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2021-06-09 00:00:00

«Sandra»: El enigma carnal de la película menos visible de Visconti

Por Pedro Paunero

“El amor no se crea ni se destruye, sólo se deforma”
  Pedro Paunero. El viaje oscuro del corazón:
«Te querré siempre» y su influencia en el cine


La belleza “etrusca” de Claudia Cardinale, como la designara Visconti, destaca exótica y misteriosa en esta película de interiores, intimidades y secretos que lleva en el título el nombre de su protagonista, “Fugaces estrellas de la Osa Mayor. Sandra” (Vaghe Stelle dell’Orsa, 1965), la menos visible del realizador. En su trama se cruzan hilos edípicos con la Orestíada y la Electra de Sófocles y supone, para mí, una de mis preferidas, encima de casi todo el resto de la obra de Visconti, a excepción, por supuesto, de "Muerte en Venecia" (1971), que siempre he considerado la película más bella jamás filmada.

La historia comienza en Ginebra, en el apartamento del matrimonio formado por el estadunidense Andrew Dawson (Michael Craig) y Sandra (Cardinale), durante una reunión que han dado para despedirse de los amigos antes del viaje que emprenderán a Volterra, en la Toscana, ciudad natal de ella, donde se celebrará un homenaje a su padre muerto. Acompañamos al matrimonio durante su recorrido, admirando los paisajes, mientras pasan los títulos y suena el bellísimo “Preludio coral y fuga” de Cesar Franck. A minutos de llegar hacen una parada, Sandra telefonea a Fosca (Amalia Troiani), la sirvienta, que le comunica que han llegado dos telegramas. “Sólo conocerás a mi vieja sirvienta, y a la familia de mi padre, a la que yo ni siquiera conozco”, le anuncia a Andrew. Emocionada, le señala a su marido “la Puerta de San Francisco”, y el mar, abajo, mientras recorren en su carísimo auto descapotable los caminos sinuosos, luego la muralla etrusca, antes de llegar a la rancia mansión, de cuya apariencia, a pesar del abandono, Andrew queda maravillado; le parece un museo al que habría de recorrer, guiado por su mujer. Pero Sandra, al encender la luz de uno de los salones, no puede evitar bajar la vista y llorar en silencio, para después pasar la mano por los respaldos de las sillas y contemplarlo todo, apesadumbrada. Abrirá los telegramas y, en un arrebato de furia, al leerlos, los hará pedazos. Le han avisado que sus familiares no podrán asistir a la ceremonia. En los jardines, en los que el viento sopla y agita las copas de los árboles que flanquean el sendero, Andrew creerá ver a alguien. “Siento desilusionarte –le explicará Sandra–, pero aquí no tenemos fantasmas”. Ella saldrá al sendero, con los árboles removiéndose en una escena digna del gótico. Al fondo, cubierta por una sábana blanca, como un fantasma precisamente, se sitúa un busto de su padre, velado antes de la ceremonia que lo encumbrará como a un hijo sacrificado de Volterra, ya que una placa de mármol notifica que este “fue arrebatado por la furia nazi”. Sobre un muro se abre una reja, con un chirrido, y alguien pronuncia el nombre de Sandra. Así hace su aparición Gianni (Jean Sorel), su hermano, y ambos caen en los brazos del otro. El hermano se presenta con Andrew, y les confiesa que escribe para un periódico, y que se ocupa de sus memorias de la infancia, que cuando no tiene dinero sustrae las obras de arte y los objetos de plata del palacio, y los vende. Es así como, en ese proceso de despojo constante, que se ha decidido que el jardín sea donado a los ciudadanos de Volterra, como un parque público, mientras el palacio, por falta de mantenimiento, ha entrado en un período de deterioro irreversible.

Sandra visitará a su madre (Marie Bell), a quien acusará de haber dejado morir a su padre, y de casarse luego con el abogado Antonio Gilardini (Renzo Ricci), pero su madre tiene otra opinión de sus hijos, a quienes llama “monstruos”. En una escena, a las orillas de un espejo de agua, los hermanos recuerdan, imbuidos en dulces reproches, al mismo tiempo que se hacen arrumacos. Posteriormente, ante una Sandra escandalizada, Gianni lee fragmentos de sus memorias, a las que ha puesto por título el íncipit de “Las remembranzas”, de Leopardi, “Fugaces estrellas de la Osa Mayor” (1). El poema original, pleno de nostalgia, de anhelo por lo lejano, incluso deseo, no deja fuera ni al jardín, ni a la figura paterna, que hará suyos el guion de la película:


Fugaces estrellas de la Osa Mayor no creí
Volver otra vez a diario a contemplarlas
Sobre el jardín paterno centelleantes
Y rumiar con ustedes desde las ventanas
De este albergue en que habité de joven
Cuando de mis alegrías supe el final.
 

En la traducción al español del título se pierde mucho del sentido original en italiano, que capta no sólo ese anhelo por la casa paterna como una geografía del deseo, sino por lo que aconteciera ahí mismo, pero ya expresado en otra geografía, la del cuerpo. Es por esto que Gianni será capaz de leerle a su hermana, el siguiente esclarecedor fragmento:

“Mi deseo aumentaba cada vez más en vez de aplacarse. Me arrojaba sobre el cuerpo complaciente de mi hermana como si fuera el de un enemigo que hay que derrotar. Sin quedar nunca satisfecho de la hazaña”.

No hay duda alguna que los personajes de “Sandra” obedecen a sendas transposiciones de aquellos que han devenido en arquetipos griegos y, sobre todo, freudianos. El padre asesinado sería Agamenón, la madre que reniega de sus hijos, Clitemnestra, medio loca, siempre histérica, Gilardini, sería Egisto, personaje secundario en el drama griego que, a pesar de ello, lleva el peso de otra relación incestuosa en su pasado, y el crimen en el momento en que se desarrolla la tragedia, Sandra sería –claramente– Electra, y Gianni un Orestes más interesado en su hermana que en la relación adúltera y criminal de su madre, que motiva la venganza en la tragedia original. Como en la obra de Sófocles, la guerra es una sombra larga que se proyecta en el presente: la Troya que Agamenón arrastra hasta su hogar, y la Segunda Guerra Mundial en la que se quedara la vida del padre de Sandra. Un personaje incidental, el médico Pietro Formari (Fred Williams), el primer novio de Sandra, obedecería a un paralelismo con el pobre labrador de Micenas (en cuya choza vive Electra, ya que, con todo y haber estudiado una profesión, Pietro es de una clase más baja) que no aparece en la obra de Sófocles, sino en la de Eurípides, de la que la cual la primera sería una consecuencia, con lo que Andrew queda al margen, como extranjero que es, sin participar ni de la herencia de sangre –pero si del cuerpo y de la carne, como invitado a un banquete, siguiendo los ritos de la hospitalidad helénica–, ni de la tierra, y la heredad, como un testigo –un meteco– casi marginal, y marginado.

Este punto nos pone sobre aviso de lo sucedido con otro par de personajes, los británicos Alexander “Alex” Joyce (Georges Sanders) y Katherine (Ingrid Bergman), en la “Te querré siempre” (aka. Viaje a Italia; Viaggio in Italia, 1954) de Roberto Rossellini (2), que se mueven por una Italia vetusta, que los obliga a mirarse a sí mismos, pero que los orilla –como a intrusos–, al margen de lo que sucede en un país –con esa procesión religiosa, al final de la película, que le parece a Alex un despliegue de fanatismo– al que han viajado por cuestión de negocios. Visconti y Rossellini se revelan como un par de realizadores fieles, orgullosos de su raza, al país ítalo, por lo que se complacen en estamparles en el rostro a sus personajes extranjeros –americanos, británicos– que hay un celo mayor que el del dinero, o el mismo matrimonio exogámico, y este es transmisible por genética. Estadounidense práctico, Andrew se va, dejando a los hermanos con su drama, pero antes le deja escrita una carta a su esposa:

“El pasado ha sido siempre, para mí, un motivo para elegir el futuro”.

El guion se debe a Suso Cecchi D'Amico (1914–2010), autora a quien debemos los guiones de joyas como “Ladrones de bicicletas” (Ladri di biciclette, 1948), de Vittorio de Sica, y “Rocco y sus hermanos” (Rocco e i suoi fratelli, 1960), también de Visconti quien, en lo que podría haberse convertido en una película de horror gótico –pienso en varios títulos de los protagonizados por Barbara Steele, actriz británica cuya carrera transcurrió en Italia–, o en un culebrón telenovelesco, lleva a sus personajes aristocráticos a enfrentarse a un pasado ominoso, al regresar al país de sus orígenes (un motivo muy novelesco, donde los haya) y mantener una tensión erótica –podría argüirse homoerótica, proveniente del Visconti homosexual, que se regocija en mostrar el torso desnudo de Jean Sorel, cubierto de fluidos, pero que no logra opacar la belleza absolutamente carnal (animal), de Claudia Cardinale– en un entorno de hermosa y decadente ranciedumbre, motivo que el director exploraría y desarrollaría al grado de la maestría, en su obra cumbre posterior, “La muerte en Venecia”.

Menos cerebral que un Yorgos Lanthimos en su extrañísima “El sacrificio de un ciervo sagrado” (The Killing of a Sacred Deer, 2017), que alude a la “Ifigenia” de Eurípides, Luchino Visconti (1906–1976), descendiente de la Casa de Visconti, que diera Señores y Duques a Milán, desde el Siglo XIII, impregnó varios de sus filmes –“Senso” (1954), “El gatopardo” (Il Gattopardo, 1963)– de una sofisticación propia, obsesionada por un pasado que se aleja; su cine es sensual, y sensualista, incluso en esta versión de Electra, la más enigmática y, por las diversas capas metafóricas que la componen, la más compleja de su filmografía.

Notas:

(1): El poema fue escrito por Leopardi a su regreso a la casa paterna, situada en Recanati, por entonces perteneciente a los Estados Pontificios. Según la traducción de Ángel Faretta, traductor de poesía, teórico del cine y escritor, el “vaghe” del título y del poema, valdría:
“(…) por “vagas”, y hasta, otros, por “dulces”. En realidad puede ser una cosa y la otra como también un deleite, un gusto. Pero en cuanto a cosa pasajera, anhelo inalcanzable. Por cierto el Hoepli tanto en su edición de 1917, en la reedición de 1948, como en la actual, no la contiene. Sí a “vaghezza”, con lo cual todo parece complicarse. Así significa “impresión”, “vaguedad”, y también “placer”, “gozo”, “deseo”, “anhelo””. (…) “Claro que vaghe-vaghezza expresa un deseo fugaz, un anhelo por lo lejano, tal vez en consonancia con el término sehnsucht casi contemporáneo de los románticos alemanes, con los cuales –sin embargo– Leopardi no tiene muchos otros contactos. Por eso optamos por “fugaces”. Porque “vagas” además, entre nosotros, referiría más bien al moverse sin sentido, pero aquí es el poeta en sus “Ricordanze” quien les da sentido a su paso”.

 

Vaghe stelle dell’Orsa, io non credea
Tornare ancor per uso a contemplarvi
Sul paterno giardino scintillanti,
E ragionar con voi dalle finestre
Di questo albergo ove abitai fanciullo,
E delle gioie mie vidi la fine.
 

(2): Véase: “El viaje oscuro del corazón: «Te querré siempre» y su influencia en el cine” por Pedro Paunero.