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2018-05-15 00:00:00

«Aferim!» y «Hostiles, violencia americana». Un paseo por la geografía del odio

Por Pedro Paunero

El país es la Rumania perteneciente al Imperio Turco Otomano. Una suerte de geografía del odio, toda bosques y nieves, recorrida por sacerdotes ortodoxos, gendarmes y gitanos, en la que cada acto, cada paso, se resuelve en un escupitajo para conjurar a los demonios y las maldiciones. La película es “Aferim!” (2015). Y es mucho más que eso, por supuesto. Es una especie de “Euro-Western” oriental, rodado en atinado blanco y negro, que tiene como fondo una historia que ha permanecido al margen de la historia mayor, la de la esclavitud gitana, un tema que a nadie había importado hasta ahora y mucho menos en el cine.

Costandin (Teodor Corban) es enviado tras los pasos de Carfin Pandolean (Toma Cuzin), un gitano huido del boyardo Iordache Cîndescu (Alexandru Dabija), quien no sólo lo maltrataba sino que se entera que este se acostaba con su esposa Sultana (Mihaela Sirbu) y busca aplicar en él un castigo ejemplar. Esta historia central da pie a conocer la mentalidad de la época, a inicios del Siglo XIX, en aquella Europa del Este, rural y brutal. Costandin se hace acompañar de su hijo Ionita (Mihai Comanoiu), a quien va enseñando ciertas “virtudes” y demasiados prejuicios a lo largo del camino. Los diálogos, rayanos en la comicidad, resultan, a un tiempo, inquietantes, por la carga de superstición y rencor que conllevan. Encuentran sacerdotes ortodoxos, viajeros otomanos, cuerpos de la gendarmería del país, restos de aldeas asaltadas y cuerpos desnudos de mujeres violadas, mientras continúan en su misión de atrapar y devolver al esclavo fugitivo a su dueño, que, aunque sabemos de antemano, lo castigará de manera sanguinaria, no deja de estallar en su final en pantalla, ante nuestros ojos azorados. En esta ruta de nieve, sangre y fuego, se topan con un sacerdote cuyo carromato ha varado en el camino, al que Costandin y su hijo ayudan a salir del malpaso, no sin antes escupir y conjurar porque “a los sacerdotes los sigue el diablo”, y al que el gendarme pregunta si los gitanos, a quienes todos denominan como “cuervos” por ser de piel oscura, son humanos o son una “raza de Satán”. El sacerdote le da una lección de historia, misma que, si tenemos un mínimo de conocimiento, sabremos que es falsa: los gitanos habrían llegado de Egipto (de ahí el apócope “gitano”, que provendría del término “egiptano”) y serían humanos, descendientes de Ham, el hijo negro de Noé. A su pregunta a la pareja sobre el otro apodo con el que se designa a los gitanos, Ionita, el hijo, contesta que “faraones”, lo que arranca en el sacerdote la expresión “¡Aferim!” (¡Bravo, has acertado!). De ahí el título de la película.

Los que no serían humanos, les confiesa el sacerdote, serían los judíos, y les cuenta una historia mítica, con la cual pretende justificar su antipatía racial, en la que Dios, antes de crear a la humanidad, habría creado una raza de judíos gigantes, malos y horribles, a quienes, al haberse percatado de su error, convertiría en polvo y de los cuales habría perdonado a unos pocos, antes de crear a Adán y Eva. Los judíos gigantes disminuirían de tamaño, a la par que se multiplicaban en una raza intolerante, culpable de matar al Cristo. Este “Hombre de Dios”, que explica que, cuando se encuentra con un judío lo hace afeitar y cortarle los rizos, porque “más vale un judío sin barba que una barba sin judío”, hace un listado de pueblos y países, mostrando su intolerancia y resentimiento racial, que, por terrible que sea, no carece de humor: “toda nación tiene su propósito –les explica al gendarme y su hijo, a gritos y furioso-, los judíos, estafar, los turcos, hacer daño, nosotros los rumanos, amar, honrar y sufrir como buenos cristianos. Y cada uno tiene sus hábitos. Los hebreos leen mucho. Los griegos hablan mucho, los turcos tienen muchas esposas, los árabes, muchos dientes, los alemanes fuman mucho, los húngaros comen mucho, los rusos beben mucho, los ingleses piensan mucho, los franceses aman la moda, los armenios son flojos, los circasianos usan mucho encaje, los italianos mienten mucho, los serbios hacen muchas trampas y los gitanos reciben muchos palos. Los gitanos tienen que ser esclavos. Ham echó bosta de caballo sobre Noé, y Noé los maldijo, para que fueran esclavos y negros como la mierda”.

Cuando dan con el paradero del fugitivo, al que esconde la familia de un cestero, se hacen acompañar por otro gitano escapado, un niño, Tintiric (Alberto Dinache), a quien, a pesar de las suplicas, Costandin terminará mandando a pesar en una balanza, como a un cerdo, y vendiéndolo por unas cuantas monedas en el mercado. Somos testigos, a la vez, de una especie de amistad naciente entre la pareja policial y los dos pobres gitanos, ya sea por compasión o por conveniencia y comprendemos, pues, que todos cumplen con el destino que se les ha impuesto.

Con un estilo de cámara distante, en el que se prescinde de los primeros planos, un tanto lenta, con varias escenas inolvidables, algunas de estas ya citadas, o como aquella que se desarrolla en una plaza pública, en la cual un gitano desfalleciente se ofrece él, y a todos los miembros de su familia, como esclavos, con tal de que no se les deje morir de hambre, “Aferim!” demuestra por qué le valió el Premio a Mejor Director (el Oso de plata), a Radu Jude, en la Berlinale 65.

La historia de lo que le sucede a un personaje, o a un grupo de personajes, mientras se desplazan del punto A al punto B, y los transforma, física y espiritualmente, en otra persona, es un tema tan antiguo como la narrativa misma, y se remonta a la Epopeya de Gilgamesh, hace cinco mil años, ni más ni menos, en la historia del rey de la antiquísima Uruk, que parte en busca de la planta que confiere la inmortalidad. La planta, que crecía en el paraíso, había quedado bajo las aguas del diluvio. Las aventuras que corre Gilgamesh en su busca nos son narradas en tablillas de barro en caracteres cuneiformes. En el siglo del revisionismo el viaje está supeditado a la ideología e, irónicamente, muchos aspectos políticamente incorrectos de otros siglos, reaparecen bajo la mirada de la corrección política de la actualidad. El Western (junto al cine de zombis de George A. Romero), único género auténticamente americano inventado para el cine resulta, en muchas ocasiones, en un extraordinario modelo de viaje iniciático en un marco de aventuras.

Christian Bale en "Hostiles"

 

En “Hostiles, violencia americana” (Hostiles, Scott Cooper, 2017), basada en una historia de Donald E. Stewart que llevaba décadas en el cajón, asistimos al espectáculo de un Western intenso, que pinta la atmósfera particular y finisecular, arañando ya el Siglo XX, cuando el Presidente Benjamin Harrison ordena la liberación y el traslado del viejo y moribundo jefe Cheyenne “Yellow Hawk” (Wes Studi), por parte del Capitán Joseph J. Blocker (Christian Bale), que tiene motivos de sobra para odiarlo, a morir dignamente en sus tierras ancestrales, mientras se encuentran a Rosalee Quaid (Rosamund Pike), la hermosa superviviente de una masacre perpetrada por los indios comanches, en la cual asesinaron a mansalva a su esposo, hijas y a su bebé, y la llevan también consigo, a través de tierras hostiles y salvajes. Los tiempos han cambiado, y el primer sorprendido, que al principio se rehúsa a obedecer las órdenes, resulta ser el Capitán Blocker, a quien amenazan sus superiores de jubilarlo sin derecho a pensión. La era de las guerras entre blancos e indios han quedado atrás y ahora la opinión pública se alza en contra del maltrato a los naturales. En realidad, como confiesa uno de los hombres encargados de la misión, Jeremiah Wilks (Bill Camp), gran amigo del Capitán Blocker, no sólo el viejo jefe indio carga con un pasado de asesinatos de hombres, ancianos, mujeres y niños, sino todos y cada uno de ellos. Así, Blocker, su puñado de soldados, la familia del viejo jefe y la joven viuda (la inconsolable señora Quaid), tendrán que enfrentarse a los mortales y cruentos ataques de los indios y, hacia la mitad del camino, con otro encargo, el traslado de un soldado americano, convertido, por obra y gracia del hacha, en asesino múltiple de toda una familia, para su ejecución en la horca, mientras las discrepancias al interior del grupo se hacen presentes y se ven obligados a unirse contra una banda de cazadores de pieles que raptan y violan a las mujeres.

“Hostiles”, que comienza con una cita de D. H. Lawrence que nos pone sobre aviso (“La esencial alma americana [estadounidense] es dura, aislada, estoica y asesina. Y nunca se ha dulcificado”), subraya y devela su trama en el subtítulo que se le ha otorgado en español, “Violencia americana”, porque, cuando por fin, tras haber hecho las paces del alma y del corazón, los dos irreconciliables enemigos, el jefe indio y el capitán estadunidense, al arribar a los bellos bosques y haber perdido hombres y parte de la familia, y el viejo jefe pueda morir en paz, aún tendrán que vérselas con los nuevos propietarios de las tierras de los antepasados, despojadores de la herencia sagrada, con quienes se batirán a tiros.

Entendámoslo, aquél se trataba del advenimiento de una nueva era. Porque en la película también se pone en claro la amistad que une a Blocker con uno de sus hombres, Henry Woodson (Jonathan Majors), soldado negro, mal herido, a quien el Capitán confiesa que lo hubiera llevado a cuestas, hasta quince veces, moribundo, de ser necesario.

La verdad que vislumbramos es que, el respetadísimo y honorable Capitán Blocker, por muy duro que fuera, se encuentra al final de su carrera, el pasado le pesa, está roto por dentro y es, en el fondo, un hombre sensible que sólo cumplía órdenes. La película no puede prescindir de ciertas escenas sentimentalistas y hasta melodramáticas, como las del Capitán gritando y llorando, con las manos empuñadas, al cielo nocturno, y que se han venido repitiendo en otros filmes (véase sino, “Mad Max, Fury Road”, con su concesión feminista del personaje de Imperator Furiosa, interpretado por Charlize Theron, que cae sobre la arena haciendo exactamente lo mismo, filmada dos años antes que “Hostiles”) y que rayan en el más puro estilo telenovelesco.

El revisionismo en el Western no es reciente, recordemos, por citar algunos ejemplos esenciales, las cintas “Un hombre llamado caballo” (A Man Called Horse, Elliot Silverstein, 1970), “Pequeño Gran Hombre” (Little Big Man, Arthur Penn, 1971) o “En nombre de la ley/Yo soy la ley” (Lawman, Michael Winner, 1971), todas de la década de los setenta, aquella que desmitificó el género con sangre y a golpe de conciencia y llegó, con una poderosa carga revisionista en el cine, hasta culminar con “Danza con lobos” (Dance with Wolves, Kevin Costner, 1990), pero que tenían como antecedentes unos títulos pioneros, de los años cincuenta, como “Flecha rota” (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950), “Los últimos comanches/El sable y la flecha” (Last of the Comanches, André De Toth, 1953) o “Yuma/Jefe búfalo azul/El vuelo de la flecha” (1957) del Gran maestro de la alienación Samuel Fuller.

Como tal, el revisionismo es un arma de dos filos. O se opta por darles voz a los marginados de la historia o se le vuelve un servil instrumento de las ideologías imperantes o de moda. El cine, escaparate siempre, arte o instrumento político, refleja la época que le ha tocado ser.