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2021-03-30 00:00:00

«Soledad», de Paul Fejös. Una joya entre dos grandes épocas del cine

Por Pedro Paunero

Para Sr. Soledad, en conmemoración de
su primer libro

Hace cien años despertaba Nueva York. Era una ciudad con calles ya atestadas, recorridas por autos y, todavía, por coches tirados por caballos, emparejándose los unos a los otros. Se turnaban los silbatos de los agentes de tránsito con los bocinazos de los automóviles y es, en este metraje de celuloide encantador, en el que escuchamos todo este batiburrillo de sonidos antes que Mary (Barbara Kent), abra los ojos con ayuda de su despertador. Hagamos una pausa. ¿Qué estamos mirando? Mary abre los ojos en lo que es una película muda, pero escuchamos los sonidos de una mañana citadina. Tanto “vemos el bullicio” como “escuchamos las prisas” de la gran ciudad, y nos aprestamos para conocer y atestiguar este fragmento de vida, tan ingenuo como conmovedor, a medio camino de dos grandes etapas históricas del cine. Tomemos en cuenta esto y, no lo olvidemos para lo que veremos más adelante.

Mary se despereza. La habitación es pobre, pero ella se permite tiempo para la sonrisa y, a pesar que esta ya no es una de esas épicas victorianas, desproporcionadas y grandilocuentes, con exageradísimas actuaciones de los actores de D. W. Griffith –una manera ya anticuada de actuar, y que le pesaba a Lillian Gish, obligada a ello–, no podemos ignorar lo teatral de la actuación de Barbara Kent. Se da prisa, se viste, mira el despertador y sale a la calle. Llegará tarde al trabajo. Montaje en paralelo. En otra habitación Jim (Glenn Tyron), despierta a la vez. No ha escuchado el despertador y es que, cuando lo toma en la mano, se percata que no ha puesto la alarma. Jim, efectivamente, llegará tarde. Se desnuda, se cambia aprisa, bosteza. Tiene sueño, es evidente. Mira el reloj. ¡Aprisa! Se somete a un “baño vaquero” y no se rasura. En un restaurante, Mary coge su bandeja con el desayuno. Jim, sin dejar de mirar el reloj de pared del restaurante, pide el suyo. Jim nos recuerda a aquellas personas que podemos ver en el Metro, o a bordo de su auto y quienes, ante el rojo del semáforo, aprovechan para maquillarse o peinarse o seguir poniéndose la ropa porque les han sorprendido las prisas. En pleno restaurante se pone la corbata. La película no ha perdido vigencia en estos aspectos.
   
“Soledad” fue una de esas películas que, no obstante haber sido rodadas antes –o durante– el proceso de aparición del cine sonoro, y el estreno de “El cantor de Jazz” (The Jazz Singer, 1927), de Alan Crosland (la primera auténtica película con sonido sincronizado y, en realidad, todo un experimento atrevido en el uso ingenioso de los silencios, al comenzar como una película muda común y corriente, y ofrecernos la sorpresiva puesta en escena del protagonista al empezar a cantar), fueron alcanzadas por dicho acontecimiento y los productores, ante el éxito arrollador de dicha película, decidieron incluir escenas habladas. Así, “Soledad” se inscribe entre aquellas cintas en las que, comercialmente, fue aceptada la irrupción de la nueva tecnología, y para las cuales de manera precipitada se decidió por la “conversión” hacia el novedoso fenómeno cinematográfico, en oposición de algunos que se resistieron (como Chaplin, al principio) y continuaron rodando películas mudas.

Luego viene la corretiza en el Metro. Vemos un horizonte continuo de sombreros, y a los humanos, convertidos en una recua de mulas, tratando de entrar a empujones y codazos, al vagón. El calor. Los malos olores. Los apretones. La salida a las calles. La llegada al trabajo. Y el reloj, que no para, en una sobreimpresión que nos habla de ese flujo de tiempo acelerado.

En “Soledad” se nota esa premura, esa especie de angustia por “no quedarse atrás” en una nueva era del cine que apartaba, como a vejestorios, los filmes silentes en lo que fuera un antes y un después en la historia del celuloide.

Jim es un obrero, Mary una telefonista. Vemos, en paralelo, escenas de cada uno, en su respectivo trabajo. Enajenados. Es cuando caemos en la cuenta –es decir, tomamos consciencia–, de que “Soledad” es también un testimonio de época, una suerte de documento arqueológico, tanto de la soledad de sus protagonistas como de las costumbres y empleos –ya desaparecidos–, de los años 20´s del Siglo XX. Particularmente interesante resulta la escena de Mary quien, sin perder la sonrisa, va comunicando a los muchos usuarios del teléfono y solicitan sus servicios, y de quienes vemos sus rostros –algunos de los cuales pierden los estribos–, en otras ingeniosas sobreimpresiones. 

Al suponer que la película se quedaría atrás, con respecto a otras, es que las escenas sonoras se resuelven torpemente, y la pareja protagonista, por instantes, no parece saber qué decir a continuación, obstáculo que, incluso, entorpece la actuación.

Podría decirse que, en parte, “Soledad” es un cine–poema, y podría inscribirse en ese subgénero denominado “Sinfonía de ciudades”, debido al montaje creativo para situar a los protagonistas en sus repetitivos como enloquecedores empleos, y en sus propios “tiempos” de ocio; una puesta en la balanza del trabajo y del esparcimiento en una geografía localizada de la urbanidad, así como de la misma ciudad en contraste con el escape hacia la naturaleza y los espacios abiertos. Al ver “Soledad” es inevitable que nos vengan a la memoria filmes como “Y el mundo marcha” (The Crowd, 1928), esa portentosa cinta de King Vidor, “Los muelles de Nueva York” (The Docks of New York, 1928), una de las obras maestras de Josef von Sternberg, y el cine–poema sinfónico–citadino propiamente dicho, “Lluvia” (Regen, 1929), de Joris Ivens, películas que retrataban su época de manera impresionista, como expresionista, y la rescataban en la historia, para nosotros.

¿Y, a dónde pueden ir, por el fin de semana, un par de empleados neoyorkinos durante los “alegres veintes”, ese período de inocencia previo a la Gran Depresión? A la salida del trabajo, todavía son conocerse, Mary y Jim miran cómo sus compañeros se encuentran con sus novios y novias respectivos, y sienten el peso de esa soledad citadina. Todo el mundo parte a Coney Island y, cuando las parejas de amigos les proponen a Jim y Mary que les acompañen, piensan que sólo harían mal tercio, así que mienten piadosamente, muy a su pesar, y se encierran en sus cuartos. Resignado, Jim se dispone a aburrirse. Le da vuelta a la manivela del fonógrafo y escuchamos por unos segundos una canción. Quita el disco, molesto, e intenta leer algo y la música, que llega desde la calle, proveniente de un camión que transporta músicos de jazz, lo obliga a asomarse a la ventana: “Mucha diversión. Este sábado 3 de julio, en la playa”, anuncia el letrero en el camión, como una promesa sobre lo que le espera la víspera del día de la independencia. 

Mary llega acalorada a su cuarto. Se echa sobre un sillón, se abanica con una revista. Entonces la música proveniente del mismo camión la llama a la ventana. Una sonrisa le asoma en la cara. Ambos se visten sus mejores galas y, poco después, los vemos en el mismo turibús: “Boleto de ida y vuelta a la playa: 1 dólar”. Jim mira a esa chica, delante, a Mary, que lleva un sombrero amplio y coqueto, y que le llama la atención, pero no le habla todavía. Y, por fin, ¡Luna Park! Sinónimo de evasión a principios del siglo, este fue el antecedente de Disneylandia y donde las atracciones estaban inspiradas en novelas como “20, 000 leguas de viaje submarino”, o “La guerra de los mundos”, que el mismo cine adaptaría después para la pantalla, así como una diversión muy particular, denominada “Viaje a la luna”, que le daría –así, en español–, su nombre al parque. Fotografías, helados, hamburguesas, serpentinas y confeti; todo eso y mucho más era Luna Park, la vanguardia de la evasión urbana. Entre la muchedumbre, Jim ya le ha echado el ojo a Mary. Por unos instantes la pierde de vista. Echa una moneda a una máquina que predice el futuro: “Estás a punto de encontrar lo que desea tu corazón”. En el espejo de la máquina se refleja el sonriente rostro de ella. Cuando la alcanza, comienza realmente el “flirt”. Al principio ella finge ignorarlo, pero la playa, y la soledad…     

A pesar de esa torpeza actoral, es conmovedor escuchar la voz de la joven y guapa Barbara Kent, afectada encantadoramente –en su personaje de Mary–, por el “flirt” a que se ve sometida por parte de Jim, en la voz de Glenn Tyron quien resulta ser el más torpe de los dos. Así, no sólo la “pena” (podemos imaginar el rubor de Mary) de un par de personajes que descubren que se atraen físicamente es notorio, sino que la inicial incapacidad de los actores que los encarnan –rebasados por la tecnología, presionados por hacerlos hablar–, da como resultado una escena metacinematográfica. Esa presión, esa premura, esa torpeza de Barbara Kent y Glenn Tyron, afectan marcadamente –y de manera positiva–, a los personajes de Mary y Jim. Viéndolo de esta manera, ya no nos parece tan mala esa idea de meter con cuña estas escenas habladas en lo que es, esencialmente, un filme mudo. Convertida, pues, en una “part talkie” (poco hablada, y mucho de esta desarrollada en silencio), en “Soledad” escuchamos este diálogo, todavía en la playa, con ambos sobre la arena, en sus trajes de baño, rodeados por la muchedumbre, con otros trajes de baño en los que resaltan las rayas y entre varias enormes sombrillas de playa, mientras Jim tontea con ella, poniéndose cabeza abajo y arrancándole una sonrisa:
–Hola –dice, sobre el hombro de Mary, sentado de lado, las piernas recogidas.
Mary se vuelve, la cara radiante, toda sonrisa.
–Hola.
–Buen día ¿verdad?
–Sí, es cierto.
–Hay oleaje, es perfecto. Justo como tú.
–¡Ah, cállate!
–¿Sabes que es una suerte? No iba a dejar mi yate hoy –Mary, o Barbara Kent, abre la boca y emite un sonido, pero se ve interrumpida por Jim–: No te hubiera conocido.
–¿Tienes un yate? –el diálogo de ella casi se interpone sobre el de él, dejando entrever la actuación forzada.
–¿Que si tengo? ¡Un palacio flotante!
–¿Sabes? Tuve que poner pasamanos para que las personas se agarraran. Tengo tantos amigos.
–Nunca había oído lo de pasamanos en un yate.
–Bueno, verás, tuve la idea mientras iba a trabajar cada mañana, en el Metro, a Wall Street.
–¿Estás en Wall Street?
–Sí, de hecho tengo 80 acres en el distrito financiero. Si los tuviera en California, los vendería y te compraría el mundo entero.
–Es una broma.
–Mi nombre es Jim ¿Cuál es el tuyo?
–Mary –responde ella, con voz melosa, sonriendo apenada.
–Apuesto a que es Mary Smith.
–Apuesto a que no –su voz coquetea, sus caras se acercan todavía más.
–Bueno, Mary, has encontrado a tu corderito. Te voy a seguir donde quiera que vayas –Jim emite un sonido, como si el diálogo pudiera haber continuado, pero la escena se interrumpe, otra vez, por una secuencia muda, con nuestros personajes abriéndose paso entre la muchedumbre y la arena. Jim la sostiene de los brazos, por detrás, llevándola hasta el mar, donde juguetean como adolescentes, enamorándose cada vez más.

Este diálogo juguetón (nadie lo ha señalado antes), resulta bastante interesante por una cuestión histórica que podría escapársenos. Cuando Jim le dice a Mary que ha encontrado a su corderito, se refiere a la clásica canción infantil en inglés “Mary Had a Little Lamb”, compuesta en 1830 por Sarah Josepha Hale, una maestra rural estadounidense que se topó un día con que una de sus alumnas llegaba al salón de clases acompañada de su mascota, un cordero, incidente que es retratado en los versos. La canción fue publicada por la editorial Boston Marsh, Capen & Lyon, a la que Lowell Mason, afamado compositor de himnos eclesiásticos, le puso música. Pero, lo que importa para la historia del cine, y de la historia de los registros sonoros, es que, después –ahora se sabe–, que Édouard–Léon Scott de Martinville grabara un fragmento de la canción en francés “"Au clair de la lune", en 1860, fue el propio Edison quien hizo la primera grabación de las primera estrofas para su fonógrafo, inventado en 1877:

"Hello, hello, hello... Mary had a little lamb, It's fleece was white as snow, Everywhere that Mary went, The lamb was sure to go..."

Hay que ser un tanto avezado en historia para no pasar por alto este detalle. Y el diálogo de la película, como una de las piezas pioneras en el cine, incide en esa anécdota de Edison, el fonógrafo y el surgimiento de la industria de los registros grabados. La historia, sin embargo, ha puesto en su lugar al gran inventor y ladrón americano, siendo desplazado por dos franceses, Louis Le Prince en el cine, con “La escena del jardín de Roundhay” (1888), antes que Kennedy Dickson y Edison comenzaran a grabar películas para el kinetoscopio (en 1891), y, por supuesto, antes que los hermanos Lumière (en 1895), y Édouard–Léon Scott de Martinville en el registro de los sonidos.

De regreso del mar, ambos se sinceran. “Sólo soy un trabajador”, dice Jim, “y me hallo tan solo que no soporto más mi propia compañía”. Mary, decidida por la súbita confidencia de él, confiesa: “En este punto, prefiero decir quién soy, nada más que una operadora de teléfonos”. Tras la secuencia en que Mary pierde su anillo en la arena y Jim se entera, para su alivio, que no está casada, sucede una escena coloreada con esténcil, otra vez sonorizada, en la que ambos se encuentran solos en la playa, cuando la multitud ya la ha abandonado. Así, ambos se prometen no estar solos nunca más: “Es curioso cómo un chico puede estar solo, especialmente con un millón de personas alrededor”, dirá Jim, en la frase más modélica de la película. 

Tras los jugueteos en la playa, Luna Park ofrece a la pareja horas interminables de escape de la realidad, con sus diversos juegos y atracciones, que incluyen un baile en un salón, al ritmo de la canción “I´ll be loving you always”. En la Montaña Rusa, un desconocido le gana el asiento a Jim, sentándose al lado de Mary, y este tiene que ocupar el lugar al lado de la novia del otro, así que ambas parejas van tirándose besos desde la distancia. Pero la felicidad no puede durar mucho. En otra escena coloreada vemos cómo se prende fuego en la rueda del carro de Mary. Los carros son detenidos a tiempo pero Jim, que intenta llegar a Mary, a quien han recostado desmayada sobre una banca, forcejea con un policía y es llevado a la estación. En este sitio se da otro diálogo sonorizado, y Jim explica que la chica a quien intentaba llegar, antes que el agente de policía se interpusiera en su camino, era su novia, pero se da cuenta que no sabe más que su nombre y que ignora su dirección. Después que el juez lo dejé marcharse, Jim descubre que Mary lo ha estado buscando, pero la muchedumbre es demasiada y siempre los separa. Por varias ocasiones Jim comprueba que ha estado a algunos segundos de toparse con Mary, y nosotros que ambos han estado a un muro de distancia, sin saber que casi podrían haberse tocado, antes de regresar a sus cuartos solitarios, obligados por una tormenta repentina, al parecer sin muchas esperanzas de volverse a ver, y empapados hasta los huesos.  

Hemos visto, hasta ahora, cómo Mary y Jim parecen desayunar en el mismo restaurante, abordar el mismo vagón del Metro, y cómo ambos han sido testigos del mismo camión que anunciaba las diversiones de Coney Island a su paso por la calle, ahora, al borde de la desesperación –en una actuación más teatralizada que aquella que alcanzan Dita Parlo y Jean Dasté en “La Atalanta” (L'Atalante, 1934), la sublime obra maestra de Jean Vigo, cuando sus personajes de Juliette y Jean se separan momentáneamente–, vemos a Jim poner el disco con la canción “I´ll be loving you always”, a cuyo ritmo había estado bailando con Mary, y que mucho antes en su cuarto –aburrido, y antes de decidirse a ir al parque de diversiones– había quitado del fonógrafo, y a Mary escucharla y, atormentada, golpear la pared para que el desconocido que la ha puesto no le provoque recuerdos dolorosos, por lo que nos percatamos –y con nosotros los personajes extasiados–, que siempre han estado viviendo –en soledad–, a un muro de distancia de separación.

“Soledad” se estrenó, en su versión muda, el 20 de junio de 1928, y en su versión sonora el 30 de septiembre del mismo año. Paul Fejös –que terminaría dejando el cine para dedicarse a la antropología– puso especial cuidado en el cómo, al contar lo que parecería un encuentro trivial entre dos personas de existencia anodina, llevando la anécdota hasta una forma casi trascendental de narración, aun con ese tropiezo medio de las escenas sonorizadas y el diálogo tontorrón del juez en la comisaría. Por esto, “Soledad” es una de esas joyas que justifican que el cine mudo –perdido irremediablemente–, sea considerado una forma de arte por sí misma.