Por Lorena Loeza
¿La serpiente mentía o decía la verdad cuando prometió a Eva que seríamos “conocedores del bien y del mal”, que seríamos” como dios”?
Simon Pieters.
Después de El Exorcista, (W. Friedkin, 1973) el cine de terror ya no sería el mismo. Aún y cuando el tema del demonio en el cine podría considerarse oscuro y hasta gótico, propio de ambientes medievales y quemas de brujas, el hecho de haberlo llevado a ambientes modernos cambia la idea de los lugares clásicos donde – se supone- suceden este tipo de cosas.
La historia y su desarrollo son un abierto cuestionamiento a la idea del mal en el pensamiento moderno. El demonio elige a una niña norteamericana que vive en Georgetown, ni más ni menos que el corazón del país. La mamá es actriz sin creencias religiosas arraigadas, divorciada, intentando una nueva relación… nada fuera de lo común. Pero vale la pena detenerse en el análisis del hombre que finalmente enfrentará a las fuerzas del mal, un personaje complejo y cautivador: un sacerdote y psiquiatra, en medio de una crisis de fe.
Y si bien el tema del exorcismo en el cine de terror, puede ser analizado desde múltiples aristas –todas ellas profundamente interesantes- detenerse en la figura del hombre que confronta al demonio en carne y hueso, es sin duda una de las que resulta más relevante. Para empezar, el Exorcismo dentro del rito católico (el mayormente representado en las historias que se llevan a la pantalla grande) no se da, contrario a lo que pudiera pensarse, como un combate entre iguales. El demonio no puede estar nunca al mismo nivel que Dios, es una criatura inferior, y no contraparte de una dualidad. En este escenario, el sacerdote que conduce el rito le ordena al demonio que abandone al poseído en el nombre de Dios, se trata entonces de un ministro de culto, quien se encarga de combatirlo y expulsarlo, o de hacer, digamos, el trabajo sucio. El asunto no es menor. Un sacerdote se convierte entonces en el depositario de la orden divina de combatir y expulsar a la soberbia entidad que se atrevió a rebelarse contra Dios mismo.
En El Exorcista de Friedkin, hay dos sacerdotes con características claramente distintas. Uno es el Padre Merrin (Max Von Sydow) que representa el dogmatismo del catolicismo, un hombre dedicado a la labor de expulsar demonios en el nombre de Dios, una forma de representar la ortodoxia, o bien, el ala dura y conservadora dentro de la Iglesia Católica. El otro sacerdote de Damien Karras (Jason Miller), sacerdote jesuita que también es siquiatra, representa la modernidad dentro de la Iglesia, la renovación del trabajo pastoral, una nueva generación de sacerdotes que se cuestionan junto con los creyentes, la vigencia de muchos dogmas y paradigmas de la fe.
Miller logra una soberbia actuación, volviéndolo una figura central dentro del tema y punto de partida, inspiración – y hasta cliché- para muchas otras cintas posteriores sobre el tema. Es así, que en las secuelas y precuela del Exorcista, El personaje del Padre Merrin termina por acercarse más a Karras. Al final resulta que Merrin, siendo más joven, también reniega de su fe, cuando conoce la maldad durante la guerra y debe enfrentarse por primera vez al demonio cuando participa en una excavación en África para desenterrar un templo maldito.
Pero Merrin y Karras no son los únicos exorcistas que cumplen con este perfil. También vemos a un sacerdote en crisis de fe, adicto al alcohol y atormentado por los horrores que vivió en la guerra, en El poseído, (Possessed, S. de Souza, 2000) esta vez personificado por Timothy Dalton. A Dalton lo acompaña Henry Czerny, haciendo el papel del sacerdote conservador, aunque en este caso, es visiblemente más joven que Dalton.
Las coincidencias entre los personajes obedecen a una razón importante. El poseído está basada en el hecho real que inspiró a Petter Blatty para escribir el libro de El Exorcista. Las similitudes en la trama se identifican inmediatamente y no sólo tienen que ver con la construcción de los personajes de los sacerdotes: todo empieza con una ouija, nadie cree lo de la posesión, ni siquiera los padres del pobre niño, el propio sacerdote duda…el bien por supuesto acaba ganando, aunque felizmente, sin que nadie muera.
El cliché, sin embargo empieza sufrir algunas modificaciones recientes, en la medida que la visión misma de exorcismos y poseídos se ha transformado en la historias que se cuentan para la pantalla grande. Tal es el caso de El Exorcismo de Emily Rose (S. Derrickson, 2005), que explora la posibilidad de que tanto la explicación médica como la de la posesión sean incapaces de comprobarse a cabalidad. Aquí el exorcista está interpretado por Tom Wilkinson, quien no duda de la acción demoníaca, pero debe admitir que también es incapaz de probarla para que todos la identifiquen y crean en ella.
Esta película le aporta algo de novedad al tratamiento del tema, como se observa en una posterior versión europea sobre el mismo caso, que se anuncia como “basada en un hecho real” al igual que el exorcismo de Emily Rose. La versión alemana, Requiem (H C. Schmid, 2006) tiene sin embargo, la virtud de la sobriedad, constituye un raro experimento de hablar de posesiones sin exorcistas, ni poseídos y de contar la misma historia, pero más cercana al drama humano que el asunto de la posesión representa. Requiem logra que veamos la tragedia de la chica lejos de todo misticismo y más cercana a las contradicciones del mundo que la rodea.
Pero el aliento del tema en los años recientes no termina aquí. En este mismo tenor de sobriedad y analizando otros sentimientos aparejados a la idea del mal, está Exorcismo (The island/Octpob. P.Lungin, 2006). Exorcismo es una película diferente, que explora el lado místico de la culpa, pero también de nuestra idea del mal y la sanación. La historia trata acerca de un extraño monje que vive en una isla, al norte de Rusia en un monasterio ortodoxo. Se dice que el hombre cura, hace exorcismos y puede ver el futuro, por lo que mucha gente viaja a la inhóspita isla con la intención de visitarlo y pedirle milagros variados. Pero el hombre dista mucho de ser un hombre santo. Usando métodos muy cuestionables de confrontación, en realidad logra el milagro de la introspección, la disuasión, la valoración objetiva de nosotros mismos y el ambiente que nos rodea.
Y finalmente, el exorcista más reciente y completamente diferente a lo que hemos visto es sin duda, el Reverendo Cotton Marcus, interpretado por Patrick Fabian en la cinta El último exorcismo (D. Stamm, 2010). Filmada como un documental, la primera parte está dedicada, a presentarnos el personaje: Marcus es hijo de un predicador, por lo que aprendió el oficio desde muy joven. Un hombre con enorme capacidad de oratoria y convencimiento que aprovecha esta facultad para ganar adeptos y con ello dinero.
Esta primera parte resulta muy interesante, porque el propio Marcus explica lo que a su juicio es lo que hace que la gente crea en el demonio. Lo hace además desde una perspectiva no católica, que resulta interesante, porque -como hemos dicho- es la que predomina en este tipo de construcción cinematográfica. Frases provocadoras como “no se puede creer en Dios, si no se cree en el Diablo” hacen de la supuesta entrevista algo verdaderamente interesante, porque no vemos a un hombre propiamente pasando una crisis de fe, (como le sucede a Demian Karras o al Padre Merrin) sino a una persona que más bien está tomando conciencia en el sentido contrario. Estas prácticas supersticiosas llevan a la muerte a muchas personas, y aunque dejan buen dinero, quizás no es bueno seguir propagando creencias tan perniciosas.
En este caso, resulta novedoso construir al exorcista como un fraude y una persona incluso divertida. Su inexperiencia lo lleva a romper los ritos que todos conocemos (gracias al cine por supuesto) y cayendo en los engaños del demonio de una manera incluso ingenua (¿donde estaba este hombre en los setentas? todos sabemos por boca de Merrin que con el demonio ¡no se negocia!).
El punto, es que así como el demonio prefiere mujeres para poseer, son hombres en su mayoría y con características peculiares, los que se ven obligados a dar la batalla final. Hombres que no creen a cabalidad en el demonio hasta que lo tienen enfrente, y eso de alguna manera los acerca a todos nosotros, logra generar en el espectador la empatía suficiente como para entender la compleja situación que debe afrontar con valentía. Y es que en general, nos gusta pensar que el demonio no existe, y que nunca tendremos que mirarlo a los ojos.
Y es que si lo hiciéramos quizás no veríamos otra cosa que nuestro propio reflejo…sabido es que el mayor triunfo del diablo es habernos hecho creer que no existe.