Por Pedro Paunero
Escuchamos una canción interpretada por Irving Berlin, mientras pasan los títulos, que suena fuera de lugar y, a la vez, muy adecuada para la bizarrada que estamos a punto de ver y, sobre todo, experimentar: “Alicia en el país de las maravillas” (Alice in Wonderland, 1931), dirigida por Bud Pollard.
Hay un corte, luego un plano general, Alicia sigue sentada, pero ahora notamos los hongos gigantes a su espalda, y que la playa no es sino un set de filmación. El sonido que nos llega, conforme avanza la cinta, es algo parecido al de un trapo húmedo golpeteando en los rodillos de una vieja lavadora. Por fin, Alicia, rompiendo la cuarta pared, nos habla directamentde nosotros, con una voz fingida, de niña, y notamos ahora el parecido de esta Alicia con alguna actriz porno, con todo y peluca rubia, incluyendo la voz impostada. Ruth Gilbert tenía poco más de dieciocho años cuando interpretó al personaje de Alicia en esta película, quien, en la novela de Carroll, tiene ocho, aunque aquí parece una treintañera, por lo que equipararla con una porno star no parece descabellado. Es más, no podemos evitar que nos venga a la cabeza otra “niña” desproporcionada -por decirlo de alguna manera-: la Baby Jean Hudson de Bette Davis, en “¿Qué fue de Baby Jean?” (What Ever Happened to Baby Jane? Robert Aldrich, 1962) quien, a la sazón iba con maquillaje empastado, y cargaba sus buenos casi sesenta años encima.
Aparece el conejo, de cuyo disfraz podemos notar las costuras, y Alicia recoge el abanico que ha dejado caer. El conejo da unas vueltas por el set, intentando que parezca más grande de lo que es en realidad, y la cámara toma a Alicia, deformando la imagen, estirándola, en un afán inútil de hacernos creer que se ha agigantado. Alicia da unos pasos, pero curiosamente, a quien nos parece ver es a Ruth Gilbert, completamente perdida, mirando aquí y allá y a la cámara, en ese set diminuto. La calidad de su actuación y, con esta, la del resto del elenco, es la de un grupo de teatro de escuela primaria, aunque alguien se tomó la molestia de hacer una mesa y sillas más altas de lo normal, para la escena de “Cerdo y pimienta”.
El gato de Cheshire no tiene que envidiarle nada a los actores pesimamente maquillados de la horrible “Cats” (2019), de Tom Hooper, incluyendo su risa de idiota y unos parlamentos que parece olvidar por instantes. Durante el almuerzo del Sombrerero, una cámara no apta para menores de edad realiza unos paneos vertiginosos, que pasan de un personaje a otro, desafiando al marino más fortalecido contra el mareo, y el diálogo se alarga, bobo y antipático. El célebre pasaje de la novela -de gran interés para la etnomicología y la contracultura-, de la oruga sobre el hongo alucinógeno, provoca un cierto terror, cuando vemos al actor disfrazado de oruga, metido en unas telas holgadas y unos bigotes caedizos, que le dan aspecto de acosador trasnochado, tras una borrachera de días, cuya voz chillona y diminuta -de auténtico UmpaLumpa-, rivaliza con la de la señorita Gilbert.
Ahora, aunque llegamos a la mitad del filme, rogamos que ya se acabe, pero este desfile de despropósitos apenas va tomando fuerza. Y es que falta, aún, un baile de reumáticos en el castillo de la Reina de Corazones, más actuaciones mal ejecutadas y, todavía peor dialogadas, y un final sobre una butaca de jardín.
Sobre un telón pintado, se desarrolla el pasaje del grifo y la falsa tortuga, pero los diálogos del grifo son opacados por la máscara ridícula del disfraz, que apenas le permite hablar, y los versos que los tres personajes recitan jamás sonaron tan patéticos, antes o después, de esta producción. De vuelta en el castillo, uno de los pajes infantiles, encargado de evitar que las capas de los reyes arrastren por el suelo, amenaza con caerse, al tropezar, mientras suben los escalones donde se sitúan los tronos.
El juicio se desarrolla bajo la tutela de un rey con cara de arrepentimiento por haber participado en esta tontería, y Alicia, es decir, Ruth Gilbert, se empeña en hacernos creer que llora, pero no le creemos.
Para entonces, ya hemos tenido bastante, y los diez minutos que restan, en los que aparece la cocinera con el pimentero, haciendo estornudar a todos y Alicia es interrogada, se alargan eternamente.
La “Alicia” de Bud Pollard es la primera adaptación sonora de la novela. Este producto desechable no tendría mayor relevancia, a no ser por este hecho histórico, y que se filmó un año antes de las celebraciones del centenario del nacimiento de Lewis Carroll.
En toda su vida, Bud Pollard dirigió un puñado de películas que adaptaban obras musicales de bajo presupuesto, y algún título de Serie B, como “Love Island” (1952), que deben estar entre las peores jamás filmadas, y que explotaban el tema del amor interracial entre un piloto estadounidense (Paul Valentine), cuyo avión se estrella en la isla del título, y la hija del jefe de la tribu local (Eva Gabor), en una historia manida, que se remonta a la mítica “Ave del paraíso” (Bird of Paradise, 1932), dirigida por King Vidor, con Dolores del Río en el rol estelar, con esto encima, Pollard podría considerarse un pionero de la dirección de Stand Up Comedy, con su trabajo en “Tall, Tan, and Terrific” (1946), filmada en el Golden Slipper Club de Harlem, en el cual mezclaba un endeble misterio con el ambiente del club, con sus artistas negros, y en el que aparecía Mantan Moreland, el legendario actor cómico, y la cantante Francine Everett, cuyas actuaciones fueron limitadas a las infames “Race Films”, destinadas a un público afroamericano, pero la película es apenas menos mala que “Alicia”.
Esta “Alicia en el país de las maravillas” (que se creía perdida o, de plano, sólo un mito), es tan extraña -por lo mala que es-, que podría funcionar como contrapunto y complemento de la “Alicia” (Neco z Alenky, 1988), de Jan Švankmajer, para un maratón de Noche de Brujas. O cualquier otra noche.