Por Julio César Durán Vargas
Premio Distrital

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Selección del concurso

Texturas en varios lienzos compuestos por semblantes en ‘close up’ durante tres horas que pasan, sin darnos cuenta, en un suspiro. El realizador tunecino, Abdellatif Kechiche, ofrece un filme hermoso y emotivo protagonizado por dos arrobadoras actrices: “La vida de Adèle” (2013). Con buen manejo del carácter, gracias a una lograda dirección tanto de cámara (en manos de Sofian ‘El Fani’) como de actores, consigue apretar el cuadro con rostros y miradas colocándolos como los más importantes elementos en su largometraje sobre el amor y el autodescubrimiento de Adèle.

La trama es sencilla, el florecimiento, transcurso y ocaso de la relación entre Adèle (A. Exarchopoulos, sencillo portento de descubrimiento interpretativo) y Emma (Léa Seydoux), quienes nos harán partícipes de su intenso amor. En la que podríamos considerar como primera cuarta parte del filme, conocemos a la protagonista, una adolescente en caos, sin rumbo, sin encontrarse el lugar que debería ocupar en el mundo. Tras una fallida relación, en medio de confusión y sentimientos encontrados que convergen en su ser, la chica se abre a un universo donde todo cobrará sentido, anunciado por la ‘Antígona’ de Sófocles.
Con una cámara nerviosa, que se cuela entre la cotidianidad de Adèle, vemos el momento en que la joven decide dejar a la infanta atrás, para chocar con el rechazo. Sin embargo continuaremos tras ella, siempre con la mirada sobre su rostro y sus ojos, hasta el definitorio (¿será el sino de las protagonistas?) encuentro con Emma.

La segunda parte nos conducirá de una manera más suave, pero no falta de intensidad. La cámara encuentra cierta estabilidad, los planos se vuelven más plásticos, las texturas pasan de los rostros de las actrices a los escenarios que ellas llenan sexualmente. Emma y Adèle, tras un sugerente rito de seducción, se consumen en una relación emocional y corporal, que incluso se traduce en espiritual. La explicites en calidad de éxtasis místico es necesaria. La cámara entiende el cine puro y nos lo regala con fundamentales juegos de miradas, nos lleva a la par del crecimiento de la masculina Emma (quien termina siendo una representación de ternura melancólica) y la maduración de una inocente Adèle (quien nos va apareciendo como el elemento sensual y provocador).

Después de adquirir y asimilar una vida juntas en Lille, con la distención de una diferencia entre sus familias (una intelectual, abierta; la otra más pragmática y tradicional), la relación entra en un reposo, trastocado con los celos de Adèle y el coqueteo de Emma con otra mujer, situación que se refleja en “La caja de Pandora” (1928) de Pabst, que transcurre, silente y expresiva como es, en medio de una fiesta, sirviendo de radiografía para las mentes de dichas mujeres.

Así comienza la tercera parte de esta pasional tragedia, anunciada por una visita a un bar donde el grupo Aventura guiará al infierno a la mujer: se nos anuncia irremediablemente que Edipo se va a sacar los ojos. Las idílicas amantes se distancian no sin violencia.
Finalmente, con un último rito de paso en una playa francesa, que desarma con increíble estilo a cualquier espectador, entramos a la cuarta y última parte de este ‘pathético’ drama. Tras una temporada de soledad, llega el reencuentro. Las emociones, los sentimientos, la corporalidad, es decir, el pasado no tarda en surgir de nueva cuenta y estallar en una de las escenas más memorables del cine francés de los últimos años. Para Adèle y Emma no hay segunda parte, la vida las ha devorado y su destino será tan sólo un vívido recuerdo de extáticos tiempos mejores.

El argumento tendrá tintes complejos en su desarrollo, pero parece que no pretende contener narrativa como elemento definitivo; como parte importante contagia emociones y sentimientos. La película es una obra que produce afecciones en el espectador convirtiéndose, gracias a una retórica sin igual, en una tragedia contemporánea igualable a los grandes clásicos.

Exarchopoulos y Seydoux generan una dialéctica con sus interpretaciones, acaso recordando la relación alumno-mentor de los artistas plásticos Schiele y Klimt, a quienes se hace referencia. A placer explotan y están contenidas, dosifican las emociones, dándolas a luz en los momentos adecuados. La dinámica entre realizador e intérpretes logra que el público sienta empatía por la expresividad de las protagonistas, quienes desde el punto de vista principal (las vísceras de Adèle, o en todo caso, su corazón) van recorriendo un mundo juvenil con base en los apretados encuadres de la cámara del cinefotógrafo que pone el aparato en una intimidad absoluta.

El Fani también pone el ojo y las omnipresentes texturas bajo un filtro. El azul, que desde hace siglos está ligado con la poesía (creación) y que en décadas recientes, gracias a la cultura anglosajona, es referencia de tristeza y fría melancolía, es revertido acá para ser un elemento pasional. Desde el cabello de Emma, el vestido final con el que Adèle se despide de nosotros a la manera de Chaplin, el tono mismo del filme, son todo el tiempo recordatorios de esa actitud creativa, tanto estética como sentimental: como público cinematográfico, estamos viendo un ‘dar a luz’ en pantalla. El espectro de azules inundará el celuloide, será el umbral que a cada tanto la heroína atraviese; hasta cuando queda inmersa y totalmente envuelta por un mar retratado de manera preciosista, se demuestra la premisa del filme, el azul es cálido, es acogedor.

Todo el despertar homosexual de Adèle es una búsqueda de estabilidad y pertenencia, vivimos en carne propia el erotismo del personaje. Podemos inmiscuirnos como un testigo oculto en su vida social, al inicio con sus compañeros de escuela, después con la familia, más tarde con los amigos de Emma y por último en soledad. El ojo sobre la pantalla se vuelve familiar, una reminiscencia de “Faces” (Cassavetes, 1968), bien llevada gracias a los cinco pares de manos en quienes recae la compleja tarea del montaje de la película (Brunet, Lacroix, Lastera, Lengelle y Toubkis).

La película que Cannes consideró como la mejor del año, llega conectándonos con imágenes preciosistas a su manera, piel siempre en primer plano mostrando las imperfecciones de las protagonistas, sus poros, pecas, sudor, vello, pero sobre todo saliva y lágrimas: la película es mayormente vísceras. Todos los elementos se traducen en sentimientos que aparecen demasiado palpables, experimentando lo que ellas sienten.
Basado en la novela gráfica “Le bleu est une couleur chaude” (lanzada en 2010), de la escritora e ilustradora francesa Julie Maroh, Kechiche construye un arco dramático más o menos convencional, con la particularidad de que los conflictos salen de pantalla sin necesidad del abrupto 3D. El autor consigue apropiarse del relato trasladando con virtuosismo su tono al lenguaje del séptimo arte. El contenido y la manera de transmitirlo se funden de manera perfecta con este amor joven que sin duda pasó como una de las mejores películas de la 55 Muestra.

 

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Por S TP