Por Pedro Paunero
Yo soy el niño que, parado en medio de la amplísima acera, contemplando como idiota aquel armatoste novedoso (la cámara de Mr. Edwin S. Porter de la Compañía Edison), fui filmado aquella mañana de 1901[1].
Detrás de mí, desde muy lejos, se acerca la pareja[2], pero no puedo verla. Pongan atención ustedes. La verán venir desde el fondo de la pantalla, de entre la gente. A mi izquierda (a su derecha, cuando miren esta peliculita de poco más de un minuto de duración), rueda un tranvía. Dos hombres alcanzan la acera desde el otro lado. Un hombre con letreros anuncia algo que no me despierta interés alguno al lado de una carreta tirada por caballos, aparcada en la calle. No hay un solo automóvil. Otro hombre alcanza la acera. Estoy ahí, siendo testigo, sin mirar a nadie, salvo a la cámara, con las piernas separadas, la boca abierta y los pantalones cortos. Llevo un sombrerito en la cabeza y una camisa de manga larga, blanca. El conductor de la carreta aparcada la aborda mientras otra pasa por la calle. Una mujer con paraguas atraviesa delante de mí. Un hombre cruza de derecha a izquierda (para ustedes, al contrario) se detiene a mirar la cámara, como yo mismo, algo asustado, pero regresa después por dónde ha venido. Quizá él reconozca el nuevo invento. Yo no lo sé de cierto. Yo miro embobado la cámara. Pasa al otro lado de la calle delante del tranvía 1388 (que hace un siglo no existe más que para el celuloide). Tengo las manos entrelazadas a la espalda cuando la pareja aumenta sobre la pupila. Varias personas pasan detrás de ellos, me ocultan la vista de la pareja unos segundos. Ella pasa sobre la rejilla de ventilación. La falda se le levanta. Con ambas manos se alisa la falda larga que sólo ha permitido ver sus tobillos (cubiertos por las altas botas). Estallando en una risa apenada se alejan. Sonrío. Otras personas atraviesan la cinta: ese hombre de sombrero blanco que mira directamente la cámara, ese chico que, antes de que la película termine, aparece desde la derecha y mira sobre el hombro a la lente, sonriendo. Cincuenta y cuatro años después Marilyn repetiría la escena en su Comezón del séptimo año[3] y todos lo creerían original y único.
Soy, también, el rostro lunar
con la navecita proyectil clavada en el ojo en El viaje a la luna[4]
de Méliès del cual el español Segundo de Chomón realizaría el ¿primer remake o
uno de los primeros plagios de la historia del cine con sus trucos visuales
para Excursión en la Luna[5]
y Viaje a Júpiter[6]?
Soy la Muerte que,
proveniente de un clásico cuento de hadas alemán (quizá no tan alemán después
de todo, pues los cuentos de hadas se instalan en algún lugar pero provienen de
todos lados), representó Fritz Lang en Las
tres luces[7],
Bruno Traven apropió y mexicanizó en su cuento Macario y Roberto Gavaldón plasmó en el cine, no siendo ya tres,
sino incontables velas como tantas otras almas[8].
Soy la misma Muerte que Bergman hizo jugar ajedrez[9]
para disputarse la vida de un caballero teutón y que homenajeó John McTiernan
en su El último gran héroe[10],
con esa magistral escena en la cual el niño con el boleto mágico pasa a un lado
del cartel de la cinta de Bergman, levanto la mirada del tablero y salgo a la
acera de la calle, causando la mortandad de los viandantes.
Y si Fritz Lang levantara la
cabeza… soy Maria, la Brigitte Helm metálica, hermosamente dorada (si tal se
imagina en una cinta en blanco y negro), hermosamente perfecta, el robot más
estético de la historia del cine en la Metrópolis[11] elevada y subterránea de los amos y los obreros
que se metamorfosearía en el C3PO de una
galaxia lejana, muy lejana[12], esa olla podrida dónde caben personajes hurtados
de Flash Gordon y de viejos seriales clase B.
También fui –esto me
enorgullece-, la actuación más grande e inspirada, única e irrepetible de Reneé
Falconetti[13], actriz que Carl Theodor Dreyer descubriera en una
comedia de bulevar… y que jamás volvería a actuar en el cine, a la vez que la más
memorable actuación del enloquecido escritor Antonin Artaud como el Hermano
Jean Massieu.
Soy el autoplagio
Hitchcockiano por excelencia. Ese hombre
que sabía demasiado[14] y, que de tanto sabe, se pregunta: ¿Es la obra
americana de Hitchcock superior a su etapa británica?
Fui un monstruo salido de las
aguas para reclamar una virgen ofrecida en sacrificio por los nativos del
Amazonas según el cuento (¿escuchado alguna vez o creativamente improvisado esa
noche?) que narrara Gabriel Figueroa en una cena en Hollywood, dónde estaban
presentes Orson Wells y Dolores del Río y alguien escuchara y adaptara para
crear el guión de El monstruo de la
laguna negra[15].
Yo soy aquel padre
enloquecido que abre la puerta a hachazos tras la cual se esconde la bella
Lillian Gish en Lirios rotos (la culpa ajena)[16]
y que copiara Jack Nicholson en El
resplandor[17].
Soy, a la vez, esos vampiros lentos que caminan con las manos al frente y la
mirada perdida en busca de Vincent Price, El
último hombre sobre la Tierra[18],
la primera (y la mejor) de las versiones cinematográficas de la clásica
novela de Richard Matheson, Soy leyenda,[19]
cuyo andar se volvería característico de las cintas de zombis caníbales que,
comenzando con La noche de los muertos
vivientes[20],
George A. Romero inventaría como género propio.
Fui aquellos esqueletos
fosilizados de extraterrestres gigantes y aquella atmósfera evanescente y
amenazadora de El planeta de los vampiros[21]
que descaradamente imitara Ridley Scott en su Alien, el octavo pasajero[22].
Soy la voz que en el desierto
clama, el dios cornudo en la montaña de la Biblia que dice Soy el que soy y se repite en las palabras de aquel cerebro electrónico
que dirige una ciudad futurista que es a la vez, el París de 1965, en la Alphaville[23]
de Godard, y exclama: Yo soy yo, Alpha 60,
capaz de ser destruido al ser alimentado por poemas.
Sí, yo soy él, el espíritu
del celuloide, presente en toda inspiración, en toda nueva versión, en todo remake o plagio, por eso es que os digo:
en el cine como en la vida, no hay nada
nuevo bajo el Sol.
[1] Edwin S. Porter, What
happened (on Twenty-Third Street, New York City), 1901. De Dominio Público
en: http://www.archive.org/details/What_Happened_1901
[2] Alfred Abadie (cameraman de Edison) y Florence Georgie (la mujer
cuya falda se levanta con las famosas brisas de la esquina de la 23 y 6ª. De N.
Y., protagonizan este corto.
[3] Billy Wilder, The Seven Year
Itch, 1955.
[4] Georges Méliès, Le voyage
dans la Lune, 1902. Dominio Público en: http://www.archive.org/details/le_voyage_dans_la_lune
[5] Ferdinand Zecca, Excursión a
la Luna, 1906. Dominio público en: http://www.archive.org/details/Excursion_to_the_Moon
[6] Segundo de Chomón, Voyage â
la planéte Jupiter, 1909.
[7] Fritz Lang, Der Müde Tod,
1921.
[8] Roberto Gavaldón, Macario,
1960.
[9] Ingmar Bergman, El séptimo
sello (Det Sjunde Inseglet),
1957.
[10] John McTiernan, Last Action Heroe,
1993.
[11] Fritz Lang, Metropolis, 1927.
[12] George Lucas, Star Wars,
1976.
[13] Carl Theodor Dreyer, La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d´Arc), 1928.
[14] Alfred Hitchcock, El hombre
que sabía demasiado (The Man who
Knows too Much), 1934 y 1956.
[15] Jack Arnold, Creature from
the Black Lagoon, 1954.
[16] D. W. Griffith, Broken
Blossoms, 1919.
[17] Stanley Kubrick, The Shining,
1980.
[18] Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, Last
Man on Earth, 1964. Dominio Público en: http://www.archive.org/details/the-last-man-on-earth
[19] Richard Matheson, I Am Leyend,
1954.
[20] George A. Romero, Night of
the Living Dead, 1968.
[21] Mario Bava, Planet of the
Vampires, 1965.
[22] Ridley Sott, Alien, 1979.
[23] Jean-Luc Godard, Alphaville,
une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965.