Publica el INAH nuevo libro de cine antropológico
El Instituto Nacional de Antropología e Historia acaba de publicar el libro Cine antropológico mexicano,
cuya investigación fue coordinada por Javier González Rubio y Hugo
Lara, con la estrecha colaboración de Raúl Miranda en lo referente al
cine documental, y de Leticia Carrillo y Sandra Lara en lo que respecta
a la laboriosa tarea de la investigación iconográfica. La coordinación
editorial corrió a cargo orgullosamente de Correcamara.com, con el
diseño de José Gómez de León.
Para celebrar este suceso, Correcamara.com ofrece un extracto de la
introducción del libro, que se compone del análisis de 50 películas
mexicanas, tanto de ficción como documental, que son significativas dentro del llamado cine
antropológico y el cine etnográfico, como Janitizo (Carlos Navarro,
1934), Redes (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, 1934), María
Candelaria (Emilio Fernández, 1943), Todos somos mexicanos (José
Arenas, 1958), Raíces (Benito Alazraki, 1953) , Tesgüinada (Nicolás
Echevarría, 1979), Tarahumara (Luis Alcoriza, 1964), El pueblo
mexicano que camina (Juan Francisco Urrusti, 1995), entre otros títulos.
El libro ofrece una aproximación a esta selección de películas bajo
una lectura amble, dirigido a cualquier cinéfilo interesados en el tema. El libro Cine antropológico mexicano será
distribuido por la red de librerías de Educal, que está compuesta por
74 puntos de venta situados en las 32 entidades federativas del país y
una librería virtual. Para más detalles, consulte el sitio de Educal:
Cine antropológico mexicano
Introducción (extractos)
Las películas buenas, regulares o malas son producto de la sociedad a la que pertenecen, tanto si obedecen meramente a los conceptos y formación cultural del director responsable como si se hacen en un esquema de producción industrial determinado en un país cualquiera, aunque todos pensamos de inmediato en los que poseen una gran industria (India, Estados Unidos, Francia).
Ciertamente hay quienes se aferran a la idea de que
si la película es dirigida por un mexicano por ese solo hecho es mexicana. Esta
idea nos resulta sumamente discutible. Un ejemplo concreto podría ser La fiesta del fauno, de Guillermo del
Toro, que por más mexicano que sea él, la película es española por donde se le
mire y se le sienta, independientemente de que su tema acaba siendo una
metáfora contra el autoritarismo y el poder salvador de la imaginación. Para
contar la esencia de su historia, Del Toro escogió un contexto histórico y
social en particular, la Guerra Civil Española, con intérpretes españoles, y como está tan bien y hermosamente
contada, nos la creemos y estamos viendo, como espectadores, una historia que
refleja diversos aspectos de la vida durante dicho conflicto, aspectos que
incluyen, desde luego, el imaginativo mundo de la película. Estamos viendo una
obra antropológica llena de imaginación, pero no mexicana.
En su
texto El video como técnica de
exploración Elisenda Ardévol señala que
Todo cine, desde el documental
hasta la ficción, es una introspección de nuestra propia vida cultural. Nos
habla de una forma de ser, de vivir, de sentir y de comportarse. Un film es una
visión de nuestras propias pautas culturales, nos indaga e interroga sobre la
realidad experimentada expresada en una imagen reflexiva. La producción fílmica
pone a nuestra disposición diferentes imágenes de nosotros mismos, las cuales
son sentidas, experimentadas y procesadas configurando la propia imagen que nos
da la imagen de nuestra imagen.
Aun estando de acuerdo con la afirmación de
Ardévol, en la concepción de este libro decidimos incluir aquellas películas de
contenido antropológico más definido o si se quieren con una definición del
término más específico; de hecho podemos hablar también de un cine etnográfico.
De no haber sido así, simple y sencillamente se habría hecho un libro sobre
cine mexicano en general. Recordamos una afirmación muy sencilla y muy clara de
la antropóloga Margarita Nolasco: “La
antropología se encarga del estudio del otro… primero fueron los indios, luego
los marginados, los campesinos, los obreros más pobres… es muy fácil de
entender”.
En la especificidad que hemos señalado líneas
arriba, ubicamos al cine etnográfico dentro del cine antropológico, acorde a
sus propias características:
… como acertadamente señala Prelorán ‘con la expresión cine
etnográfico aludimos a una documentación fílmica sobre los comportamientos
humanos, de tal manera que las actitudes de la gente y el carácter de sus
culturas sean representadas e interpretadas’. Según el autor, si bien el
filmador etnográfico evita, clasifica y jerarquiza ciertas imágenes en
detrimento de otras, existen ciertas reglas metodológicas específicas que lo
validan como herramienta científica. (Maximiliano Korstanje, Alcances y
limitaciones de la antropología visual en el cine).
En este sentido, en el cine mexicano podemos delimitar tres escenarios básicos para el cine antropológico: el universo indígena, tal vez el que mayor supone una aproximación sistemática del análisis etnográfico y que, por sus peculiaridades, es revisado constantemente por el cine de ficción y el documental; el mundo rural, que ocupa un lugar preponderante en la primera etapa del cine sonoro mexicano puesto que se encuentra vinculado al sitio destacado que ocupa dicho ámbito en la organización económica y social del país antes de 1950; y por último, el espacio urbano, cuya relevancia se incrementa en la medida en que ocurre el crecimiento acelerado de la Ciudad de México y de otras urbes, sobre todo desde el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952).
(...)
El
inevitable Einsenstein
Paradójicamente, el primer gran documental sobre
México, con todos sus elementos de ficción o incluso episodios íntegros con esa
concepción, lo hizo Serguei
Einsenstein. No sabemos cabalmente sus intenciones porque él nunca lo terminó
ni lo editó, sin embargo ateniéndonos a la versión que se conoce de ¡Que Viva México! editada por Grigori
Aleksandrov, sabemos que no es un documental en el sentido estricto del término
dado que el director no se resiste a meter su mano y re-crear aquello que lo ha
maravillado. Mezcla imágenes reales con puestas en escena en cuatro de las cinco
partes que componen la obra (Prólogo,
Sandunga, Fiesta y Día de
muertos/Epílogo); la otra, Maguey,
es totalmente ficción, pero con un aprovechamiento extraordinario del espacio y
el paisaje. Varios cineasta mexicanos tuvieron acceso a la filmación y a algunas
de las imágenes, sin embargo prácticamente a ninguno se le ocurrió continuar
por la senda del documental sino aprovechar esa “visión” del ruso y utilizarla
en la ficción. Quizá una prueba –sin que tengamos elementos firmes para
afirmarlo de manera contundente- sea Janitzio,
pues si bien se trata de una ficción de la que se habla en este libro, tiene
contenidos que pretenden ser de documental para acentuar el realismo de la
historia que se cuenta.
Es factible preguntarse si el país fue inventado
por el cine o si los cineastas posteriores vieron ¡Que Viva México¡ y durante poco más de dos décadas quisieron
terminar de filmar lo que Einsenstein no pudo. ¿Quién inventó los magueyes a
cielo abierto, Figueroa o Einsenstein? ¿El hieratismo de los mexicanos en drama
es real, como lo mostraron desde el ruso hasta Fernández y Gavaldón, o todos
formaron parte de la misma visión
e interpretación? ¿Lo que no podían ver y los indios se guardaban fue para
ellos estoicidad hierática? ¿El idilio entre hombre y naturaleza y el amor del
buen salvaje fue una percepción común o fue la percepción de Einsenstein? No
podemos saberlo a ciencia cierta. Quizá todo fue la casualidad y producto de
una visión estética de la época. En la literatura se han dado casos similares.
En una ocasión, a quien esto escribe (JGR), Juan Rulfo le comentó que muchos
habían querido ver en sus dos libros monumentales la influencia de Faulkner, y
él comentaba que cuando escribió El Llano
en Llamas y Pedro Páramo, no
había leído al Nobel estadunidense que apenas se empezaba a traducir al
español.
Al menos Tormenta
sobre México, que en la versión de Aleksandrov se convirtió en el fragmento
Maguey quedó elaborada como largometraje en 1933, y sí pudieron apreciarlo, Fernández,
Figueroa y compañía.
¡Que
viva México! con Einstein vivo o muerto, es la mezcla
del documental y la ficción en dos sentidos. Se registra la realidad y por su
belleza o para contar la historia se le re-crea. En la experiencia creativa,
Einsenstein se coloca más cerca de sus contemporáneos Robert Flaherty, que registra y re-crea, que de Dziga Vertov
que le deja el poder al ojo y a “la verdad”., los dos grandes pilares del
documental.
Zandunga
está llena de esos momentos que mezclan realidad y composición del director, y
finalmente el Epílogo es un ejercicio
delirante donde realidad, ensoñación, fantasía e interpretación confluyen en
secuencias armadas por el director, pero que sólo podían gestarse y concebirse
en México, en la cultura mexicana.
(...)
Ficciones
para convertirlas en verdades
Sin intentar una discusión ideológica que ocuparía
páginas y páginas, sí podemos comprender que el cine mexicano sonoro de los
años 30 a los principios de los 70, obedeció a una política dominante, a una
visión idealizada de la realidad nacional en la que todos, a pesar de los
sufrimientos tenían esperanza (Nosotros
los pobres, de Ismael Rodríguez); las mujeres indecentes pagaban sus culpas
(Aventurera, de Alberto Gout), la
revolución hacía justicia (Las
abandonadas, de Emilio Fernández) y los pobres e ignorantes podían ser
pícaros simpáticos (Ahí está el detalle,
de Juan Bustillo Oro). A eso habría que añadir la abnegación e infalibilidad
materna (Corona de Lágrimas, de
Alejandro Galindo), la grandeza de la familia (Una familia de tantas, de Galindo), y el medio rural era festivo (Los tres García, de Rodríguez).
Entre los años 30 y 50 la imagen que México tenía de sí mismo en el cine permeó en los públicos extranjeros, particularmente de habla hispana. De éxito inigualable fue la comedia ranchera, desde Allá en el rancho grande, cuya canción se tornó quizá la más popular de aquellos años. México era concebido como un país de charros empistolados, cantores y mujeriegos, y de mujeres abnegadas. Sin embargo, más allá de cómo nos pensaran en el extranjero, lo importante resultaba cómo nos pensábamos los propios mexicanos. Aquí desde luego cabe la pregunta de si el cine nos hizo o nuestras características culturales hicieron ese cine. Es una retroalimentación, la serpiente que se muerde la cola, primero el huevo y después la gallina y al revés.
En consonancia con los ya señalados escenarios
básicos del cine antropológico nacional, se da origen a películas
indispensables por sus referencia a aspectos de ciertos grupos y entornos, su
historia, ritos, tradiciones y costumbres, así como los códigos de conducta
individual y colectivos. En el cine de ficción los primeros parámetros son
establecidos por filmes como ¡Qué viva
México!, la cinta inconclusa del soviético Serguei Eisenstein; Janitzio (Carlos Navarro, 1934), Redes (Emilio Gómez Muriel y Fred
Zinemann, 1935), María Candelaria
(Emilio Fernández, 1943), La noche de los
mayas (Chano Urueta, 1938)e
incluso La virgen que forjó una patria (Julio
Bracho, 1941). Y en el documental, a través de la producción que propicia el
Instituto Nacional Indigenista, como Todos
somos mexicanos (José Arenas, 1958) que como se describe en este libro,
muestra las acciones sociales, educativas y de salud, implementadas por el
instituto a partir de los primeros Centros Coordinadores Indigenistas que se
establecieron en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en la zona Tzeltal-Tzotzil
(1950), y en la Cuenca del Papaloapan en Temazcal, Oaxaca (1954).
Esas películas no surgieron de la nada. Si en
México no se hicieron películas de ciencia ficción fue porque ese género no
tenía vínculo ni sustento alguno en la tradición cultural o multicultural
nacional, no por otra razón. Como tampoco se podían hacer películas sobre
caballeros, damas y castillos medievales. Las que se hicieron –como las que se
hacen actualmente- encontraron su basamento en una realidad que las propiciaba;
algo de verdad había en cada una de ellas aunque la ficción acabara
distorsionándola o llevándola por caminos convenientes al México de pleno
progreso y luego del desarrollo estabilizador. El cine decía parte de la
verdad, pero no toda, y mentía, pero no completamente, porque además obedecía a
un inconciente colectivo.
Para afianzar la idea anterior, recordamos unas
palabras del escritor Phillip Roth, una catedral de la literatura contemporánea
en lengua inglesa. En su autobiografía fragmentada Los hechos, dice lo siguiente: “Para mí, como para la mayor parte
de los novelistas, todo suceso auténticamente imaginario empieza por abajo, en
los hechos, en lo específico, no en lo filosófico, ni en lo ideológico, ni en
lo abstracto”. A este párrafo irrebatible sólo le tenemos que cambiar
“novelistas2 por “cineastas” y su contenido sigue siendo el mismo, irrebatible.
Ningún país escapa a un planteamiento semejante.
Estados Unidos, el amo y señor de la propaganda cinematográfica, se reinventó
en el cine del mismo periodo (40 a 60) y se extendieron las comedias sobre el
buen ciudadano, surgieron toda clase de héroes de guerra, el oeste fue una
epopeya de hombres valientes e indios salvajes y agresivos; en todas las calles
se cantaba y bailaba aun bajo la lluvia, y el cine negro se encargó de hacer
justicia contra el crimen, invariablemente.
En España, el franquismo estimuló un cine
melodramático y lleno de niños estrellas; a falta de comedia ranchera tenían la
inspiración del cuplé y la zarzuela y la zarzuela misma.
Nadie escapa. ¿Por qué? Porque el cine es reflejo de la sociedad a la que pertenece, y de su contexto político y social. Por eso todo cine es antropológico, por eso dentro de cien o doscientos años se sabrá cómo fue el siglo XX, cómo actuaba y se comportaba la gente en buena medida gracias al cine, con sus medias verdades y sus medias mentiras.
(...)
El
re-descubrimiento de México
El cambio que se da en el cine mexicano a mediados
de los años 70 no es producto de una iluminación, de una epifanía, sino
resultado de los cambios sociales y de los cambios políticos, algunos ya
latentes en la realidad nacional. El 68 es una herida muy profunda, pero
también un camino sin retorno que se abrió. El cine mexicano estaba agotado en
su temática. La crisis de esos años en el cine se debió a que la gente ya no
consumía las películas que se producían (hasta Mauricio Garcés se agotó por
sobreexposición, por falta de evolución, lo que en general le ha pasado a todos
los comediantes).
Alejandro Galindo, que había conducido con mano
férrea el sindicato de directores había impedido que los nuevos aspirantes
ingresaran, y las reglas de entonces impedían que un director no sindicalizado
hiciera una película. Tuvo que ceder finalmente, a disgusto, y eso propició el
surgimiento de Arturo Ripstein, Luis “El Perro” Estrada, Jorge Fons, Manuel
Michel, Alberto Isaac, Alfredo Joskovickz, entre otros. Se inició así un
movimiento desigual pero renovador al fin que ya no pudo detenerse e incluso
paulatinamente las reglas de la producción cambiaron hasta llegar a la Ley
Federal de Cinematografía de 1998.
Los nuevos cineastas traían consigo otras miradas y
otras inquietudes, pero sobre todo entendían al país de una manera muy
diferente a como lo habían hecho sus predecesores, gracias a eso surgieron
películas memorables como El Principio (Gonzalo
Martínez), Las Poquianchis (Cazals), Tiempo de Morir (Ripstein), Fe, Esperanza y Caridad (Alcroiza,
Bojórquez y Fons, 1972), y además
surgió, por fin, el documental, hasta entonces objeto meramente de la
propaganda gubernamental y por encargo donde de plano el Huapango de Moncayo,
más allá de sus virtudes, se convirtió en voz nacional, retórica sonora del
progreso, segundo himno y objeto de idolatría rítmica.
Apenas en 1958 el Instituto Nacional Indigenista
realiza el (su) primer documental, Todos
somos mexicanos, dirigido por José Arenas con fotografía de Nacho López, en
el que, con todos sus asegunes, pero por fin se habla de los indígenas con un
poquito más de realismo, aunque sin un dejo de conmiseración. A cambio, en 1976
Paul Leduc estremece con Etnocidio: notas
sobre el Mezquital. Estaba claro que el cine podía decir otras cosas. Y el
público lo celebró.
En el cine de ficción, se desvanece gradualmente
el prurito nacionalista por reivindicar la dignidad de los pueblos indígenas,
con un barniz de solemnidad, como en Raíces
(Benito Alazraky) o Ánimas Trujano (Ismael
Rodríguez), o mediante el preciosismo visual que resalta el misticismo
indígena, al estilo del cine del Indio Fernández,
o como en Macario (Roberto Gavaldón).
En paralelo, se incorpora una visión sobre los temas etnográficos y
antropológicos con más objetividad, en la obra de algunos cineastas como Luis
Alcoriza (Tarahumara, 1964, o Mecánica nacional, 1972) o Archibaldo
Burns (Juan Pérez Jolote, 1976; Oficio de
Tinieblas, 1980).
Es hasta los años setenta cuando se estabilizan
las bases del cine antropológico y etnográfico, cuya producción comienza a
realizarse de forma sistemática a través de entidades oficiales, como Conacine
y Conacite, pero especialmente el Centro de Producción de Cortometrajes, desde
la que se gestó un nutrido número filmes de enorme relevancia antropológica y
etnográfica. Más tarde, estas entidades serían absorbidas por el Instituto
Mexicano de Cinematografía y los fideicomisos que le dan forma a la
participación estatal dentro de la producción cinematográfica actualmente.
En este contexto, el cine documental transitó
paulatinamente del uso de la propaganda y la vocación didáctica hacia un cine
más riguroso, que realizan un grupo de cineastas y antropólogos, como es el caso de las cintas Iñosavi, tierra de nubes (1972) que
documenta la organización social y económica de una población de la Mixteca
Alta de Oaxaca, o Xantolo, Día de Muertos
(1973) que muestra la celebración del Día de Muertos en Alahualtitla,
Chicontepec, Veracruz. Asimismo, es determinante la incorporación de cineastas
de primer nivel que asumen el documental etnográfico y antropológico como su
medio de expresión, como Nicolás Echevarría, Eduardo Maldonado, Paul Leduc,
Óscar Menéndez, Rubén Gámez y otros.
La antropología visual, o el cine con vetas
antropológicas y etnográficas, ha tenido en años recientes cierto repunte,
gracias a una serie de condiciones vinculadas a los canales de difusión y
también al acceso a la tecnología digital que reduce costos y facilita
condiciones de producción. Además, se han diversificado las entidades que
producen material de estas características —lo que destraba en parte el tamiz
oficialista—, y se han incorporado cineastas con nuevos enfoques y búsquedas
estéticas y discursivas. Como da cuenta el presente libro, este tipo de cine
incorpora obras tan disímiles como la ficción de Bajo California, el límite del tiempo (Carlos Bolado, 1998) o el
documental de En el hoyo (Juan Carlos
Rulfo, 2005), que hablan sobre espacios y personajes de ámbitos y orígenes
distintos, en circunstancias muy contrastadas: los primeros en las
inmediaciones de las pinturas rupestres de San Francisco de la Sierra, Baja
California, y los segundos en las obras del segundo piso del periférico de la
Ciudad de México. Una brecha semejante como puede observarse entre De la calle (Gerardo Tort, 2000) y Los que se quedan (Rulfo y Carlos
Hagerman 2008) o El callejón de los
milagros (Jorge Fons, 2003) y Ramo de
fuego (Maureen Gosling y Ellen Osborne, 2001)
No fue el cine el que cambió a México sino que los
cambios en México gestaron y obligaron a realizar tanto en la ficción como en
el documental un cine diferente que se dio en llamar “nuevo cine mexicano”. Las
películas obedecían, recreaban y re-inventaban el contexto y los cambios
sociales que, además, obligaban a ejercer una nueva mirada sobre el propio
país. El idilio (casi) había terminado.
Es preciso referirse a la labor que han llevado a cabo en México cineastas y productores independientes, así como promotores que han impulsado nuevos espacios para la exhibición y difusión del cine etnográfico y documental, como recientemente ha sucedido en algunos festivales de cine como Morelia, Guadalajara y en Tepoztlán, donde se ha establecido un festival especializado en el documental. En este mismo sentido, debe resaltarse la labor de entidades como la gira Ambulante, que anualmente recorre el país con una amplia muestra de documentales, así como el festival Docs DF. Sin duda, todos ellos han contribuido a que se le confiera una nueva perspectiva al cine antropológico y etnográfico en México, para encontrar nuevas audiencias que disfruten y reflexiones sobre estas obra que realizan al alimón cineastas e investigadores de varias generaciones.
Javier González Rubio
Hugo Lara Chávez