Por Lorena Loeza
La idea de llevar a la pantalla grande la novela “Las mujeres del alba” de Carlos Montemayor, de entrada, parece una empresa arriesgada. La obra en cuestión se trata de un relato coral en el que se recuperan las voces y las historias de las mujeres (madres, esposas, hijas) de los hombres que protagonizaron el asalto al cuartel ubicado en Madera, Chihuahua en el año de 1963.
Eran los años de la llamada “Guerra sucia”, cuando ser crítico del sistema o defender derechos era motivo de tortura, desaparición forzada o muerte. Los miembros del llamado “Grupo Popular Guerrillero” que protagoniza el relato del libro de Montemayor, son un buen ejemplo de estas violentas prácticas.
Una cosa que llama la atención acerca de esta historia es que está contada desde los testimonios de las mujeres que, dada su condición, aportaron a la resistencia desde diferentes trincheras, y quienes finalmente fueron las que construyeron nuevas formas de rebeldía a partir de sus dolorosas pérdidas. Lo anterior resulta más que relevante, porque para América Latina la figura del héroe guerrillero es un estereotipo romantizado, al que se le atribuyen toda suerte de heroicas estrategias y decisiones.
Este aspecto de la novela – la feminización de la guerrilla- adquiere un significado trascendental en la adaptación cinematográfica que dirige Jimena Montemayor, hija del autor de la obra original. La película “Mujeres del alba” se centra en destacar la participación de las mujeres en estos movimientos, ya que, si bien muchas de ellas ni siquiera tocaron las armas, es un hecho que lucharon junto a los hombres pensando en cambiar la realidad de una manera diferente.
La cinta, al igual que la novela, destaca la valentía y el compromiso de las mujeres en la lucha social y política, y cómo su resistencia y resiliencia fueron fundamentales en la historia del México contemporáneo.
Las mujeres que protagonizan esta cinta son de distintas edades y se enfrentan a la tragedia de diferentes formas, siendo estas aproximaciones las que le dan color y textura al drama desde una mirada intimista. Hay actuaciones sutiles pero contundentes para ilustrar cómo estas mujeres, algunas sin haberlo decidido por ellas mismas, se ven inmersas en conflictos que las rebasan y donde se juega la vida y la muerte, para ellas y para sus familias. Otro acierto de la dirección es poder trabajar con un elenco tan variado y diverso para obtener este asombroso resultado.
En medio de un ambiente rural, donde es casi imposible guardar secretos, Jimena Montemayor induce a las y los espectadores a mirar hacia dentro de las carencias, de la sed de justicia y de las desigualdades que justifican la toma de las armas, pero también del repudio por la necesidad de tomar este camino, como única opción para un mejor destino.
Una producción cuidada en la ambientación y el ambiente de la época permite transitar de la narración literaria al relato visual, donde las miradas, los gestos y los sonidos también contribuyen a contar la historia. Además, se juega con destacados elementos mágicos, que acompañan un relato, cargado de simbolismo, justo en medio de la frontera entre la vida, la muerte, el amor o la felicidad.
Al final, “Mujeres del alba” nos recuerda una verdad importante: En cada rincón del mundo, hay mujeres que se levantan al alba enfrentando desafíos con una fuerza y determinación inquebrantables. Sus manos cultivan la tierra, crían a sus hijos y mantienen vivas las tradiciones que nutren la identidad de sus comunidades. Son guardianas del conocimiento ancestral, transmisoras de historias, y pilares de esperanza. Su resistencia no solo sostiene la vida, sino que también inspira a futuras generaciones a seguir luchando por un mundo más justo y equitativo.