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2017-08-09 00:00:00

Crítica: «Tiger Girl». Los vacíos de autoridad. Semana de Cine Alemán

Por: Rodrigo Garay Ysita

La ausencia que se reconoce como el motor primordial; una fuerza gravitacional de agujero negro que deja el monarca usurpado —un padre arrancado de la memoria— es el máximo provocador de cuerpos revolucionarios; sea por la cruzada nostálgica para recuperar lo perdido o por la conveniente oportunidad de tomar su lugar, cuando no está el jefe, se agitan las aguas. Esos vacíos de poder, en su inerte permanencia, catalizan las perversidades en movimiento.

Sus jóvenes habitantes parecen no darse cuenta, pero la microsociedad de “Tiger Girl” (Jakob Lass, 2017) está comprendida dentro de una falta generalizada de autoridad efectiva que habilita los coqueteos con la anarquía y la ley del más fuerte. Los repetidos actos de agresión que comete la titular Tiger en un principio —robos, asaltos, fraudes y desacatos absurdos— se traducen en la psicología maleable de la protagonista, la virginal Maggie/Vanilla, sin alguna figura intermediaria que les ponga un alto verdaderamente. Era entonces previsible que si esta dulce aspirante a policía no conocía a alguien con una personalidad más atractiva que la de una vengativa muchacha de pelo grasiento y sensual franqueza de oreja a oreja, por violento y poco racional que fuera su comportamiento, ésta se configuraría como un modelo a seguir o, como dirían los acólitos del psicoanálisis (que todavía hay), la voz impulsiva del ello se convertiría en el modelo imperativo del superyó.

En ese romance de las malas compañías se desarrolla el descenso (o ascenso, al gusto) de esta inocente rubia Maggie —Maria-Victoria Dragus, a quien vimos recientemente como otra alma corrompible en la más reciente película de Mungiu—, una dedicada aprendiz en la escuela de guardias de seguridad con aspiraciones al más alto cargo autoritario que, en su estima, ya decíamos, es la investidura policial. Para arruinar su impecable reputación de niña buena y enseñarle a vivir, la fortuna pone en su camino a Tiger —Ella Rumpf, a quien vimos recientemente como otra hermana abusiva en “Voraz” (Grave, 2016), de Julia Ducournau—, una mujer independiente, violenta e hilarante, que vive en un autobús abandonado y que subsiste gracias al robo hormiga y a sus creativas estafas de ciudadanos incautos. La asertividad extrema de Tiger corroe la vida laboral de su discípula hasta convertirla en otra persona: en la brutal Vanilla, no más bulleada sino bully consumada, errática e imparcial en la repartición de una nueva justicia que ya no depende de reglamentos o jerarquías para dictaminar los caprichos del puño ensangrentado.

La autolegitimación gradual de Vanilla como agente de poder se sacude en la pantalla con el ritmo incandescente de la juventud, elíptico por distraído e impetuoso, que gira sobre sus talones para el cambio de escena, que corta y salta para el cambio de calendario, que se permite sus arranques videocliperos sin exagerar demasiado porque, con la caída desde un primer piso en donde truena un tobillo para siempre, la que solía ser la más desmadrosa del dúo dinámico pierde el paso, por así decirlo, y comienza a darse cuenta de las cosas que se están escapando entre corte y corte: en un parpadeo, el amante ya la abandonado por otra, el sustituto de hermanito menor ya es un exitoso narcotraficante y, en la que es tal vez la distracción más costosa de todas, su protegida, expulsada de la academia que la formaba en la rectitud de la seguridad privada, le ha lavado el cerebro a dos brutos enamorados y es la emancipada líder de su propia pandilla, nueva reina de la violencia al transeúnte y del abuso de sus facultades sobre los débiles.

A diferencia de otras historias de crecimiento similares en el mainstream europeo del cine independiente, como la ya citada “Voraz” o como “Salvaje” (Wild, 2016), de Nicolette Krebitz, el despertar de Maggie no tiene nada que ver con el brote y la eventual aceptación de una feminidad ardiente, sino, al contrario, ocurre en el intento de apropiarse de un estatus de agresión imponente, territorial y vandálico que usualmente se asocia con la masculinidad más primitiva. Hay un cetro fálico que pasa de mano en mano: el bate de beisbol con el que una triada de borrachos calenturientos amenaza a la protagonista al inicio de la película designa al macho alfa de las relaciones entre víctimas y agresores. El bate pasa por otro personaje femenino cuyo rol es el único indicio explícito de una guerra de los sexos conquistada (“Pensé que eras hombre”) y termina, por supuesto, en manos de Vanilla, la victimaria. El uniforme de policía al que se hace alusión en varias ocasiones cumple una función semejante.

Hay también un elemento del terror generacional en el pase inadvertido de la antorcha entre las dos amigas. La conducta perfeccionada de Vanilla se rige por un código que para Tiger es incomprensible y sumamente peligroso, como cualquier viejo que se aterroriza por los vicios de las nuevas oleadas que vienen a reemplazarlo. Reaccionando ante la aparente falta de moralidad de una pupila que no la necesita más, Tiger aterriza en la resignación y la templanza. El otro signo inequívoco de que le ha llegado la vejez es su destino callejero de mujer eyectada, deshecha y desechada, boquiabierta por el súbito conocimiento de que ahora es un ser inútil a todas luces. Y es libre.