Por Hugo Lara
Quizá
uno de los ámbitos a los que se ha asomado con mayor reiteración el
cine mexicano es el del mundo indígena. Por ello, no es extraño que
algunas de las obras más significativas de nuestra cinematografía se
ubiquen dentro de esta corriente; baste con recordar títulos como María
Candelaria, La perla, ambas de Emilio Fernández, Raíces, de Benito
Alazraki, y más recientemente Retorno a Aztlán y Eréndira Ikikunari,
ambas de Juan Mora Catlet, entre muchos otros. No obstante, éste de
ninguna manera ha sido un asunto de fácil tratamiento e incluso, con
frecuencia, se ha tornado en algo complejo y hasta espinoso, habida
cuenta del adverso proceso histórico y social al que se han visto
enfrentadas estas comunidades.
Además, el desconocimiento sobre la materia es amplio y profundo (sobra
decir las deformaciones que se han visto en nuestro cine),
especialmente para un gran porcentaje de nuestra población, es decir
para aquellos que no pertenecen a estos grupos. Por esto mismo, algunas
ideas convencionales acerca de lo indígena y las interpretaciones de su
cosmovisión suelen ser maniqueas, distantes y hasta absurdas. Y así,
las contradicciones saltan a la vista desde la más sencilla reflexión:
estas comunidades ignoradas son cuantitativamente un notable sector de
la población total de México.
Esto
es a lo que Miguel Sabido alude en su última cinta, El santo Luzbel
(1996), mediante un relato que aborda la problemática y los tejidos
sociales de una comunidad indígena. Sabido, experimentado dramaturgo y
director teatral, incursiona por segunda ocasión en la dirección
cinematográfica desde que debutó, en 1986, con La Celestina. En ésta,
Sabido había hecho un esfuerzo por adaptar al cine una obra
eminentemente teatral para, de paso, aprovechar sus tablas en la
dirección escénica en favor de su cometido fílmico. Para El santo
Luzbel, el realizador recurrió a un asunto indígena que le sirviera
para explorar las paradojas de estas comunidades y sus modos de
relación con el poder, con sus deidades y con el resto del mundo.
La
historia se sitúa en Cuetzalan. El protagonista, Emeterio, se ve
obligado a cumplir una manda comprometida en un principio por su
padrino, quien ha sido enviado a prisión y no podrá llevarla a cabo: se
trata de organizar la representación del Coloquio de San Miguel. A
pesar de ciertos resquemores que lo asaltan y lo amedrentan, Emeterio
pone manos a la obra y recurre al auxilio de Melchor, el mayordomo de
Cuetzalan, para aprovechar su experiencia, pues año con año éste
organiza la representación del Coloquio de la Adoración de los Reyes.
Melchor, reacio al principio, aceptará la misión inducido por su
abuela, una anciana hechicera y poseedora de la sabiduría ancestral de
su pueblo.
No
obstante, la situación se complica debido a que la representación del
Coloquio de San Miguel es una obra pagana, producto del sincretismo
indígena-católico. Esto provoca el rechazo del rígido cura de la aldea,
el Padre Santos (Ignacio López Tarso) y, además, el del cacique —que
también es la autoridad local—, Delfino, un indígena renegado y
violento enemistado con Emeterio. Así, se desencadena un zafarrancho
político—religioso en el que se desatará la lucha de ese pueblo para
defender sus ritos, sus prácticas religiosas y, en general, sus códigos
de identidad colectiva. Para ello, habrán de procurarse la ayuda de un
joven sacerdote, el padre Julio, conocedor y estudioso de la cultura
náhuatl.
El
guión, original de Miguel Sabido, fue asesorado por Miguel León
Portilla, reconocido estudioso del mundo indígena y autor, entre otros,
del libro “La visión de los vencidos”. Asimismo, no resulta gratuito el
hecho de que uno de los pretextos de la acción, el Coloquio de San
Miguel, sea un género escénico muy practicada por el realizador en su
faceta teatral (Sabido ha ganado cierta fama gracias a sus Pastorelas).
El santo Luzbel resulta ser una interesante tentativa para retomar uno
de los temas más socorridos y con más aristas dentro de nuestra
coyuntura histórica. En el discurrir del relato, se desmenuza una
noción acerca del indígena, esbozado como una figura en la que se
entreveran el misticismo y la marginalidad, el romanticismo y la
ignorancia. El santo Luzbel nos advierte que el indígena y su folklor
pueden ser buenos motivos para una tarjeta postal, pero también son las
imágenes de la pobreza, la incomprensión y el desamparo donde nadie
quisiera estar encaramado. Sabido opta por presagiar para ellos un
futuro optimista.
El
santo Luzbel está hablada en náhuatl la mayor parte del tiempo, con un
reparto principalmente de origen indígena. En este sentido, la
propuesta discursiva y formal intenta aproximarse con mayores recursos
hacia una lectura del mundo indígena más precisa y certera. Sin
embargo, el inevitable sesgo teatral que Sabido le confiere a la
película generan algunos baches narrativos imposibles de salvar por sus
carencias para el manejo del lenguaje cinematográfico. No obstante, en
este año de muy baja producción fílmica nacional, El santo Luzbel será
probablemente una de las pocas obras que llamarán la atención, incluso
a pesar de sus imperfecciones.