Por Pedro Paunero

When I do count the clock that tells the time,
And see the brave day sunk in hideous night;
When I behold the violet past prime,
And sable curls all silver’d o’er with white;
When lofty trees I see barren of leaves,
Which erst from heat did canopy the herd,
And summer’s green all girded up in sheaves,
Borne on the bier with white and bristly beard,
Then of thy beauty do I question make,
That thou among the wastes of time must go,
Since sweets and beauties do themselves forsake
And die as fast as they see others grow;
And nothing ’gainst Time’s scythe can make defence
Save breed, to brave him when he takes thee hence.

Shakespeare. Soneto 12

En una entrevista, la novelista británica Maggie O´Farrell expresó: “Sabemos muy poco de Shakespeare, pero sabemos todavía menos de Agnes”. Anne Hathaway, conocida como Agnes, ha sido maltratada por los historiadores que se han ocupado de ese prodigio llamado Shakespeare, hasta ahora. Casada con el dramaturgo a los veintiséis años, cuando él contaba con apenas dieciocho, ha pasado a la historia como una aldeana interesada, una mujer fea, una esposa ignorante y, por encima de todo, una bruja. Y no precisamente en ese orden, sino en un conjunto que deja traslucir un desdén insólito para su figura, a tal grado que, incluso Stephen Dedalus, el personaje principal del “Ulises”, el atormentado alter ego de James Joyce, consideraba que Anne no era sino una adúltera. En todo caso, le dio al bardo tres hijos, Susana, la mayor, y los mellizos Judith y Hamnet, que murieron de peste a los once años. De Hamnet también se ha escrito poco, y cuando se ha hecho ha sido para especular que su breve vida habría inspirado la obra maestra de su padre, “Hamlet” (1603), basándose en versos como este, recitado por Constanza en “El rey Juan”:

La pena llena la habitación de mi hijo ausente,
yace en su cama, anda conmigo arriba abajo
asume sus bellos rasgos, repite sus palabras
me recuerda sus graciosos miembros,
rellena sus vacías prendas con su forma.
Tengo entonces razón de amar la pena.

Fueron la directora china Chloé Zhao, ganadora del Golden Globe Award y del Oscar a mejor directora por “Nomadland” (2021), junto a la misma novelista, quienes se encargaron de adaptar el libro en “Hamnet” (2025), película inclinada hacia el personaje de Agnes, como una mujer si bien independiente y, con esto, incomprendida para su época, también como una esposa enfrentada a su propia familia, a las continuas ausencias de su esposo dramaturgo a Londres, y a la dolorosa pérdida en el seno familiar.

Con técnica naturalista, rayana en el panteísmo arrobado de un Terence Malick (patente en sus obras de autor como “Días de cielo”, “La delgada línea roja”, “El árbol de la vida” o “El Nuevo Mundo”, donde se expresa un dios incontenido a través de sus criaturas, y cuyo medio es la cámara del cineasta, que juega a manera de su evangelista), Zhao abre la narración con una Agnes (Jessie Buckley) llevando un vestido rojo, sucio, contrastándolo con el verde de los helechos, el gris retorcido de las gruesas raíces de los portentosos y añosos árboles, y el ocre de la tierra del bosque en el cual se mueve, en estado casi feraz. Agnes es, en efecto, un ser que se mueve en dicha superficie, reclamando para sí la herencia de “las mujeres de la familia”, curanderas apegadas todavía a un paganismo moribundo y perseguido. Ahí la encuentra Will (Paul Mescal) el dramaturgo quien, entre la humedad del bosque y la madera de las rústicas construcciones del campo, la amará clandestinamente, hasta que la familia de él se entere cuando ella misma se los haga saber, debido a su embarazo, contraigan matrimonio y, después del nacimiento de la hija mayor, Susanna (Bodhi Rae Breathnach), se vea obligada a dar a luz a Hamnet (Jacobi Jupe) en la casa familiar, y no en el bosque, como fuera su deseo, y donde recibe, así mismo, a la melliza del niño, Judith (Olivia Lynes), que viene al mundo sorpresiva y aparentemente muerta. Seremos testigos de las dudas de Will (sus bloqueos de escritor) y sus arrebatos, como un hecho apenas anecdótico, al intentar trazar un paisaje familiar que, en teoría, se centraría en Agnes, pero que se detiene por momentos en los niños y se separa, volviendo esta mirada más general, hasta desdibujar el personaje de Hamnet, en su busca de un marco más amplio. Y este es el punto flaco del filme, que transmite una sensación de voyerismo del cual somos partícipes involuntarios, pero no de los profundos tormentos de los personajes, ni de esa posible “fuente” del Hamlet literario, que habría tocado tan íntimamente al Bardo de Avon. De hecho, resultan curiosamente más luminosas las escenas correspondientes al Londres isabelino -una ciudad con muelles tambaleantes, sostenidos por tablones-, cuando Will hace recitar, una y otra vez, hasta la delirante, pero, se entiende, doliente perfección a sus actores el pasaje correspondiente al Acto III, Escena 4 de Hamlet:

I am myself indifferent honest,
but yet I could accuse me of such things that it
were better my mother had not borne me: I am
very proud, revengeful, ambitious, with more offenses
at my beck than I have thoughts to put them
in, imagination to give them shape, or time to act
them in. What should such fellows as I do crawling
between earth and heaven? We are arrant knaves
all; believe none of us. Go thy ways to a nunnery.

Producida por Steven Spielberg y Sam Mendes, entre otros, el filme es un retrato preciosista de la época -del cual, para ser justos, se debe resaltar la visita de Agnes al Globe Theatre, viendo a Will en el papel del fantasma del rey, despidiéndose de Hamlet (Adieu, adieu! remember me), para después romper la cuarta pared al tocarle los dedos en un acto de identificación con el hijo fallecido, y el público imitándola, en una escena plenamente catártica, conmovedora-, con una fotografía de colores vivos, intensos, por parte del polaco Lukasz Zal, con preponderancia por la luz natural e interiores de profundos claroscuros, pero que se queda en la textura de ese lienzo, para el cual la música minimalista de Max Richter suena repetitiva, con una composición tan conocida como su On the Nature of Daylight en la escena clave.

En última instancia, “Hamnet” deslumbra más por su contorno estilizado que por la sensible hondura que nos promete. Zhao privilegia la contemplación (casi mística) por encima del duelo, evitando, eso sí, el melodrama, y aunque alcanza momentos de resonancia emocional -sobre todo en la mirada incrédula y herida de Agnes ante la transformación de su hijo en mito escénico, y la recuperación histórica de su figura, arrancada de las sombras de la conjetura y la condena-, la película nunca termina de internarse en el corazón del desconsuelo. Habrá, empero, que darle un sitio aparte, más alto, si se la compara con otra obra de origen dramatúrgico como “Hedda” (Nia DaCosta, 2025), que no es sino una trivialización de la obra de Ibsen.   

“Hamnet” queda, pues, como un ejercicio formal muy digno de admiración, una elegía por el hijo ausente, pero insuficiente, como tal, para descifrar el misterio humano que lo inspira.         

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.