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2021-05-30 00:00:00

«Something Evil» y «Seizure»: Los mediocres orígenes de Steven Spielberg y Oliver Stone

Por Pedro Paunero

Filmada de manera profesional –después de sus trabajos caseros, los cortometrajes “Firelight” (1964), y “Amblin” (1968), aquel filme en 35 mm que daría nombre a la productora “Amblin Entertainment”, años después–, “La fuerza del mal” (Something Evil, 1972), se sitúa como siguiente en la lista de trabajos de Spielberg, tras el exitoso telefilme “Duel” (1971), que pasaría al año siguiente a la pantalla grande con éxito renovado. Invisible hoy en día, esta cinta fue protagonizada por Darren McGavin, estrella principal en la legendaria serie que trataba sobre investigaciones paranormales “Kolchak: The Night Stalker” (1974-75), y que se considera, con toda regla, como la predecesora de “Los expedientes secretos X” (The X-Files, 1993-2918), otra serie mítica, creada por Chris Carter en los años noventa.

En “La fuerza del mal”, la familia del director de comerciales para la televisión, Paul Vorden (McGavin), integrada por su esposa Marjorie (Sandy Dennis), una talentosa pintora y sus dos hijos pequeños, se traslada a vivir a su nueva propiedad. Apenas al llegar, comienzan a sucederse una serie de eventos sobrenaturales, ella escucha llantos de niños en plena noche, se cuelan sonidos anormales en la grabación de uno de los comerciales, ocurren accidentes inexplicables (el parabrisas del auto donde viaja el equipo de filmación se hace añicos, sin ningún motivo, provocando que el auto se precipite por una cuneta, envuelto en llamas, bajo una suerte de pésimos efectos especiales), y al viejo guardián de la propiedad, Gehrmann (Jeff Corey), le da por danzar en el campo, con una gallina muerta, esparciendo su sangre en la tierra, en un acto ritual contra el mal. Durante una reunión, un amigo, Harry Lincoln (Ralph Bellamy) convence a Marjorie de pintar un poderoso talismán –un pentáculo, más parecido a una Rosa de los vientos que otra cosa– en el suelo del cuarto de los niños, como medida de protección contra el diablo que, según él, ronda por ahí. Una noche, Marjorie y su hijo experimentan el poder de una fuerza invisible en una de las habitaciones, lo que la obliga a rogarle a Paul que abandonen la casa. 

Se trata, pues, de una tan mediocre como típica historia de casas encantadas, que ya había sido contada mejor en la notable “La mansión de los espectros” (The Haunting, 1963), de Robert Wise, y se contaría todavía mejor en “La leyenda de la casa infernal” (The Legend of Hell House, 1973), de John Hough. Comprensiblemente olvidada, esta película es como un espejismo extraño en la filmografía del realizador de éxitos apoteósicos como “E. T.” (1982) o “La lista de Schindler” (Schindler´s List; 1993). Con todo, ciertos elementos en “La fuerza del mal”, dejan entrever ya al diestro director de interiores familiares, en espacios caseros, cerrados y angustiosos, que se revelará en el Spielberg de “Encuentros cercanos del Tercer Tipo” (Close Encounters of the Third Kind, 1977), con la esposa de Roy Neary (Richard Dreyfuss), aterrorizada ante el fenómeno de “Contactee” que experimenta el cabeza de familia y con la casa puesta patas arriba.

Todavía peor que “La fuerza del mal” de Spielberg, “Reina del mal” (aka. De infarto, Seizure, 1974), de Oliver Stone, por el contrario, resulta interesante por el conglomerado de pseudo explicaciones psicológicas (y antropológicas) que intentan explicar la naturaleza de las misteriosas entidades que presenta. En esta, se cuenta la historia de Edmund Blackstone (Jonatahn Frid, que venía de interpretar al vampiro Barnabas Collins en “Dark Shadows”), un escritor a quien atosigan sus demonios internos bajo la forma de pesadillas, en las que aparece un trío de personajes estrambóticos, comenzando con “la Reina” (Martine Beswick), con el aspecto de dominatriz BDSM, con todo y traje, “la Araña” (Hervé Villechaize, el actor enano que unos años después interpretaría a “Tattoo”, en la serie televisiva “La isla de la fantasía”) y el “Chacal” (el forzudo actor negro Henry Judd Baker) que se materializan para atosigarlo a él y a sus irritantes invitados de fin de semana, en su mansión aislada en un bosque, a la vez que en las noticias emitidas por la radio advierten sobre la fuga de tres de sus internos.

El más pesado de esos amigos está encarnado en el millonario Charlie Hughes (Joseph Sirola), que primero amenaza a un despachador de gasolina con echarlo de su empleo –ya que es dueño de medio país, al parecer– por no aceptar su tarjeta de crédito (prefiere efectivo), y después intenta seducir a una jovencísima sirvienta (Lucy Bingham), al mismo tiempo que alguien cuelga a Aziz, el perro de Jason (Timothy Ousey), el hijo de Edmund, de la rama de un árbol, para que después podamos ver asesinar, bosque adentro, a Betsy misma, durante su camino a casa. Para el desagradable Charlie, México no sólo es un país de “libertad” (bajo su propio concepto, obviamente), sino que ofrece sirvientes “que le sirven a uno como esclavos todo el día”, pero se verá sometido a los poderes del trío como el cobarde y chilletas que es en realidad.

No sólo eso, Nicole (Christina Pickles), la esposa de Edmund, se muestra capaz de soñar con la Reina, en una escena en la cual vemos entrar de golpe a esta última en su habitación, antorcha en mano, mientras Nicole permanece atada en la cama. A la reunión, también está invitado Mark Frost (Troy Donahue), que se acuesta con Mikki (Mary Woronov), la esposa de Charlie, prácticamente delante de sus narices y, por último, Gerald (Richard Cox), que le espeta en la cara a Charlie todos sus asesinatos, y Eunice (Anne Meacham), esposa del inversionista Serge Kahn (Roger De Koven), que se la pasa contándole su devenir diario a Maurice, su esposo muerto, aunque esté casada en segundas nupcias. Será durante la cena que aparezcael rostro de “la Araña” en la ventana quien, poco después, hará su entrada triunfal, rompiendo el cristal al entrar, sin sufrir daño alguno. Mark será asesinado (ahorcado) por la Reina, en su cama, en plena oscuridad, creyendo que le tocaba el turno de acostarse con Mikki cuando, en el piso de abajo, irrumpa el trío, dando cuenta de todos.

“No nos pregunten quiénes somos, o de dónde venimos –expresa la Reina–. Nosotros no tenemos principio ni final, nuestro único propósito es matar. Ustedes harán lo que yo les ordene aunque carezca de sentido, porque algunos no encontrarán lógica en lo que va a seguir”.

En efecto, lo que sigue es digno del filme mexicano psicotrónico más delirante. En un eco lejano de “El malvado Zaroff” (The Most Dangerous Game, 1932), de Irving Pichel, los invitados son obligados a matarse los unos a los otros, en una persecución iniciada hacia la floresta. Pero ¿las tres criaturas pertenecen a la memoria colectiva –el “Id” freudiano–, que incluiría la materialización en nuestro mundo de un pintor enano, que sometía a sus víctimas a crueles tormentos, a un “ejecutor” negro, esclavo de Madagascar, usado como verdugo en la antigua Rusia, y a una encarnación de la mismísima diosa Kali, como sugiere Serge, o se trata tan sólo de los tres locos evadidos del manicomio?    

“Reina del mal”, un auténtico “trip” psicodélico con un final retorcido y tramposo que, por momentos, amenaza con convertirse en comedia de terror (?), aunque sin mucho humor, para ser honestos, se encuentra, hoy en día, un tanto más visible que “La fuerza del mal”, de Spielberg, por haber sido lanzada al mercado del VHS ya en su tiempo, aunque finalmente Stone logró que fuera retirada del mercado, como a un hijo vergonzoso del que se desconoce su parentesco. No era para menos. 

Muy lejos del talento quebrantado de un Charles Laughton por la mala crítica de “La noche del cazador” (The Night of the Hunter, 1955), su única película, revalorada décadas después como una obra maestra, o la gloriosa cima desde la que sólo pudo ir cuesta abajo un Orson Welles, con su debut en “Ciudadano Ken” (Citizen Kane, 1941), tanto “La fuerza del mal” como “Reina del mal”, con importancia para el historiador de cine aunque sin mucha relevancia en la carrera de sus realizadores, ejemplifican dos curiosidades para entender el salto gigantesco que pueden experimentar algunos directores. No sólo parece incomprensible, sino increíble, la diferencia en la calidad de estas películas con las que dirigirían después. Tan sólo el nombre de Spielberg y Stone, en los créditos, evidencia que son películas suyas, aunque una primera revisión de ambas –siempre que se ignore que son ellos sus directores–, no podrían ponernos sobre aviso de quienes las han dirigido. Parecen películas ajenas por su carácter y temática marginal.

Si la teoría de la evolución fuera aplicable al cine, estos dos títulos bastardos –que sus realizadores se han empeñado en enterrar– demuestran el cambio, para bien, que estos experimentaron, a pesar de los fósiles anómalos que se encuentran en su pasado.