varios cineasta mexicanos tuvieron acceso a la filmación y a algunas de las imágenes, sin embargo prácticamente a ninguno se le ocurrió continuar por la senda del documental sino aprovechar esa “visión” del ruso y utilizarla en la ficción. Quizá una prueba –sin que tengamos elementos firmes para afirmarlo de manera contundente- sea Janitzio, pues si bien se trata de una ficción de la que se habla en este libro, tiene contenidos que pretenden ser de documental para acentuar el realismo de la historia que se cuenta.

 

Es factible preguntarse si el país fue inventado por el cine o si los cineastas posteriores vieron ¡Que Viva México¡ y durante poco más de dos décadas quisieron terminar de filmar lo que Einsenstein no pudo. ¿Quién inventó los magueyes a cielo abierto, Figueroa o Einsenstein? ¿El hieratismo de los mexicanos en drama es real, como lo mostraron desde el ruso hasta Fernández y Gavaldón, o todos formaron parte de la misma  visión e interpretación? ¿Lo que no podían ver y los indios se guardaban fue para ellos estoicidad hierática? ¿El idilio entre hombre y naturaleza y el amor del buen salvaje fue una percepción común o fue la percepción de Einsenstein? No podemos saberlo a ciencia cierta. Quizá todo fue la casualidad y producto de una visión estética de la época. En la literatura se han dado casos similares. En una ocasión, a quien esto escribe (JGR), Juan Rulfo le comentó que muchos habían querido ver en sus dos libros monumentales la influencia de Faulkner, y él comentaba que cuando escribió El Llano en Llamas y Pedro Páramo, no había leído al Nobel estadunidense que apenas se empezaba a traducir al español.

 

Al menos Tormenta sobre México, que en la versión de Aleksandrov se convirtió en el fragmento Maguey quedó elaborada como  largometraje en 1933, y  sí pudieron apreciarlo, Fernández, Figueroa y compañía.

 

¡Que viva México! con Einstein vivo o muerto, es la mezcla del documental y la ficción en dos sentidos. Se registra la realidad y por su belleza o para contar la historia se le re-crea. En la experiencia creativa, Einsenstein se coloca más cerca de sus contemporáneos  Robert Flaherty, que registra y re-crea, que de Dziga Vertov que le deja el poder al ojo y a “la verdad”., los dos grandes pilares del documental.

 

Zandunga está llena de esos momentos que mezclan realidad y composición del director, y finalmente el Epílogo es un ejercicio delirante donde realidad, ensoñación, fantasía e interpretación confluyen en secuencias armadas por el director, pero que sólo podían gestarse y concebirse en México, en la cultura mexicana.


(...)

Ficciones para convertirlas en verdades

 

Sin intentar una discusión ideológica que ocuparía páginas y páginas, sí podemos comprender que el cine mexicano sonoro de los años 30 a los principios de los 70, obedeció a una política dominante, a una visión idealizada de la realidad nacional en la que todos, a pesar de los sufrimientos tenían esperanza (Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez); las mujeres indecentes pagaban sus culpas (Aventurera, de Alberto Gout), la revolución hacía justicia (Las abandonadas, de Emilio Fernández) y los pobres e ignorantes podían ser pícaros simpáticos (Ahí está el detalle, de Juan Bustillo Oro). A eso habría que añadir la abnegación e infalibilidad materna (Corona de Lágrimas, de Alejandro Galindo), la grandeza de la familia (Una familia de tantas, de Galindo), y el medio rural era festivo (Los tres García, de Rodríguez).

 

Entre los años 30 y 50 la imagen que México tenía de sí mismo en el cine permeó en los públicos extranjeros, particularmente de habla hispana. De éxito inigualable fue la comedia ranchera, desde Allá en el rancho grande, cuya canción se tornó quizá la más popular de aquellos años. México era concebido como un país de charros empistolados, cantores y mujeriegos, y de mujeres abnegadas. Sin embargo, más allá de cómo nos pensaran en el extranjero, lo importante resultaba cómo nos pensábamos los propios mexicanos. Aquí desde luego cabe la pregunta de si el cine nos hizo o nuestras características culturales hicieron ese cine. Es una retroalimentación, la serpiente que se muerde la cola, primero el huevo y después la gallina y al revés.

 

En consonancia con los ya señalados escenarios básicos del cine antropológico nacional, se da origen a películas indispensables por sus referencia a aspectos de ciertos grupos y entornos, su historia, ritos, tradiciones y costumbres, así como los códigos de conducta individual y colectivos. En el cine de ficción los primeros parámetros son establecidos por filmes como ¡Qué viva México!, la cinta inconclusa del soviético Serguei Eisenstein; Janitzio (Carlos Navarro, 1934), Redes (Emilio Gómez Muriel y Fred Zinemann, 1935), María Candelaria (Emilio Fernández, 1943), La noche de los mayas (Chano Urueta, 1938)e incluso La virgen que forjó una patria (Julio Bracho, 1941). Y en el documental, a través de la producción que propicia el Instituto Nacional Indigenista, como Todos somos mexicanos (José Arenas, 1958) que como se describe en este libro, muestra las acciones sociales, educativas y de salud, implementadas por el instituto a partir de los primeros Centros Coordinadores Indigenistas que se establecieron en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en la zona Tzeltal-Tzotzil (1950), y en la Cuenca del Papaloapan en Temazcal, Oaxaca (1954).

 

Esas películas no surgieron de la nada. Si en México no se hicieron películas de ciencia ficción fue porque ese género no tenía vínculo ni sustento alguno en la tradición cultural o multicultural nacional, no por otra razón. Como tampoco se podían hacer películas sobre caballeros, damas y castillos medievales. Las que se hicieron –como las que se hacen actualmente- encontraron su basamento en una realidad que las propiciaba; algo de verdad había en cada una de ellas aunque la ficción acabara distorsionándola o llevándola por caminos convenientes al México de pleno progreso y luego del desarrollo estabilizador. El cine decía parte de la verdad, pero no toda, y mentía, pero no completamente, porque además obedecía a un inconciente colectivo.

 

Para afianzar la idea anterior, recordamos unas palabras del escritor Phillip Roth, una catedral de la literatura contemporánea en lengua inglesa. En su autobiografía fragmentada Los hechos, dice lo siguiente: “Para mí, como para la mayor parte de los novelistas, todo suceso auténticamente imaginario empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico, ni en lo ideológico, ni en lo abstracto”. A este párrafo irrebatible sólo le tenemos que cambiar “novelistas2 por “cineastas” y su contenido sigue siendo el mismo, irrebatible.

 

Ningún país escapa a un planteamiento semejante. Estados Unidos, el amo y señor de la propaganda cinematográfica, se reinventó en el cine del mismo periodo (40 a 60) y se extendieron las comedias sobre el buen ciudadano, surgieron toda clase de héroes de guerra, el oeste fue una epopeya de hombres valientes e indios salvajes y agresivos; en todas las calles se cantaba y bailaba aun bajo la lluvia, y el cine negro se encargó de hacer justicia contra el crimen, invariablemente. 

 

En España, el franquismo estimuló un cine melodramático y lleno de niños estrellas; a falta de comedia ranchera tenían la inspiración del cuplé y la zarzuela y la zarzuela misma.

 

Nadie escapa. ¿Por qué? Porque el cine es reflejo de la sociedad a la que pertenece, y de su contexto político y social. Por eso todo cine es antropológico, por eso dentro de cien o doscientos años se sabrá cómo fue el siglo XX, cómo actuaba y se comportaba la gente en buena medida gracias al cine, con sus medias verdades y sus medias mentiras. 


(...)

El re-descubrimiento de México

 

El cambio que se da en el cine mexicano a mediados de los años 70 no es producto de una iluminación, de una epifanía, sino resultado de los cambios sociales y de los cambios políticos, algunos ya latentes en la realidad nacional. El 68 es una herida muy profunda, pero también un camino sin retorno que se abrió. El cine mexicano estaba agotado en su temática. La crisis de esos años en el cine se debió a que la gente ya no consumía las películas que se producían (hasta Mauricio Garcés se agotó por sobreexposición, por falta de evolución, lo que en general le ha pasado a todos los comediantes).

 

Alejandro Galindo, que había conducido con mano férrea el sindicato de directores había impedido que los nuevos aspirantes ingresaran, y las reglas de entonces impedían que un director no sindicalizado hiciera una película. Tuvo que ceder finalmente, a disgusto, y eso propició el surgimiento de Arturo Ripstein, Luis “El Perro” Estrada, Jorge Fons, Manuel Michel, Alberto Isaac, Alfredo Joskovickz, entre otros. Se inició así un movimiento desigual pero renovador al fin que ya no pudo detenerse e incluso paulatinamente las reglas de la producción cambiaron hasta llegar a la Ley Federal de Cinematografía de 1998.

 

Los nuevos cineastas traían consigo otras miradas y otras inquietudes, pero sobre todo entendían al país de una manera muy diferente a como lo habían hecho sus predecesores, gracias a eso surgieron películas memorables como El Principio (Gonzalo Martínez), Las Poquianchis (Cazals), Tiempo de Morir (Ripstein), Fe, Esperanza y Caridad (Alcroiza, Bojórquez y Fons, 1972), y además surgió, por fin, el documental, hasta entonces objeto meramente de la propaganda gubernamental y por encargo donde de plano el Huapango de Moncayo, más allá de sus virtudes, se convirtió en voz nacional, retórica sonora del progreso, segundo himno y objeto de idolatría rítmica.

 

Apenas en 1958 el Instituto Nacional Indigenista realiza el (su) primer documental, Todos somos mexicanos, dirigido por José Arenas con fotografía de Nacho López, en el que, con todos sus asegunes, pero por fin se habla de los indígenas con un poquito más de realismo, aunque sin un dejo de conmiseración. A cambio, en 1976 Paul Leduc estremece con Etnocidio: notas sobre el Mezquital. Estaba claro que el cine podía decir otras cosas. Y el público lo celebró.

 

En el cine de ficción, se desvanece gradualmente el prurito nacionalista por reivindicar la dignidad de los pueblos indígenas, con un barniz de solemnidad, como en Raíces (Benito Alazraky) o Ánimas Trujano (Ismael Rodríguez), o mediante el preciosismo visual que resalta el misticismo indígena, al estilo del cine del Indio Fernández, o como en Macario (Roberto Gavaldón). En paralelo, se incorpora una visión sobre los temas etnográficos y antropológicos con más objetividad, en la obra de algunos cineastas como Luis Alcoriza (Tarahumara, 1964, o Mecánica nacional, 1972) o Archibaldo Burns (Juan Pérez Jolote, 1976; Oficio de Tinieblas, 1980).

 

Es hasta los años setenta cuando se estabilizan las bases del cine antropológico y etnográfico, cuya producción comienza a realizarse de forma sistemática a través de entidades oficiales, como Conacine y Conacite, pero especialmente el Centro de Producción de Cortometrajes, desde la que se gestó un nutrido número filmes de enorme relevancia antropológica y etnográfica. Más tarde, estas entidades serían absorbidas por el Instituto Mexicano de Cinematografía y los fideicomisos que le dan forma a la participación estatal dentro de la producción cinematográfica actualmente.

 

En este contexto, el cine documental transitó paulatinamente del uso de la propaganda y la vocación didáctica hacia un cine más riguroso, que realizan un grupo de cineastas y antropólogos, como es el caso de las cintas Iñosavi, tierra de nubes (1972) que documenta la organización social y económica de una población de la Mixteca Alta de Oaxaca, o Xantolo, Día de Muertos (1973) que muestra la celebración del Día de Muertos en Alahualtitla, Chicontepec, Veracruz. Asimismo, es determinante la incorporación de cineastas de primer nivel que asumen el documental etnográfico y antropológico como su medio de expresión, como Nicolás Echevarría, Eduardo Maldonado, Paul Leduc, Óscar Menéndez, Rubén Gámez y otros.

 

La antropología visual, o el cine con vetas antropológicas y etnográficas, ha tenido en años recientes cierto repunte, gracias a una serie de condiciones vinculadas a los canales de difusión y también al acceso a la tecnología digital que reduce costos y facilita condiciones de producción. Además, se han diversificado las entidades que producen material de estas características —lo que destraba en parte el tamiz oficialista—, y se han incorporado cineastas con nuevos enfoques y búsquedas estéticas y discursivas. Como da cuenta el presente libro, este tipo de cine incorpora obras tan disímiles como la ficción de Bajo California, el límite del tiempo (Carlos Bolado, 1998) o el documental de En el hoyo (Juan Carlos Rulfo, 2005), que hablan sobre espacios y personajes de ámbitos y orígenes distintos, en circunstancias muy contrastadas: los primeros en las inmediaciones de las pinturas rupestres de San Francisco de la Sierra, Baja California, y los segundos en las obras del segundo piso del periférico de la Ciudad de México. Una brecha semejante como puede observarse entre De la calle (Gerardo Tort, 2000) y Los que se quedan (Rulfo y Carlos Hagerman 2008) o El callejón de los milagros (Jorge Fons, 2003) y Ramo de fuego (Maureen Gosling y Ellen Osborne, 2001)

 

No fue el cine el que cambió a México sino que los cambios en México gestaron y obligaron a realizar tanto en la ficción como en el documental un cine diferente que se dio en llamar “nuevo cine mexicano”. Las películas obedecían, recreaban y re-inventaban el contexto y los cambios sociales que, además, obligaban a ejercer una nueva mirada sobre el propio país. El idilio (casi) había terminado.

 

Es preciso referirse a la labor que han llevado a cabo en México cineastas y productores independientes, así como promotores que han impulsado nuevos espacios para la exhibición y difusión del cine etnográfico y documental, como recientemente ha sucedido en algunos festivales de cine como Morelia, Guadalajara y en Tepoztlán, donde se ha establecido un festival especializado en el documental. En este mismo sentido, debe resaltarse la labor de entidades como la gira Ambulante, que anualmente recorre el país con una amplia muestra de documentales, así como el festival Docs DF. Sin duda, todos ellos han contribuido a que se le confiera una nueva perspectiva al cine antropológico y etnográfico en México, para encontrar nuevas audiencias que disfruten y reflexiones sobre estas obra que realizan al alimón cineastas e investigadores de varias generaciones.


Javier González Rubio

Hugo Lara Chávez