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2019-03-21 00:00:00

Silencio absoluto: La búsqueda de perfección del cine mudo (1): La decepción de Gorki

Por Pedro Paunero

"En el cine sólo se debe recurrir al diálogo cuando es imposible narrar de otra manera"
Alfred Hitchcock


Acaso la primera crónica periodística sobre el cine, no una crítica, se deba al escritor ruso Máximo Gorky (1868-1936). Gorky fue atraído por la novedad del cinematógrafo, las llamadas “fotografías animadas” y escribe sus, primero, asombradas impresiones, que no carecen de una sensación de horror, para después dudar de la naturaleza de la utilidad del cinematógrafo, cuando los Lumière lo publicitaban como de mero interés científico, y terminar su escrito de forma decepcionada, escandalizada incluso.

El texto, titulado “El reino de las sombras”, fue publicado en el diario “Nizhegorodski listok” el 4 de julio de 1896, y se enmarcaba en la exhibición que los Lumière hicieran de su invento en el marco del Festival de Nizhni-Novgorod. Gorky, avergonzado ante un espectáculo acontecido en un lugar tan vulgar (un establecimiento de mala fama), rehusó firmar con su nombre, en cambio usó el seudónimo “I. M. Pacatus”. Como le pasara a George Méliès, primero vio la proyección inmóvil sobre la pantalla, suponiendo que era una fotografía:

“Cuando se apagan las luces en la sala donde se expone el invento de Lumière, aparece de pronto en la pantalla una gran imagen de color gris. “Una calle de París”, sombras de un mal grabado. Si se observa fijamente, se ven coches, edificios y personas en diversas posturas, congeladas e inmóviles. Todo en un tono gris, el cielo allá arriba es también gris, no se anticipa nada nuevo en esta escena demasiado familiar, pues más de una vez hemos visto imágenes de las calles de París. Pero, de pronto, un raro estremecimiento recorre la pantalla y la imagen recobra vida. Los carruajes que llegan desde alguna parte de la perspectiva de la imagen se mueven hacia ti, hacia la oscuridad en la que estás sentado; más allá de las personas aparece algo que se destaca, más y más grande, a medida que se acerca a ti; en primer plano, unos niños juegan con un perro, pasan unos ciclistas, y los peatones cruzan la calle sorteando los coches. Todo se mueve, rebosa vitalidad y cuando se acerca al borde de la pantalla se desvanece tras ella, no se sabe dónde.”


Gorky está desencantado, el color del mundo, en las proyecciones, no existe. Toda acción captada –capturada- por la cámara, por muy viva que parezca, se sucede gris, muerta, en la pared:

“Y en el medio de todo, un silencio extraño, sin que se escuche el rumor de las ruedas, el sonido de los pasos o de las voces. Nada. Ni una sola nota de esa confusa sinfonía que acompaña siempre los movimientos de las personas. Calladamente, el follaje gris ceniza de los árboles se balancea con el viento y las grises siluetas de las personas, se diría que condenadas al eterno silencio y cruelmente castigadas al ser privadas de todos los colores de la vida, se deslizan en silencio sobre un suelo gris.

“Sus sonrisas son inanimadas, aunque sus movimientos están llenos de energía vital, tan ligeros que son casi imperceptibles.  Su sonrisa es muda, aunque puedes ver los músculos contraerse en los grises rostros. Ante ti se despliega una vida, una vida carente de palabras y despojada del espectro de los colores vitales: una vida gris, muda, desolada y lúgubre.

“La visión es espantosa, porque lo que se mueve son sombras, nada más que sombras. Encantamientos y fantasmas, los espíritus infernales que han sumido ciudades enteras en el sueño eterno acuden a la mente y es como si ante ti se materializase el arte malévolo de Merlín. Como si hubiese encantado la calle entera, como si, del tejado a los cimientos, hubiese aplastado los edificios de varios pisos hasta reducirlos al nivel del suelo. Ha empequeñecido a la gente en idéntica proporción, despojándola del poder de la palabra y difuminando los tonos del cielo y la tierra en una coloración gris monótona.”

Peor aún. ¿Por qué mostrar al público, en un prostíbulo, tal invento? Gorky no es tanto un visionario que previera el camino que el cine recorrería, como espectáculo, e incluso la aparición del cine pornográfico. Sus palabras finales se deben, sobre todo, al enorme peso que ejerce sobre él la atmósfera de antro del lugar en donde se exhibieron esas primeras películas de los Lumière, el establecimiento de Charles Aumont, donde “no se fomenta ni se da a conocer sino el vicio”, y donde “se venden besos”.

Escribe:

“Estoy persuadido de que estas imágenes serán pronto reemplazadas por otras más de acuerdo con el tono general del Concert Parisien. Por ejemplo, proyectarán una película titulada: “El desnudo”, o “La dama en el baño”, o “Una mujer en la intimidad”. También podrían filmar una sórdida pelea entre marido y mujer y ofrecérsela al público con el título de “Las bendiciones de la vida en familia”.

Sí, indudablemente se harán este tipo de películas. Ni lo bucólico ni lo idílico tienen ningún futuro en el mercado ruso, sediento de cosas picantes y extravagantes. También puedo sugerir algunos temas a desarrollar en cinematografía, para diversión del público. Por ejemplo: empalar un parásito de la actualidad sobre una estaca, según la costumbre turca, fotografiarlo y exhibirlo después”.

Gorky intuyó, así, los filmes picantes que una productora austriaca, la casa Saturn Films, realizaría durante la década siguiente (de 1906 a 1911, en que fue obligada a cerrar sus puertas), dominando el mercado erótico, no del todo pornográfico; su propietario, el fotógrafo Johann Schwarzer (1880-1914), pasó de ser fotógrafo familiar a director exitoso a través de las “Herrenabende” o “Sesiones para hombres solos”, antecedentes de las funciones de medianoche. Schwarzer insistía en el carácter artístico de sus filmes, y de la búsqueda de la estética. Los títulos que Gorky inventa bien podían titular cualquiera de los cortos de esta productora. El mismo año que el escritor ruso asistía al establecimiento de Aumont, Albert Kirchner (1860-1901), bajo el seudónimo de Léar, trabajando para el director y pornógrafo Eugène Pirou (1841-1909), que lo produjo, aparecía con el corto “Le Coucher de la Mariée”, con la actriz Louis Willy haciendo un Striptease. Ese mismo año, en los kinetoscopios (la cabina visora de Edison, que sólo permitía a una sola persona el ver los cortos, a través de una ranura), las películas de bailarinas de vientre se hicieron muy populares. Y también fueron, por vez primera, objeto de la censura. Damos por hecho que, los gemidos y exclamaciones de placer, estaban ausentes en aquellos breves minutos de picaresco celuloide.  

Gorky-Pacatus se pregunta, si los Lumière pasean su invento con un afán meramente científico por el mundo, por qué han ido a parar ahí, precisamente:

“¿Por qué pues en el Aumont, entre las “víctimas de las necesidades sociales” y entre los holgazanes que compran aquí amor? ¿Por qué entre todos los locales han escogido éste para la exhibición de la última conquista científica? Es probable que el descubrimiento de Lumière se perfeccione rápidamente, pero lo hará en el espíritu de la Aumont-Toulon and Company.”

Lo que nos ilustra sobre el poco cuidado que tenían los Lumière y sus operadores, a la hora de escoger el sitio para exhibir sus películas. Y, sobre todo, que en esas primeras exhibiciones, el cine ya prefiguraba su futuro público, uno que buscaba entretenimiento, novedad, escape de la realidad, sobre todo. Antes del “Cinéma Verité” y el documental, las películas de los Lumière, fragmentos de la cotidianidad francesa, proto documentales, fueron vistos con interés escapista.

Podemos identificar los títulos de las películas que Gorky vio, “La salida de la fábrica Lumière en Lyon” (La Sortie de l'usine Lumière à Lyon, 1895), de la que escribió:

“Las obreras de una fábrica, formando un grupo compacto, alegre y risueño, salen corriendo a la calle. También esto queda fuera de lugar en el Aumont. ¿Por qué recordar aquí la posibilidad de una vida limpia, de trabajo? No tiene ningún sentido. En el mejor de los casos, esta película no hará sino conmover dolorosamente a la mujer que comercia con su sexo.”

En el texto el mismo autor menciona “El desayuno del bebé” (“Le déjéneur de bébé”, 1895), sobre la que anotó:

“Una joven pareja con su regordete primogénito se sienta a la mesa del desayuno. ¡La pareja está tan enamorada, son tan encantadores, alegres y felices, y el niño es tan gracioso! La escena logra una impresión de belleza y felicidad. ¿Tiene esta escena familiar sentido en el Aumont?”

También “La llegada del tren a la estación de La Ciotat” (L'Arrivée d'un train en gare de La Ciotat/L'arrivée d'un train à La Ciotat, 1895):

“De este modo ha empujado su grotesca creación a un rincón de un oscuro restaurante. Repentinamente se escucha un chasquido, todo se desvanece y aparece ante ti un tren en la pantalla. Se lanza directamente hacia ti, ¡cuidado! Da la impresión de que va a precipitarse en la oscuridad sobre el espectador, convirtiéndolo en un montón de carne lacerada y huesos astillados y reduciendo a polvo y fragmentos rotos esta sala y el edificio entero, lleno como está de mujeres, vino, música y vicio.

“Pero también éste es un tren de las sombras.

“Sin un ruido, la locomotora desaparece por el borde de la pantalla. El tren se detiene y una serie de figuras grises surgen mudas de los vagones, saludan en silencio a sus amigos, ríen, andan, corren, rebullen y… se van”.

“La partida de cartas” (Partie de cartes, 1895):

“Aparece entonces otra imagen. Tres hombres sentados a una mesa, jugando a las cartas. Sus rostros están tensos, sus manos se mueven con rapidez. La avaricia de los jugadores es traicionada por los temblorosos dedos y la contracción de los músculos faciales. Juegan… De repente, estallan en risas y el camarero que se había detenido con la cerveza junto a su mesa se ríe también. Ríen hasta desternillarse sin emitir un solo sonido. Da la impresión de que hubiesen muerto y sus sombras estuviesen condenadas a jugar a las cartas en silencio para toda la eternidad”.

Y “El regador regado” (L'arroseur arrosé, 1895), basado en una tira cómica de Hermann Vogel, que ya se daba en pases de la antigua linterna mágica, antecesora del cine, de la que los Lumière harían, involuntariamente tal vez, la primera ficción con argumento en el cine, así como la primera película cómica, con el primer actor (no profesional) pagado de la historia, el jardinero François Clerc. La película llevaría el título inicial de “Le Jardinier et le Petit Espiègle” pero que terminaría conociéndose con el de “L’arroseur arrosé). Gorky escribiría sobre este:

“Otra imagen. Un jardinero está regando las flores. El chorro de agua gris, que sale de la manguera, se deshace en forma de fina lluvia. Cae sobre los macizos de flores y las briznas de hierba, aplastadas por el agua. Sale un chiquillo que pisa la manguera cerrando el paso del agua. El jardinero contempla la boca de la manguera y en el mismo momento el chico retira el pie, con lo cual el jardinero recibe el chorro en plena cara. El espectador imagina que la lluvia va a alcanzarlo, y tiene el impulso de protegerse. Pero en la pantalla el jardinero está ya persiguiendo al granuja por todo el jardín, y cuando lo atrapa le propina una paliza. Pero la paliza es muda, y tampoco se escucha el gorgoteo del agua que fluye de la manguera abandonada en el suelo”.

Por Gorky sabemos que la leyenda aquella, la de los ingenuos, y sorprendidos asistentes a la primera función del cine (el cinematógrafo), aquél 28 de diciembre de 1895 en París, en el Salon indien du Grand Café (un sótano situado en el nº14 del Bulevar de las Capuchinas, en el IX Distrito de París), la que dice que aquellos espectadores se asustaron, cuando creyeron que el tren se les venía encima, es cierta. Antes de la tecnología 3D y sus derivados, los espectadores tenían la asombrosa impresión que, la acción de las imágenes que veían proyectadas, podían alcanzarlos, pasarles por encima, afectarlos.

Pero lo que se debe destacar, sobre todo, para los fines que nos interesan, son las descripciones una y otra vez repetidas, de la naturaleza “gris” y “silenciosa” del primitivo cine de los Lumière. La exhibición a la que Gorky asistió no estaba musicalizada en vivo, por supuesto. Gorky suponía, daba por hecho, que el cinematógrafo sería así, quizá siempre así, en blanco y negro y silente:

“Esta vida, gris y muda, acaba por trastornarte y deprimirte. Parece que transmite una advertencia, cargada de vago pero siniestro sentido, ante la cual tu corazón se estremece. Te olvidas de dónde estás. Extrañas imaginaciones invaden la mente y la conciencia empieza a debilitarse y a obnubilarse…”   

Lo que para Gorky, espectador precursor, escritor lúcido, casi clarividente, constituía un defecto (no llegó a adivinarlo como un arte naciente), con el desarrollo de la comedia, se erigió en arte del silencio. Si el cine era mudo, los cineastas se prodigaron en la búsqueda del silencio absoluto, es decir, de contar historias mediante el poder de las puras imágenes, sin intercesión del sonido. Un lenguaje del cuerpo, de las acciones del cuerpo. De los gestos, de las miradas y de un elemento típicamente reconocido como del cine mudo, y que muchas veces, a nosotros, espectadores nacidos después de aquella era, llega a cansarnos o a provocar la risa involuntaria debido a su tono muy marcado: la mímica exagerada, que raya en lo melodramático y cursi.

LEE LA SEGUNDA PARTE: Silencio absoluto: La búsqueda de perfección del cine mudo (2): de Chaplin a Dziga Vértov