Por Ali López

Siendo sinceros, el telefilme sobre “Eso” (Tommy Lee Wallace, USA, 1990) tiene un encanto que escapa a su calidad fílmica. Con una estrella como Tim Curry sacando las papas del fuego, y una generación MTV que consumió televisión prácticamente desde el día de su nacimiento, la adaptación de la novela de King encontró el público (infantil en aquel entonces) perfecto para convertirse de culto.

Ese público (hoy mayorcito) espera encontrar sus fantasías y deseos en las nuevas adaptaciones. Objetivo que casi se cumple en el capítulo 1 (Andy Muschietti, 2017), pero que para la secuela se pierde por completo.

Uno de los grandes aciertos de la cinta antecesora fue concentrarse en la parte infantil de la trama, dejando de lado el vaivén de presentes y futuros de los protagonistas. Algo que olvida en el nuevo filme donde los flashbacks propios de la historia original dan estructura a la película. Eso, que escrito es un acierto, le quita ritmo a las imágenes, además de volverse repetitiva y predecible, pues se convierte en calca progresiva, yendo y viniendo del susto al gusto, de una secuencia igual a otro, sin nada que se interponga.

Así, el terror de la película es nulo, aunque Pennywise regresa deforme y mortífero, poco sorprende e inquieta. De hecho, se pierde su presencia, toda su esencia se ve disminuida por un CGI de aspecto pueril que funcionaba ante el horror infantil de la edición pasada, pero se mira soso con adultos gritones que parece jamás han visto una cinta del género.

Pero eso sí, las risas no faltaron. El humor de la película (referencial y mórbido) rescata un guion a la baja. Prácticamente cada secuencia tiene un chiste que de una u otra manera funciona, y lejos de se humor involuntario, es una carcajada provocada y sincera.

Termina por ser un lugar donde la pasas bien, una feria del pueblo de la infancia, un recordatorio de nostalgias y una reunión de amigos; una película que no te dará miedo, pero si emoción. Olvidable, pero necesaria, eso sí, sólo si eres fanático del género.