Por Matías Mora Montero
En uno de los momentos más icónicos en toda su filmografía y un punto cumbre en “Unbreakable”, M. Night Shyamalan contempla la imagen de un padre, David (Bruce Willis), ante los ojos de un hijo, Joseph (Spencer Treat Clark), que lo admira y ve en él a un héroe. Esto inspira a David a convertirse y pelear por ser la mejor versión de sí mismo, al igual que preservar una relación íntima con su hijo que duraría hasta que su vida llegara a un fin, pero para Joseph la imagen del héroe y de su padre serán siempre una misma. En cierto sentido, esto hace de la más reciente obra de Shyamalan un tipo de espejo a “Unbreakable”, y en el sentido más genuino del espejo vemos la imagen a la inversa, vemos la percepción que una hija tiene de su padre lentamente desmoronarse mientras éste se hunde en el monstruo, no héroe, que realmente es.
En “La Trampa”, Cooper (un Josh Hartnett intocable, hablaremos de eso más adelante), un bombero padre de familia, acompaña a su hija Riley (Ariel Donoghue) al concierto de su artista favorita. Desde que llegan al recinto, Cooper se percata de la anormal cantidad de seguridad implementada, presencia no solo de la policía, sino de equipos SWAT y del propio FBI, ¿por qué tanta seguridad? Por el propio Cooper, quien es un asesino serial y, tras una conversación con un vendedor de camisetas con boca fácil, se entera que todo el concierto es una trampa, perfectamente coordinada para atraparlo. De aquí en adelante, todo lo que sigue en la película es pánico total. Nos ponemos en el asiento de un psicópata enjaulado que, a pesar de encontrarse entre veinte mil personas, no duda en ningún momento causar daño con tal de encontrar una salida, y en más de una ocasión, lo hace. Es posible que, de estar solo, el monstruo fuera libre, el riesgo sería alto, pero no, en este concierto él viene ante todo a cumplir con su rol de “padre”, manteniendo una filosofía que revela más tarde en la cinta: “nunca dejar que las dos vidas se toquen”.
Pero el error de Cooper no solo lo llevará a que esta filosofía fracase, sino a que una de sus vidas se vea completamente destruida. Shyamalan se pone agudo en capturar un viaje emocional y claustrofóbico, donde los riesgos son inesperados y en constante picada para cada personaje, no hay forma de predecir hasta dónde es capaz Cooper de llegar para salvarse el pellejo. Y es que, en memoria cinematográfica reciente, es uno de los personajes mejor construidos que ha bendecido la pantalla, fuera de su condición de homicida, es un gran padre, hace visible a Riley, le cumple sus caprichos y la cuida. Esto es hasta que sus descuidos se van incrementando, es entonces que en su egoísmo y en su condición se hace prioridad el escape, y no solo es Cooper sino la cámara de Shyamalan que van dejando a Riley cada vez más atrás y más invisible. Esta es la fortaleza que Shyamalan pone en juego para exponer el verdadero, más profundo carácter de su protagonista, una de las fortalezas por lo menos, la mayor siendo la actuación de Hartnett, quien entiende y explota la habilidad actoral de usar su cuerpo como un canvas de emociones.
Hartnett explora a Cooper desde las miradas, la forma de caminar, su guardia, tanto hacia su hija como a su ambiente, y dado cierto punto de la película, como víbora escondida, Hartnett ingresa a la mente de Cooper y se apega a esta de una forma casi horripilante, no lo trata en ningún punto desde la condescendencia o el juicio, sino desde un acercamiento actoral sumamente psicológico, llevando su actuación a ciertos extremos donde no es el cuerpo del actor lo que le permite alcanzar al arte sino que es la respuesta cerebral del personaje exhibida en el cuerpo del actor lo que confirma lo que Hartnett hace como una gran obra de arte. Es, por falta de una mejor palabra, la actuación más exquisita del año.
En general, hay un sentido muy perturbador que recorre a todo aquel que entra a ver la nueva de Shyamalan, uno que se conecta a la dualidad padre/asesino serial que se maneja con Cooper y, a la par, un sentido del que se habla directamente en la película a través de la criminóloga encargada del caso: estos casos no son raros, no son evidentes, no provienen de individuos cuya apariencia y vida alerten al público de sus crímenes; provienen de individuos que prosperan, que viven entre nosotros, se infiltran entre las reuniones de padres de familia y, en trabajos como lo es ser bombero, son ejemplos a seguir para la comunidad. Aquellos comportamientos que podrían delatar sus más peligrosas perversiones están ocultos desde hace décadas, para sobrevivir, tuvieron que aprender a mentir con el más alto nivel de convencimiento. Son sus más íntimas verdades, aquellas encontradas en sus más cotidianas mentiras, las que tan solo figuras como su madre o su esposa podrían figurar.
Esto, sobre todo al ser la madre, al ser la primera infancia, se vuelve una lección que siempre estará presente, algo por lo que arriesgará todo por callar, cosa que se descubre en un punto crucial de la película, donde revela que el matar le da una paz muy particular, que para él “no hay casi nada de oscuridad en el acto”. Tan solo recordando esta frase, y estas nociones en las que la película indaga, mi piel se pone china y mi cerebro me alerta, me sugiere que lo mejor es desconfiar, pero ¿de quién? Somos ocho mil millones en este planeta, para cualquiera podría ser esa trampa. Y Cooper, con un perfil social tan cotidiano como el suyo, lo comprueba. Es similar a las imágenes que el año pasado David Fincher nos otorgó con “The Killer”, donde el asesino en cuestión, frío, calculador, un Fassbender sin filtros, realiza su empleo como si de cualquier otro servicio habitual se tratara. Los personajes de Hartnett y Cooper viven entre nosotros, nos sentamos a su lado, comemos con ellos, vamos a conciertos con ellos. Donde Shyamalan y Fincher se encuentran en desacuerdo es en qué tanto de nuestras vidas realmente uno interactúa con este mal. Shyamalan hace algo brillante y espeluznante con esto, no solo con el rol del personaje de Riley y la noción de la hija-padre dentro de la película, sino esa misma relación funcionando fuera de la ficción.
La artista cuyo concierto es la excusa de la historia es Lady Raven, interpretada por Saleka Night Shyamalan, la hija del cineasta. Más allá de un caso de nepotismo, esta inclusión le agrega profundidad a la película, sobre todo bajo un estudio auto-referencial no desde el ojo de un cineasta meditando sobre su legado (como tantos análisis auto-referenciales cinéfilos tienden a ser) sino sobre un padre cuestionando quién debe ser al momento de enfrentarse a tal responsabilidad. Aunque no deja de haber un paralelismo a su obra, sea con el encuadre lleno de angustia de Joaquin Phoenix viendo evidencias de alienígenas en la televisión en “Signs”, con el personaje multifacético de James McAvoy en “Split” y “Glass”, o con los propios escenarios de sus más recientes, una playa que aprisa el envejecer en “Old” o la necesidad de sacrificar a un miembro de tu familia para salvar al mundo en “Knock at the cabin”, Shyamalan jamás ha dejado de hacer aquello en lo que excede: inducir terror.
Es cierto que, como mencioné, a través de la deconstrucción y las acciones del protagonista de “La Trampa” continúa esta hazaña, pero no deja de ser cierto que ilumina una gran y radiante luz sobre su propia hija, la convierte en una figura de bondad, capaz de alcanzar ese estado de héroe que, alguna vez hace 24 años, Bruce Willis logró. Es cierto que toda la película muy bien podría actuar como un gran comercial para la música de su hija, un acto de nepotismo extremo, pero con la mayor calidad cinematográfica que se podría esperar. Espero que con este texto haya dejado entender que es mucho más que eso, en resumen y sin más rodeos, “La Trampa· es una excelente película de un autor que sigue innovando su propio estilo y entregando obras llenas de grandeza, pero a la vez, es la fisura entre la realidad de un padre dedicado a su hija y la ficción de uno que, hundido en sus perversiones y su provocación por el terror, se aleja de la suya. Está ahora en cines y es, bajo cualquier métrica, una experiencia imperdible.