Amor por Hollywood: O cómo volví a amar a Oscar y dejar de preocuparme

Por Ulises Pérez Mancilla

A mi madre y a mi padre, hoy por hoy los héroes de mi película

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No sabía cómo empezar este artículo. Imaginaba iniciarlo a través del recuerdo de mi primera ceremonia de los Oscares, pero ciertamente mi memoria es difusa. Lo que sí sé es que mi relación con el premio de la Academia inició en los 90, muy probablemente en los pasillos del Macrovideocentro de la esquina de mi casa, cuando pasaba horas y horas leyendo las portadillas de las películas hasta que era interrumpido por el gerente de la tienda que llegaba a apresurar la elección de mi renta con alguna recomendación, casi siempre acompañada por la leyenda: “la nominaron al Oscar”.

En aquella época vivía en Hidalgo y mi padre organizaba visitas dominicales a la Ciudad de México que terminaban casi siempre en idas al cine. En medio del furor por el Oscar, recuerdo haberme perdido el chance de ver el estreno de “Pulp Fiction” en el Cine Latino porque mi papá había valorado que era una película demasiado violenta para mi edad, y en su lugar entramos a ver “Lo mejor de mi vida” con Michael Keaton. Un año después, la situación cambió: frente a la marquesina del Cine Cosmos, yo voté por entrar a ver “Babe, el puerquito valiente” pero mi papá quería ver “Se7en”. Volvió a ganar mi papá.

Siendo un chico iniciado en el cine a través de las películas de Hollywood, ya fuera en la permanencia voluntaria del Cinema del Río (el Cinema Paraíso de mi infancia) o de la programación sabatina del canal 5, pensé también que sería bueno enlistar mis momentos favoritos del Oscar en los últimos quince años, pero temí parecer superficial cuando empezara a describir la alegría que me dio ver ganar a Sandra Bullock, no porque fuera la mejor actriz, sino porque verano a verano, de alguna manera, sus películas me remitían a momentos estelares de mi propia vida.

Para entonces, tal como ha ocurrido ya, llevaría redactados tres párrafos sin exponer claramente el motivo que me llevó a escribir estas líneas, y que tiene que ver con el entusiasmo que me despertó la tarea de encontrar un punto en común entre las nueve películas nominadas de este año. Primero, porque considero que hacía tiempo no había una competencia tan sólida, pero sobre todo, porque temáticamente alentaron mi espíritu de espectador activo. Su diálogo fue tan contundente que generaron en mí el deseo de hallar en sus discursos una identificación.

Independientemente de que la mayoría de éstas obras ocurren alrededor de la orbita cultural estadounidense, ¿reflejan algo de las preocupaciones del mundo actual? A propósito del elocuente título de la película de Haneke, recordé lo mucho que me deslumbró en mi época de universitario un texto teórico acerca del amor. Su autor era el biólogo chileno Humberto Maturana y su postulado era más o menos el siguiente: los individuos sin amor se enferman, por lo tanto, las sociedades sin amor, se resquebrajan; entendiendo el “amar” como el simple reconocimiento a la existencia del otro.

La lucha por el respeto a la otredad, así como su imposición en un mundo que socialmente teme a la diferencia, es un conflicto natural histórico; tomado y retomado por el cine desde sus orígenes. Ser diferente es más frecuente de lo que parece, sin embargo ¿en qué lugar estamos parados como para aceptar esta realidad cotidiana?

Jugando un poco con las piezas del rompecabezas, Tarantino ilustra cual niño con sus crayolas, las desgracias ocurridas a los esclavos negros, Spielberg toma la estafeta y esquematiza cómo es que se fragua el fin de la esclavitud vía Abraham Lincoln, mientras que Bigelow monta un discurso nacionalista en favor de la tortura, a la par que siembra una provocadora declaración de Barack Obama, el primer presidente negro, negando que Estados Unidos ejerza o favorezca dicha práctica.

Por su lado, Ben Affleck nos dice que la intromisión internacional de Estados Unidos no es algo nuevo; y contextualiza tres décadas atrás una efectiva historia de acción basada en hechos reales que se originó, justamente, porque su país intervino en la política iraní. Tanto en “Argo” como en “Zero dark thirty”, la intolerancia está invertida y “objetivamente” justificada.

Benh Zeitlin va más allá de lo evidente: el color de la piel es sólo la primera capa de la cebolla. Y en “Beasts of the southern wild”, presenta a través de una condición de arraigo, a una comunidad que lucha por hacer respetar su forma de vida, por mucho que otros la perciban como “salvaje” o peligrosa, distinta pues. Y es que al final, ¿parados desde qué ladrillo se puede juzgar lo que es mejor para el otro? No importa si el otro se embriaga más que uno, si le cuesta socializar y recibir abrazos o si tiende la cama de un modo distinto al nuestro, en todos los corazones habita ese sonido de vida que “Hushpuppy” busca con tanta vehemencia.

David O. Russell desarrolla una historia de amor que florece a través de la tolerancia. “Silver linings playbook” debe ser la película más luminosa de las nueve, porque inicia poniendo la palabra oportunidad sobre la mesa: la actitud de la madre que a riesgo de equivocarse vuelve a creer en su hijo, es como si el “I dreamed a dream” de Fantine fuera acogido en una pista de baile y acallado porque a alguien se le ocurrió comprometerse y tenderle una mano.

Lo realmente enriquecedor de la puesta al día del clásico de Víctor Hugo por parte de Tom Hooper es su vigencia. Sea en la representación del problema o en la claridad para resolverlo, el canto final de la película es sólo el eco que desencadena el remedio a un alma atormentada. Ver, oír y escuchar al otro: reconocerlo. Cuando la palabra amor no es una palabra sino un sentido (… Do you hear the people sing?).

En “Amor”, Haneke explota esos sentidos de una manera soberbia. Ante una sociedad negada a los problemas del otro, sea por miedo, por ignorancia o indiferencia, siempre hay caminos dignos y uno de ellos es la aceptación. Cito una idea del prólogo del libro “Cuando la muerte se aproxima” de Arnoldo Kraus al respecto: “Se toma conciencia del mundo sólo desde el sufrimiento, la caída o la presencia de una desgracia que escarba en la tierra como si fuera un perro que ha enloquecido. Entonces nos preguntamos hasta donde es permitido entrometernos en la intimidad de una persona que sufre. No es nada sencillo saber escuchar el dolor y evitar que nuestros juicios acerca de lo que es bueno se conviertan en las piedras que sepulten a quienes no comparten las mismas ideas”.

¿No es el miedo a la muerte, también, una angustia por aceptar un hecho que conlleva a un cambio? A través de la “aventura extraordinaria” de Pi, Ang Lee toma a la naturaleza como metáfora de amenaza y pone a monologar a su protagonista: un joven naufrago que al final de su viaje, tendrá que deshacerse de la magia que lo mantuvo con vida para volver a encajar en una sociedad que necesita tener la certeza de escuchar lo que quiere escuchar.

Decir adiós como una vía de crecimiento tendría que ser una respuesta a ejercer estas nuevas formas de amor. Pi, que forjó una amistad con el tigre blanco llamado Richard Parker, se desploma cuando éste le da la espalda y se aleja de él. Con los años, por doloroso que sea, Pi se desprende de esa sensación de traición y abandono por que al comprender la naturaleza del animal, le otorga a Richard Parker su lugar en el mundo.

El doctor Schultz, un extranjero viviendo en los años previos a la guerra civil de Estados Unidos, se distinguía por ser un hombre de ideas avanzadas, mismas que lo llevaron a formar primero una sociedad de trabajo y después una amistad con Django, un esclavo negro a quien libera por conveniencia; no obstante, conforme avanza el western de Tarantino, su criterio en torno al respeto por los individuos sin importar el color de su piel, pasa de ser una rebeldía adolescente a un compromiso moral que lo lleva a encarar la intolerancia y la ignorancia de la época, a costa de su propia vida.

A su corta edad, “Hushpuppy” tiene que aprender a valerse por sí misma. Su padre la educa para esta misión sin saber que él está muy enfermo. Inquieta y sensible a su entorno, la niña protagonista de “Beasts of the southern wild”, construye para sí una fantasía apocalíptica a través de la cuál prepara el camino para trascender su miedo a decir adiós, a la par que se libera de la piedra en el zapato que es la ausencia de su madre (quien abandonó a su familia en el pasado). La niña, que buscaba fervorosamente el sonido de la vida en el latir del corazón de los otros, es recompensada con el sonido de su propio torrente de vida al restablecer con su actitud valiente, un orden que ella misma creía haber roto.

Javert, el antagonista de “Los miserables”, ve en la muerte una opción honorable antes que hacer flaquear a su orgullo y reconocer en Jean Valjean a un ser tan complejo y valioso como él. Ejemplo furtivo de intolerancia en la historia de la literatura, en su figura recae la amargura por negarse a validar la existencia de Valjeint, que es perseguido toda su vida por Javert, también hasta su muere, empero la muerte de Valjean encierra un círculo de aprendizaje que se traduce en liberación: la paz eterna dibujada al final del arcoíris como un canto de esperanza no es más que la recompensa por enfrentar nuestros problema cara a cara. Alzar la voz para que el otro escuche. Imponerse al viento en contra.

Ante la imposibilidad de seguir valiéndose por sí misma tras quedar parapléjica de un lado del cuerpo, Anne exige su derecho a morir y Georges su marido, se lo concede como regalo máximo. Haneke se vale de un contexto en el que se palpa a una sociedad cruel que mira a la vejez como una inevitable tragedia. La enfermedad como factor de discriminación social, acompañada de un radical cierre de filas cuando la posibilidad de diálogo con los otros ha caducado. Cuando el cuerpo no da para más.

Hace unas horas, me topé en Twitter con un retuit de Billy Rovzar que decía: “Hoy día no hay suficiente gente compartiendo el suficiente amor en el mundo, y todos somos responsables de esta situación”… ¿Qué es lo que salva de hundirse en la locura a Pat y Tiffany? El amor. En “Silver linings playbook” David O. Russell ilumina el camino de sus protagonistas cuando la familia justamente cierra filas, y abierta a modificar sus hábitos de vida (más costumbre que otra cosa) impulsa al hijo enfermo de bipolaridad a retomar su vida mediante un manual básico para sentirse bien: ¿crees que tu vida apesta? Mir a tu alrededor.

Y en esta carrera loca por ganar la mejor puntuación en el concurso de baile, insisto ¿qué o quién determina las reglas sobre lo moralmente correcto, que no es otra cosa que un oleaje caprichoso parecido al juego de la oca? ¿Lo que me beneficia aunque incorrecto, es viable en tanto que me beneficia y por lo tanto, lo que me perjudica aunque correcto, lo niego mientras me beneficie? La gran afrenta del muy correcto Spielberg es “humanizar” a Lincoln, que no estuvo exento de ensuciarse las manos en el proceso de empujar el decreto de ley que aboliera la esclavitud.

En el mismo tren, Django mata en función de recuperar a su esposa a quien ama, movido más por la venganza que por un deseo genuino de redimir su condición de clase. Incluso el padre más amoroso (interpretado por el muy dulce Robert de Niro) pone en duda la rehabilitación de su hijo cuando lo acusa ingenuamente de influir en el resultado negativo de un equipo de futbol americano, al que había apostado creyendo que su hijo le daría la buena suerte. La fe ciega en las personas condena y nos condena. Nos ata.

Ya lo dice el máximo postulado de nuestro legendario presidente, don Benito Juárez: “en los individuos como en las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. El 11 de septiembre de 2001 es recordado por la humanidad como símbolo del resquebrajamiento brutal de ese principio, pero a poquito más de una década de distancia, a través de la fría crónica de “Zero dark thrity”, resulta perturbador cómo los papeles de intolerancia se van volteando hasta pisar un charco de lodo donde reina la confusión, los principios maleables y la neurótica frase que fue caballo de guerra en la administración de Bush: “si no está conmigo está en mi contra”.

Bigelow pone sobre los hombros de Maya, su personaje central femenino, la representación de un país que busca cobrar (… ¿vengar?, ¿hacer justicia por?…) la vida de 3000 ciudadanos estadounidenses acaecidos durante el acto terrorista de Al Qaeda. Maya sublima esa responsabilidad nacional tan personal y a la vez tan ajena a través de la muerte de Bin Laden, pero cabe la pregunta: esa impresionante mirada final de Jessica Chastain, ¿es como si en un universo paralelo Javert hubiese logrado volver a encarcelar a Jean Valjean?… Aunque podamos no comulgar con sus métodos ¿es su llanto ,un llanto cercano al de la redención que experimenta Jean Valjean, que como ella, también cargaba con una difícil encomienda? ¿Es Maya un Django en potencia que ve en la captura de su némesis la consumación de un feliz romance, o se trata del despertar de conciencia que experimenta el doctor Schultz?

Al igual que “Zero dark Thirty”, “Argo” convierte a Tony Mendez, un agente secreto de la CIA, en un héroe que no hace más que reparar un daño que su país provocó indirectamente. El vehículo del muy talentoso Affleck es rodearse de esa magia del cine que a todos enloquece y quizá por eso es la gran favorita para muchos. Entretenida sin mayor encanto que su buena factura, la tercera película de Ben Affleck aprovecha las ventajas de ubicar una historia de repercusión actual en el pasado y le permite aventurarse por la misma vía patriota que toma Kathryn Bigelow pero sin ensuciarse demasiado.

Al final de mi aventura so pretexto de la más reciente ceremonia de los Oscares, encontré nueve películas sinceras. Nueve realizadores que no me defraudaron y que me sorprendieron incluso dentro de sus limitaciones. Algunos como Tarantino y Spielberg, cuya experiencia al ver sus nuevas obras fue como quien se toma un café con un viejo amigo de quien puedes criticarle todo, pero no esperas que cambie porque lo disfrutas y lo aceptas tal como es.

Unas horas antes de la premiación, leo en los diarios que las apuestas fuertes van por “Argo” como mejor película y Spielberg como mejor director, y muy probablemente quede así la cosa. En un mundo justo, Hollywood debería rendirle honores a Haneke e incentivar las carreras de Benh Zeitlin y David O. Rusell, pero este no es un mundo justo y Hollywood mismo adora posicionarse como actor activo en la historia de su país y “Argo” honra su poderío.

¿Que quién ganará? no lo sé, ¿acaso importa?. El año pasado, mientras Meryl Streep ganaba su tercer Oscar, yo ganaba la quiniela organizada en mi salón de clases y volvía a casa de un afortunado día de llamado de lo que próximamente será mi primer largometraje como guionista. Meryl sonreía, yo sonreía y para el caso, aunque encendí el televisor demasiado tarde para disfrutar de la ceremonia, mi referente en torno a aquella noche de Oscares, había generado un nuevo recuerdo que a la distancia, me regresa a la idea de que las películas y todo lo que nace en torno a ellas (carteles, premios, fotos, afiches, festivales, música, merchandising), queda en nuestras vidas como esos antiguos álbumes de fotos que se hojean en las reuniones familiares y en los que uno descubre cómo algún detalle, una imagen, una anécdota o un sentimiento habla mucho de lo que fuimos y de lo que somos ahora, de lo que queremos y de lo que hacemos para comprendernos.

Más que la posibilidad de vivir muchas vidas a través de sus historias, las películas son oportunidades de oro para reconocerse a uno mismo a través de los otros, para reconocer a los otros; y esto, como diría Maturana, también es un acto de amor.

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