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Reporte de la semana

2018-09-06 00:00:00

Crítica: «El insulto». Más allá del monopolio del sufrimiento

Por Pedro Paunero

Yasser Abdallah Salameh (Kamel El Basha) capataz en una empresa de construcción libanesa, mientras trabaja en una calle, es mojado con el agua proveniente de un desagüe ilegal mientras un inquilino riega las plantas de su balcón. Yasser se dirige al apartamento del hombre, intenta razonar con él, diciéndole que su desagüe interfiere con las obras en la calle. El vecino le cierra la puerta en la cara. Nos enteramos que el hombre, Tony Hanna (Adel Karam), pertenece al partido cristiano libanés y Yasser es un refugiado palestino quien, encima de todo, está ilegalmente empleado en la compañía constructora.

Las cosas se caldean. El empleador de Yasser le pide que ofrezca una disculpa al señor Hanna, quien trabaja en su auto mientras escucha un discurso de odio, dirigido contra los palestinos, por la televisión. A Yasser le cuesta trabajo disculparse y Tony termina insultándole al expresar su deseo de que Ariel Sharon hubiera exterminado a todo el pueblo palestino, en el pasado, de una vez por todas. Yasser, enardecido, golpea a Tony, rompiéndole las costillas.

Lo que subyace bajo estos insultos de odio, que amenazan con convertirse en una batalla campal entre dos pueblos, acaso una guerra civil es, por supuesto, una marcada xenofobia. La ciudad se ve de pronto recorrida por simpatizantes de uno u otro de los implicados en el caso, salvajes motociclistas que enarbolan banderas, feroces enfrentamientos callejeros. Las cosas se enmarañan aún más cuando los implicados se van a juicio y la abogada defensora de Yasser resulta ser la hija del abogado acusador, perteneciente a una de las mejores firmas de abogados del país. En una clara muestra de superioridad, el abogado padre, Wajdi Wehbe (un magnífico Camille Salameh), logra aplastar evidencia tras evidencia y moción tras moción de su apocada hija, Nadine (Diamand Abou Abboud), hasta que, preocupado por el rumbo que van tomando las cosas, y basándose en nueva evidencia sobre su cliente descubre, en su pasado, una infancia marcada por la Masacre de Damour (un hecho de la Guerra Civil Libanesa), un idílico pueblecito bananero, a orillas del mar y al sur de Beirut, arrasado por miembros de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Cuando el mismo presidente del Líbano (interpretado por Tony Mehanna) interviene, pidiendo cordura a ambos implicados, las cosas parecen no poder empeorar más.

“El insulto” (Ziad Doueiri, 2017) es una película que mantiene al espectador atrapado en su creciente violencia, en su dosificado suspenso, en su intriga legal (que recuerda por momentos las electrizantes tramas de las novelas de John Grisham y que se aleja, definitivamente, de las historias leguleyas y policíacas de Erle Stanley Gardner y su Perry Mason) y que promete con estallarle en la cara, sólo para presentarle un decepcionante y optimista final, increíble, ingenuo y, hasta insensato. Vale la pena verla, a pesar de esto, por formular cuestiones fundamentales como son la indagación en la pisque de la persona aquejada por la guerra, es decir, quién es, en el fondo, la víctima y quién el victimario, en cualquier conflicto político y bélico, en el cual las partes (el pueblo mismo) no han pedido involucrarse.

La película se exhibe en varias salas del país y compitió en la pasada entrega de los Premio Óscar, en la categoría de “Mejor película extranjera”, la cual perdió ante el melodrama chileno “Una mujer fantástica” (Sebastián Lelio, 2017).

Una frase, formulada por el personaje del abogado Wajdi Wehbe, retendremos en nuestra memoria: “Nadie tiene el monopolio del sufrimiento”.