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2021-01-22 00:00:00

«Coapa Heights». Un trip nini desinhibido y cumplidor

“Villa Coapa, donde la mujer es ‘goapa’, Coapa”

Escribimos, Rubén Pintos y Pedro Paunero, sobre “Coapa Heights”, una cinta que ha devenido en película de culto desde que fuera lanzada en formato de video casero y, posteriormente, en las redes, en un ejercicio de colaboración pero, sobre todo, de diversión, al revisar este título que va más allá del localismo –que también refleja–, y en el cual muchos han encontrado un rato de evasión y nostalgia.

Por Pedro Paunero

“Coapa Heights” (1999), de Yibran Asuad, el responsable de la edición de películas como “Güeros” (2014) y “Museo” (2918), ambas de Alonso Ruizpalacios, “Sanctorum” (2019), de Joshua Gil, o la justamente celebrada “Ya no estoy aquí” (2019), de Fernando Frías, incluye entre su elenco a Diego Luna, Jesús Ochoa (como Lope Todopoderoso, un agente judicial con visión cibernética) y a Edwarda Gurrola (que también funge como productora, e interpreta a la novia –siempre en las nubes–, de un dealer), inmersos en una odisea urbana, a medio camino del escape (la Road Movie, “a la chilanga”), y el trip nini desinhibido y, socialmente, cumplidor. La cámara sigue a un par de esos jóvenes desocupados, que sólo buscan “conectar” –suena la canción “Demolición” (que data de 1964), de la banda peruana, pionera del punk, “Los Saicos”, que empata perfectamente con la informe y anárquica trama–, el mandón Eric (Diego Luna), y “el Harris” (Martín Altomaro), siempre despistado, con anteojos oscuros, cabello engominado, peinado hacia atrás, y aparatos ortodóncicos monstruosos, en paralelismo con el otro personaje, el “Dientes”, un delincuente de poca monta –se entiende–, navajero y, posteriormente, taxista, secuestrador y pistolero, con problemas de prognatismo (de ahí el mote que lleva), interpretado por Héctor Dávila, pero sería ocioso buscar un significado en lo que no es sino una ocurrencia del director, en la que –se nota–, los actores involucrados se están divirtiendo de lo lindo con sus papeles.

¿Cuándo un videohome  –que se vendió en “el Chopo”, con todo y stickers, según testimonios en las redes–, se vuelve película de culto? A veces, cuando su público tiene la oportunidad de reflejarse en lo que mira, como en este caso. “Coapa Heights” funciona como cápsula del tiempo involuntaria –en su momento esta zona, localizada al sur de la Ciudad de México, se concibió como dormitorio para los encargados de los medios de comunicación que cubrieron los Juegos Olímpicos de México ´68, y marcó profundamente a sus habitantes, con una identidad propia dentro de la megalópolis–, tan sólo por la nostalgia “coapeña” de lo que aparece en la película (en algunas escenas de manera borrosa, tomadas con cámara en mano desde algún auto en movimiento): esa heladería que alguna vez se llamó Danesa 33, que ya no está, Plaza Coapa, los Cinemas Gemelos, la Glorieta de Vaqueritos, la Unidad Habitacional Villa Coapa, el chavo fresa que lava su auto al ritmo de Jon Bon Jovi, y que refleja la fascinación de los “coapeños” por los autos, o las “Zuper Vacaciones”, de María Daniela y Su Sonido Lasser (Electropop), que suenan al final, y cuya letra también alude a esa biogeografía claramente chilanga:

Hoy me invitó CG a jugar en Liverpool
Creo que se equivocó, donde trabaja es divertido
Antes Skatorama, y ahora el Parque Hundido…

Que se acompaña, así mismo, de la música electrónica de Sonido Lasser Drakar, en una historia que comienza por el final, en un guion desestructurado que, incluso, permite la aparición de Rocío Boliver, “la Congelada de Uva” (cariñosamente llamada “la Conge”, por aquellos que han seguido sus performances pornoterroristas durante años), como una Stripper que asesinan al principio, durante algún ajuste –o desajuste– de cuentas entre traficantes, y que resalta como una escena metida con cuña, ridícula por su falsa violencia onírica, divertida por su anti esteticismo, pero acorde a su naturaleza de video casero.     

El relato recoge tan sólo unas horas en la vida –y, así mismo, de la muerte, de dos o tres personajes que pierden la vida tan gratuitamente como la obtuvieron, que promueve a reírnos, incluyendo la de aquellos extras conseguidos en la calle, la mayoría una panda de niños que rodean al “Dientes”, al primo de Eric y a otro amigo ebrio, mientras se tranzan a navajazos, que apenas disimulan el estallido de risa que les asoma a los labios–, en su andadura por esas reconocibles calles y cruces e hitos arquitectónicos de Coapa –y algunos otros lugares de la ciudad–, en busca de drogas a bordo de un Atlantic de color rojo, cuyo motor muele al gato de Kimberly que, desde entonces, se la pasará pasándose bajo la nariz el resto de su mascota –la cola–, como si ello de ofreciera un consuelo mal actuado. Y eso es todo. Ni siquiera sirve como denuncia, o metáfora mal pergeñada, la escena del parque, en la que el “policleto” (Moisés Álvarez) establece una alianza con “el Spin” (Alejandro Calva), un dealer que le da el “pitazo” desde la distancia (agitando un trapo que lleva en la mano), cada vez que le vende droga a un cliente, para que aquel lo detenga, le “baje una lana” y, de paso, la dosis, para establecer un negocio redondo. Todo esto no lleva sino a la risa, tan acostumbrados estamos a un tipo de cine barato e inocentón –que no cínico–, en el cual los males de la sociedad son asumidos como fuerzas naturales –¡qué lejos estamos del fatalismo de Noir bien hecho!– que, simplemente, ocurren (como a un nivel cósmico) y de las que no queda otra que bromear. 

No creo que, como afirmara aquél usuario que tundieron en Twitter, al aludir que, para entender “Roma” –la laureada película de Cuarón–, hay que vivir en la Colonia Roma, o en Coapa como sucede aquí, para comprender algo de “Coapa Heights” (no hay “chistes privados” en su exposición), si bien, como apunté arriba, en la película hay un claro juego de desestructurar el guion –resultado, me parece, del trabajo del director como editor en filmes de otros realizadores–, la cinta cumple un cometido, también lúdico, de inclusión del vecino, del paseante, de la gente de a pie y hasta del niño que juega en los andadores, en su diégesis, gente que ni siquiera cobró un peso –de acuerdo a la nota de agradecimiento de los créditos finales–, y tuvo que esperar los años que van de 1999, año del rodaje, hasta 2003, en que fue lanzado en video, para señalarse con el dedo –hacia la pantalla–, desde el sofá de la casa, en la escena donde aparecía él, ella o el vecino de al lado, y gozar con ello. La película cumplió. Y sigue cumpliendo.   
 

Por Rubén Martínez Pintos

Pretender explorar el terreno del cine de culto hecho en México es entrar a un área nebulosa donde las cosas no son muy claras como deberían ser. El cine mexicano se ha enfocado, a veces con cierta desesperación, en producir clásicos, cine que inspire respeto y que compita con industrias de otros países en festivales de renombre, pero difícilmente podemos encontrar películas de culto bien definidas. Tenemos, efectivamente, clásicos del celuloide como “Los olvidados”, “El castillo de la pureza”, “Ahí está el detalle”, “Canoa”, “Ánimas Trujano” entre otras. Sin embargo, lograr señalar obras que se les pueda considerar de culto es un asunto truculento y hasta ambiguo. “Los Caifanes” y “Santa Sangre” resaltan por ahí y después tenemos casos como “Tres lancheros muy picudos”, que parece obedecer más a una fugaz moda de redes sociales que a un verdadero culto. Dudo que la mayoría que la idolatraron hayan visto más de un par de clips en YouTube.

Películas como “Evil Dead”, “The Warriors”, “The Big Lebowski”, “This is Spinal Tap” y “Blade Runner” tienen apasionados que se saben diálogos de memoria, que se visten de sus personajes favoritos y que conmemoran cada año reuniones especiales para ver estas cintas a las que les son devotos. Su afición va más allá del aprecio académico o incluso de un afecto entrañable o hobby. Existe un culto al cine, a la imagen que esta proyecta en nuestra psique, la cual juega con nuestro subconsciente como gato con un hilo. El cine mexicano parece que aún batalla para crear avatares que logren dejar huella de esta manera. Nosotros los Nobles sería quizás lo más cercano a un fenómeno que se ajuste a los parámetros de una cinta de culto en años recientes. Con sus personajes y algunas frases traspasadas al colectivo popular, a los memes de redes y a conversaciones de oficina o llevadas a cabo en una cena familiar.

“Coapa Heights” sería un caso de la cinta de culto esotérica, que conecta específicamente con un sector del público que se identifica con la idiosincrasia de sus personajes y el entorno en el que se manejan, en este caso la zona de Coapa de la Ciudad de México. “Hay que ser de Coapa para entenderla”, decían algunas frases de usuarios en redes que me encontré. Al no ser un servidor originario de dicha zona no puedo confirmar o desmentir esta declaración pero definitivamente puedo constatar que los personajes y la historia, una que apenas se acerca a la anécdota, trata de subrayar su personalidad de una forma ajena al “nuevo cine mexicano” que se producía en aquella época de finales de los 90, sumido en su melancolía y depresión de una clase media que aún extrañaba los tres ceros que le habían quitado al peso.

Dealers y yonquis adictos a estupefacientes y al valemadrismo son los que pululan este relato y se mueven en la Coapa donde la gente es “Goapa”. Sus exabruptos y mentadas, junto a sus tropiezos con otros delincuentes menores, de a ratos parecen hacer eco de “Friday”, aquella comedia afroamericana de la misma década donde Ice Cube y Chris Tucker pasaban el día con un “joint” en la mano y un “Damn Nigga” (el equivalen al “qué pedo, wey” mexicano) en la boca. La vida de los suburbios negros del vecino del norte era colorida, casi amena, mientras que acá tenemos un relato más grotesco que si bien se aleja de las caricaturas de los chacales de barrio de varias cintas mexicanas contemporáneas termina por crear sus propias caricaturas. Personajes con dentaduras maltrechas y judiciales brillosos son algunos de los seres que vemos aquí. Se confirma que los personajes marginados y que operan en la ilegalidad se mantienen como parte esencial del cine hecho en nuestro país. Desde los pachucos hasta los policías corruptos; estafadores, gánsteres, prostitutas, padrotes y borrachos de cantina. Todo lo que la sociedad de bien trata de barrer bajo la alfombra siempre han sido, de un modo u otro, parte esencial de varias historias fílmicas nacionales.

No puedo decir que me fascinó este videohome filmado a veces con energía y  a veces con la insistencia hiperactiva de un niño que te repite la nueva palabrota que aprendió. Sus cortes a clips de la “Carabina de Ambrosio” y a una voz en off que divaga me parecían inyecciones de kitsch un tanto forzadas. Sin embargo, puedo ver porque cierto sector demográfico la tiene en estima. La cinta exige tu atención, todo lo contrario a mucho cine mexicano que parecer estar conforme con mantener una relación fría y apática con el espectador. El lenguaje del séptimo arte en México requiere urgentemente liberar ese hermetismo y esas ínfulas equivocadas de gran importancia que se da. Solo así podremos hablar entonces de un cine que busque no ganancias de taquilla nada más, sino conectar con quienes se sientan a verlo en la salas de los cines y de los hogares de este país. La existencia de películas como “Coapa Heights”, “Utopia 7”, “La Cumbia Asesina” entre otras deben motivar a otros realizadores mexicanos a pensar fuera del molde y a hacer ruptura. Ahora más que nunca se necesita un cine que haga ruido en este México tan extraño y contradictorio.