Juan José Martínez Casado y Leopoldo Ortín en La obligación de asesinar
Por Arturo Garmendia
Los gringos usan revólver treinta y ocho especial de la policía… Saben judo, karate y estrangular con cordones de seda… [En cambio] en México no nos enseñan
todos esos primores. A nosotros sólo nos enseñan a matar.
Y tal vez ni eso. Nos contratan porque ya sabemos matar.
No somos expertos, sino aficionados.
Rafael Bernal. “El complot mongol”
Del Líbano a México
El imperio turco otomano llegó a su fin en los albores del siglo XX, tras una larga y penosa decadencia. Uno de sus últimos emperadores, Abdul Hamid II, impuso insoportables gravámenes a su pueblo y estableció un sistema de levas para formar un ejército capaz de contener la insurgencia popular. No por mucho tiempo: en 1906 se crea el partido de los Jóvenes Turcos que impulsa la promulgación de una nueva constitución para contener el poder despótico. Vino después una época de agitaciones nacionalistas y terroristas, que no se resolvió sino hasta los años veintes, con la constitución de varios estados nacionales, entre ellos la República de Líbano.
Esta situación se tradujo en fuertes oleadas migratorias, una de ellas con destino a México. Así, a finales del siglo XIX arribó a este país el matrimonio formado José Helú y Wadiha Atta, inmigrantes libaneses, quienes intentaron establecerse en varias ciudades al norte de México antes de asentarse definitivamente en la capital de la República. Su primogénito, Antonio Helú Atta nació en la ciudad de San Luis Potosí el 17 de junio de 1900 y su hermana, Linda Helú Atta, años después en Parral, Chihuahua. Vale la pena consignar que doña Linda Helú caso con otro compatriota, don Julián Slim Haddad, avecindado en Tampico, Tamaulipas. De este matrimonio nació Carlos Slim Helú, empresario mexicano y, hoy por hoy, uno de los hombres más ricos de México y del mundo. Así, Antonio Helú viene a ser tío de este personaje.
El caso es que don Julián Helú trajo a México la primera imprenta de caracteres arábigos y fundó con ella una de las primeras revistas comunitarias para la colonia libanesa en este país, llamada Al-Jawater (Las ideas), así como una Liga Literaria, donde se reunía a intercambiar opiniones con la intelectualidad de la época. En estas fuentes bebió Antonio Helú sus primeras letras, despertando prematuramente su vocación hacia el periodismo, la literatura y finalmente el cine.
Estudió Helú en la Escuela Nacional Preparatoria e inició estudios de Leyes en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la UNAM. Como estudiante de preparatoria, colaboró en la revista Policromías, órgano de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria. Seminario humorístico de estudiantes, tuvo como responsable a Ramón Rueda Magro, aunque el verdadero director fue Antonio Helú. Otros colaboradores de esta publicación fueron Salvador Novo y Xavier Villaurrutia. Se publicaron 20 números, entre mayo de 1919 y agosto de 1921. Mas tarde participó en muchas otras publicaciones, utilizando el seudónimo de Cagliostro.
Participó activamente en la campaña vasconcelista por la presidencia de la República y dirigió El Momento, periódico del movimiento. Después de la derrota electoral de José Vasconcelos en 1929 emigró a Los Ángeles, California, donde estudió cine, trabajó como lector de biblioteca y dirigió El Heraldo de México, un periódico local. Sin embargo, a diferencia de Juan Bustillo Oro, Mauricio Magdaleno, Chano Urueta y otros vasconcelistas siguió profesando respeto al maestro toda su vida.
De vuelta a la Ciudad de México reencontró a su amigo de la preparatoria y compañero de armas políticas, Bustillo Oro, quien lo invitó a colaborar en el cine. Su estrecha colaboración con Bustillo duraría hasta el final de su carrera cinematográfica en 1960.
Murió en la Ciudad de México, el 20 de diciembre de 1972.
Policías y ladrones
Como escritor Antonio Helú se caracterizó por su marcado interés en el género policíaco, del que es considerado uno de los pioneros e impulsores en México. Cultivó dicho género tanto en su obra literaria como en la cinematográfica.
Helú empezó a escribir ficción a mediados de los años 20, con el relato corto “Pepe Vargas al teléfono”, al que siguieron otros dos cuentos: “El centro de gravedad” y “Los predestinados”; una comedia policiaca en tres actos, “El crimen de Insurgentes” (comedia policíaca en tres actos, escrita en colaboración con Adolfo Fernández Bustamante) que se representó en el Teatro Arbeu en agosto de 1935 y una pieza en un acto, “La comedia termina” (1938).
En 1946 formó, junto con Enrique F. Gual y Rafael Bernal, el primer club literario del género policíaco en México, llamado Club de la Calle Morgue.1 Además fundó y dirigió las primeras editoriales mexicanas dedicadas a la difusión de dicho género: la revista “Selecciones policíacas y de misterio” (1946-1957), para la cual traducía a los cuentistas más famosos de habla inglesa y alentaba la colaboración de escritores mexicanos, como Bernal, María Elvira Bermúdez y aún su amigo dilecto, el cineasta Juan Bustillo Oro, que se permitió algunos relatos prodigiosos como “El asesino de los gatos”.
Además, fundó la editorial Albatros, también dedicada a cultivar los géneros policíacos y de terror.
Escribió un gran número de cuentos y relatos policíacos publicados en diversos diarios nacionales como El Universal, México en la Cultura (suplemento de Novedades) y El Universal Ilustrado; y en revistas extranjeras, como el Ellery Queen’s Mistery Magazine y en Mistery Writers of America, entre otras. Para otras editoriales elaboró y prologó las antologías Las mejores historias de horror (Bruguera),Tres cuentos para gastrónomos y El cuento enigmático.
Su obra más representativa es “La obligación de asesinar” (1946). Este volumen reúne varias narraciones, 2 de las cuales es protagonista Máximo Roldán, la peculiar mexicanización del detective norteamericano de la serie negra, que en el nombre lleva la fama. Roldán es un anagrama de la palabra ladrón. No podía ser de otra manera. En México, con una policía juzgada unánimemente como corrupta, el procurador de la justicia no podía ser sino alguien “fuera de la ley”.
En efecto, como lo señala Diego Téllez Praz, en la novela negra norteamericana, “El detective es el encargado de proteger la vida burguesa. El detective puede ser despiadado y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. [Sin embargo] Estas dos características particulares de las novelas negras (el necesario castigo al criminal y la incorruptibilidad de los detectives) resultarían, cuando menos, poco creíbles para las realidades latinoamericanas donde “… el personaje acusado casi nunca sería el criminal verdadero y, a menos que fuese pobre, jamás recibiría castigo” 3
En el prólogo de la publicación original, Xavier Villaurrutia imagina a Roldán como alguien muy parecido a su autor: “delgado, inteligente, nervioso y explosivo”. Para María Elvira Bermúdez, Máximo Roldán es muy parecido, y un digno sucesor, de Arsenio Lupin (creado por Maurice Leblanc), pues “tanto el personaje mexicano como el personaje francés poseen rasgos firmes de audacia y astucia que infaliblemente los ponen a cubierto de toda la sanción, y en ambos se concreta la tendencia, tan latina, a menospreciar los principios y procedimientos penales.” 4
El compañero de Roldán, Carlos Miranda, viene a ser el doctor Watson de este Sherlock Holmes
“La obligación de asesinar” es un volumen hecho a la manera folletinesca o teatral, porque deja en suspenso el final de cada relato para continuar con el otro. Tiene un lenguaje coloquial y un razonamiento lógico, virtud que deben de tener los cuentos de índole detectivesca, a decir de la escritora y teórica de la literatura policiaca citada, quien además señala que el género debe tener el factor sorpresa desde el punto de vista de la resolución del problema.. “Por eso digo, con diez hombres como Máximo Roldán.., seguramente la policía mexicana no tendría esa mala reputación que carga desde tiempos ancestrales… es un antihéroe; y por supuesto, es muy observador, no se le escapa ningún detalle, al estilo … del Padre Brown, personaje de G. K. Chesterton”. 5
Pero si la literatura no puede mejorar a la policía nacional, la contribución de Helú a la literatura no deja de ser importante, si bien puede haber quien le regatee méritos, dado el desdén con que, según Villaurrutia, se considera al género policíaco: “Explicar la razón de esto sería largo y tedioso –señala-. Sin embargo, [en México] sería torpe contemplar un desierto sin percibir que hay un pequeño oasis en las historias de Antonio Helú para satisfacer la sed de los lectores de historias policíacas”. 6
Debe agregarse que las historias de Helú no son parodias de las novelas detectivescas, sino parodias de la burguesía mexicana, estructuradas alrededor de una trama detectivesca. La perplejidad de Roldán y Miranda cuando se enfrentan a mecanismos que producen pilas de cadáveres crean una atmósfera de irrealidad fársica, en torno a los egotistas sospechosos Es la imparcialidad política de Helú lo que le da tanta autoridad a su retrato de las clases poderosas, un retrato tan crítico como el de cualquiera de sus contemporáneos.7
Andanzas cinematográficas
El cine nacional supo acoger en su seno a muchos emigrantes libaneses en sus orígenes, y a los descendientes de estos en la actualidad. El cineasta Carlos Martínez Asad reseña esa participación en el filme documental “Los libaneses en el cine mexican”o (2007), producido por la Filmoteca de la UNAM, con la colaboración de la cantante Astrid Hadad y la escritora Guadalupe Loaeza. Durante su proyección es posible reconocer, entre los directores de este grupo, a don Miguel Zacarías Nogaim, de larga tradición en nuestro cine; al productor Antonio Matouk y entre los actores, a Antonio Badú, Mauricio Garcés, Gaspar Henaine Capulina y más recientemente a los hermanos Bichir y Salma Hayek. 8
Mención aparte merece Alfredo Harp Calderoni, empresario y hombre de negocios que heredó de su tío, Antonio Helú, el amor por el cine y levantó la productora Santo Domingo Films, que financió películas como “Cansada de besar sapos”, “Kilómetro 31”, “Morirse en domingo” y sobre todo “Voces inocentes” (Luis Mandoki, 2004) sobre la guerra civil salvadoreña.
En esta galería Antonio Helú ocupa un lugar predominante al figurar, lo mismo que en el campo de la novela, como precursor del género policíaco. Entre 1937 y 1960 Antonio Helú participó en la realización de 23 películas, principalmente como argumentista o guionista. Sin embargo alcanzó a dirigir 6 de ellas, estando bajo la responsabilidad de su amigo Juan Bustillo Oro otras doce. Tuvo oportunidad de aprender el oficio con Fernando de Fuentes, para quien escribió, junto con Bustillo -Oro, “Las mujeres mandan” (1936), y a continuación ambos colaboraron en las cintas “Malditas sean las mujeres” (1936), “Nostradamus” (1937) y “La honradez es un estorbo” (1937), todas de Bustillo Oro. Tras este aprendizaje debutó como director adaptando para la pantalla su historia “La obligación de asesinar” (1937) pero, según parece, no pudo sacar mejor provecho de su guión.
Se trata de de una trama clásica dentro del género: Un “ladrón elegante”, Carlos Miranda (Juan José Martínez Casado) se cuela en una reunión donde conviven varios médicos y sus esposas, y a poco de entrar se descubre que uno de los doctores ha sido asesinado. Un agente policíaco (Leopoldo Ortín) sigue las pistas y las mal interpreta y cuando está apunto de detener a un sospechoso otro galeno es muerto, lo mismo que una de las invitadas. Finalmente, el ladrón improvisado en detective descubre al verdadero criminal, haciendo quedar en ridículo al agente de la autoridad.
Rodada con pocos recursos, escaso dominio técnico, en un solo decorado y con sólo una hora siete minutos de duración, la comedia corrió con poca suerte y llevó a su autor a buscar nuevos derroteros. Para esto, el año anterior Fernando de Fuentes había dado el campanazo de “Allá en el Rancho Grande”, y como muchos otros productores Helú probó suerte con otro asunto folklórico llevando a la pantalla “Alma jarocha” que fue reseñada de la siguiente manera por un anónimo cronista neoyorkino en ocasión de su estreno en Estados Unidos:
“Quienes estén familiarizados con el hermoso paisaje montañoso que recorre el ferrocarril México-Veracruz estarán interesado en ver Alma jarocha en el Teatro Hispano, el nuevo filme hablado en español. Reconocerán los alrededores de Orizaba, incluido su nevado “Pico” y desearán hacer nuevamente el viaje. Desafortunadamente, el “alma” de la gente que vive en Veracruz no le será revelada, como promete el título del filme. Un sonido y una fotografía indiferentes recogen el buen desempeño de numerosos cantantes y bailarines, que vale la pena ver. El director Antonio Helú hizo lo mejor que pudo con el endeble guión, que sigue a un grupo de estudiantes que pasan unas breves vacaciones en Orizaba. El elenco incluye a Juan José Martínez Casado, Leopoldo Ortín, Ramón Armengod y Julián Soler. Las chicas son Margarita Mora y Marina Tamayo. La señorita Mora dice tener sólo 17 años, y ya se le da tratamiento de “estrella”. Es guapa, pero el fotógrafo debe evitar hacerle “close-ups.” 9
En 1938 Helú se asoció con el también realizador Adolfo Fernández Bustamante, para financiar “La india bonita” dirigida y escrita por él mismo, en colaboración con su socio. Tratábase de aprovechar el recuerdo de un concurso celebrado durante las fiestas porfiristas del Centenario de la Independencia, dedicado a dignificar a la población indígena, para explotar el sentimiento nacionalista, tan vivo en aquellos años. No tuvo éxito, como tampoco lo tuvieron el resto de las producciones en las que se vio involucrado en los siguientes años “El hotel de los chiflados” (1938), “El hipnotizador” (1939) y “¡Cuando la tierra tembló!” (1940), por lo que se retiró de la producción y dirección de filmes para dedicarse a sus labores editoriales, ejerciendo esporádicamente las tareas de argumentista cinematográfico.
Así adaptó junto con Chano Urueta el culebrón radiofónico “Anita de Montemar” que en la pantalla se convirtió en “Ave sin nido” (1943) y a mediados de los años 40 tuvo oportunidad de recrear en el cine la figura de su detective favorito escribiendo el argumento de Arsenio Lupin, por encargo del productor-director Ramón Pereda, quien además encarnó en la pantalla al personaje. El filme, por demás confuso, narra en un París de pacotilla las hazañas del ladrón/detective enfrentado nada menos que con Sherlock Holmes, al que finalmente le gana la partida: Lupin, disfrazado de médico investiga un asesinato y el robo de un valioso collar, que estaba al cuidado del famoso detective inglés. Lupin resuelve el caso, pero se lleva el collar. Holmes lo recupera en el último minuto, pero Lupin le roba el reloj… y luego resulta que el collar recuperado es falso. El director quedó muy satisfecho con el filme y rodó una secuela, “El inspector Víctor contra Arsenio Lupin”, en la cual Helú ya no tomó parte.
Así hubiera transcurrido, sin pena ni gloria, la carrera fílmica de Antonio Helú, de no ser porque en los años 50 su amigo Bustillo Oro le encargó varios trabajos, entre ellos algunos sobresalientes.
Una trilogía policiaca
“Entre nosotros, los mexicanos de hoy, está muy extendida la creencia de que una obra es policiaca porque en ella se comete un crimen y aparece la policía, o porque un detective o un oficial cuentan sencillamente algún caso en que han intervenido o porque se narra en ella la vida de algún delincuente muy conocido -señala la escritora de novelas policíacas María Elvira Bermúdez. En esas y parecidas coyunturas se estará ante un reportaje, una crónica o una biografía, pero no frente a una novela policiaca porque lo que caracteriza al género es el misterio, la investigación y la idea de justicia” 10
Ahora bien –añade- dentro de las novelas policíacas, hay “lo que en Estados Unidos califican como “crime” y entre nosotros como de suspenso. En ellas no se responde a la pregunta ¿quién es el asesino?, sino más bien a cómo y por qué mató.,, La psicología tiene aquí papel preponderante; el suspenso es factor primordial y los desenlaces suelen ser sorpresivos”. 11
En este contexto, el prolífico y multifacético Juan Bustillo Oro emprendió la realización de una trilogía de filmes policíacos al abrir la década de los cincuentas. Quería, según confesión propia, “hacer un filme de suspenso, género poco frecuentado en nuestro medio, que había intentado a medias en “El hombre sin rostro”… que más bien era un asunto psicológico y de horror”. 12 Emprendió asi la realización de “La huella de unos labios” (1951), en la que Antonio Helú no colaboró sino tangencialmente.
Resulta que Bustillo se empeñó en llevar a la pantalla un cuento de William Irish, el precio de cuyos derechos de autor estaban muy por encima de lo que se acostumbraba pagar en la industria nacional. Gracias a los buenos servicios del Helú y sus contactos con el Ellery Queen’s Mistery Magazine que publicaba sus relatos, el autor norteamericano cedió su cuento El cuello de la camisa para que sirviera de base para la cinta mencionada.
En ella se juega con el tema de la venganza: María (Rosario Granados), cuyo novio ha sido asesinado por un gángster (Carlos López Moctezuma) se hace su amante para esperar una ocasión propicia para la venganza. Cuando descubre que ha asesinado a una mujer, que ha dejado la huella de sus labios en su camisa, trastoca los planes de su amante de culpar del crimen a un tercero infiltrándose al departamento de la mujer muerta para conseguir imprimir en una nueva camisa la marca incriminatoria que finalmente lo perderá.
El éxito de esta empresa propició la realización de El asesino X (1955), si bien la situación por que atravesaba la industria cinematográfica del país no era favorable. Los recursos financieros y técnicos eran insuficientes y la filmación se redujo a dos semanas, lo que propició una puesta en escena sumamente teatral, con escasos y someros escenarios y la inusual utilización del apuntador electrónico, que ya se empleaba en las transmisiones de televisión. De ello resultó una cinta excesivamente dialogada, con desplazamientos mínimos y actuaciones acartonadas, de la que sólo se salvan los primeros minutos, en los que se escenifica un crimen de reminiscencias expresionistas. El asunto, no obstante, no carece de interés. Basado en una obra teatral debida al veterano actor Alfredo del Diestro (el inolvidable “Compadre Mendoza”), adaptada por Antonio Helú y Bustillo Oro, la cinta refiere el caso de un hombre, presumiblemente mexicano, que asesina en los Estados Unidos a un delincuente, en un ajuste de cuentas. Se entrega a la policía, pero dice no saber quién es: supuestamente a perdido la memoria. No existen en el país registros ni información sobre su persona. El director de la prisión se interesa en su caso y se convierte en su abogado defensor. Al conocerse el caso en México, una anciana piensa que el desconocido es su hijo, y acompañada de su hija viaja a su encuentro.
La amenaza de la silla eléctrica pende sobre el Asesino X, como lo ha llamado la prensa. Un excombatiente de Corea lo identifica como un heroico compañero de armas, pero los archivos militares que pudieran probar su testimonio se han incendiado. La anciana asegura que es su hijo, y dado que el muerto era un delincuente, si el acusado reconociera esa identidad la justicia sería benévola con él. Pero sin temor ante las consecuencias de esa decisión, el asesino se reafirma en su dicho.
La tercera parte de esta trilogía es “El medallón del crimen” (1956) en la que finalmente el director y su guionista consiguen entregar un relato estructurado conforme a las reglas del género y pulido hasta en sus más mínimos detalles. La cinta se ciñe temporalmente a la tarde del 31 de diciembre y el primer día del nuevo año en la ciudad de México (que ya cuenta con 4 millones de habitantes, de acuerdo con una voz en off) y hace énfasis en las coincidencias que llevan al modesto empleado de una inmobiliaria a involucrarse en un crimen pasional:
En efecto, Raúl González (Manolo Fábregas) ha encargado la confección de un medallón de oro para regalar a su esposa con motivo de las fiestas de fin de año, pero no ha tenido dinero para ir a recogerlo, por lo que teme ya lo hayan vendido. En el brindis navideño de su oficina, el jefe sorprende a sus empleados dándoles una gratificación inesperada, hecho que deciden festejar en un bar cercano. .Ahí, Raúl coincide con una dama solitaria, María (Rita Macedo), que bebe a causa de los malos tratos de su amante, un gángster de nombre Ramón Torres, y que curiosamente luce el medallón que él ha mandado hacer. Al interrogarla sobre el origen de la prenda entran en confianza y ella lo invita a su departamento. Llevados por las confidencias y como preludio de un lance amoroso, le entrega el medallón y toma a cambio un fistol de él, con la inicial R. Se lo regalará a su amante para afrentarlo, sin que lo sospeche, con su infidelidad.
Pero Ramón (Wolf Rubinski) se presenta inopinadamente. Raúl debe esconderse en el departamento vecino. Los amantes se enfrentar y Ramón mata de un tiro a María e intenta deshacerse del cuerpo colocándolo en el auto que está más a la mano, el de Raúl. Cuando éste descubre lo que ha pasado huye, llevándose el medallón de la víctima y su cadáver, dejando en cambio el fistol que lo delata,
Se construye así una historia en la que los incidentes sorpresivos y vueltas de tuerca mantienen un interés creciente del espectador. Filmada en numerosas locaciones, fotografiada en blanco y negro con una adecuada iluminación que preserva el ambiente nocturno en el que se desarrolla la trama, “El medallón del crimen” viene a ser un digno corolario de las búsquedas de Antonio Helú y Juan Bustillo Oro en un género poco frecuentado por el cine mexicano, quizás porque demanda una precisión en el trazo, un minucioso cuidado de los detalles, una sabia dosificación de los efectos. Para llevar a buen término una empresa así, dice Bustillo Oro, hay que proceder “… como si se tratara de una partida de ajedrez. Cada movimiento debe conducir a resultados previstos, para que el contrario no tenga escape posible. El contrario es el público. El público se defiende mucho contra el ataque. Si la defensa es eficaz, falla la jugada y el suspense no se consigue. Como en el ajedrez, hay que salirle al adversario con golpes de sorpresa bien calculados. El público debe caer redondito en las trampas que se le preparen, olvidarse de la crítica y dejarse llevar por la angustia. Para ello se necesita despertar mucho interés. Por lo tanto hay que ceñirse a una suficiente verosimilitud y graduar con cuidado la tensión del argumento. Todo esto se lleva tiempo. El tema se inventa de golpe. Su construcción dramática es lenta. Pide meditación, pide alevosía y pide mucho disimulo para las coincidencias. Las coincidencias tendrán que detenerse en los límites de la credibilidad”. 13
En suma, la trilogía policiaca de Helù / Bustillo Oro se sostiene como uno de los ejemplos más acabados del género. Los filmes que la componen tienen en común el tema de la justicia: la que se hace por mano propia, en el caso de “La huella de unos labios”; la que se acata por voluntad propia, aún cuando los encargados de aplicarla no puedan hacerlo (“El asesino X”) o la que deriva de la eficaz labor policiaca (“El medallón del crimen”), aun cuando en este caso esta sea apoyada por el azar, cuyas predeterminaciones o coincidencias se simbolizan en el cabalístico número 13 que ostenta esa alhaja. Además, como lo quiere María Elvira Bermúdez, en todos ellos sabemos desde las primeras escenas quién es el asesino, por lo que el interés de la trama se desplaza hacia la forma en que es desenmascarado y en ello mucho tienen que ver las motivaciones internas de los protagonistas, confirmándose de esta manera el temprano interés del director por la psicología, que hemos reseñado en otro lado, 14
Pero a fin de cuentas, lo que importa es el suspenso, esa capacidad de mantener la atención suspendida en espera de que se produzcan o no determinados acontecimientos, generalmente nefastos para los protagonistas, con quienes nos hemos identificado, Y en estas tres cintas, pero particularmente en la última esa espera angustiosa puntea una narración cada vez más ágil que fluye ininterrumpidamente hacia el final previsto.
A propósito de este filme, Emilio García Riera subraya lo correcto de un guión del que, supone, Bustillo Oro debió sentirse muy orgulloso “…y con justa razón: el propio Hitchcock hubiera encontrado en él no sólo las necesarias precisión y riqueza de detalles sino, incluso, una nueva ilustración de su tema favorito, el de la transferencia de la culpabilidad”. Elogia también la dirección de actores, el buen ritmo de la acción –edición a cargo de Gloria Schoeman-,, la fotografía de Ezequiel Carrasco “que hacen notar la huella del expresionismo a la Caligari”, concluyendo que ésta película es “la más sólida y lograda entre todas las de su estimable realizador”. 15
Colofón
Después de esta trilogía policiaca Antonio Helú sólo colaboraría en otras tres oportunidades, como guionista, con Bustillo Oro: en el filme “Del brazo y por la calle”, filmada de 1955, melodrama urbano no exento de interés; en la comedia ranchera “Los hijos del Rancho Grande”, de 1956, secuela de la popular película de Fernando de Fuentes que logró reunir años después al reparto original, interpretando sus mismos papeles, y “El último mexicano”, de 1959. Posteriormente se dedicaría sólo a empresas editoriales y periodísticas, señaladamente como articulista en el suplemento cultural de Novedades dirigido por Fernando Benítez. Murió, como queda dicho, en 1972.
NOTAS
1. He aquí sus títulos: “El hombre de la otra acera”, “El fistol de corbata”, “Piropos a media noche”, “Cuentas claras”, “Las tres bolas de billar” y “La obligación de asesinar”.
2. Ver el artículo “En memoria de Poe”. Revista Tiempo. Vol. X, N. 235, México, noviembre de 1946.
3. Diego Téllez Praz Novela policial alternativa hispanoamericana (1960 – 2005). Revista Aisthesis No. 40, Pontificia Universidad Católica de Chile.
4. Cit, por Jesús Vicente García, El ideal de policía aunque sea ladrón. En El Búho, suplemento cultural de El Universal. Ver la página
5. Jesús Vicente García, Op. cit.
6. Persephone Braham. Crimes against the State, crimes against persons. Detective fiction in Cuba and Mexico. University of Minesota Press. Estados Unidos, 2004.
7. Cit, en Ilán Stavans Antihéroes: México y su novela de detectives. Associated University Presses, Inc., Estados Unidos, 1997. Al respecto, Carlos Monsiváis escribió “los crímenes entre pobres no le interesan al género, y mientras en estas novelas [las policiales clásicas] la función del detective o investigador es la de neutralizar y castigar la amenaza que supone el criminal para el orden social precedente, tarea siempre culminada con éxito, en el contexto de las sociedades latinoamericanas, donde no hay confianza alguna en la justicia no sólo la figura del detective es una idealizada entelequia, sino que su equivalente, el policía citadino, inspira temor y/o un profundo rechazo entre este sector local, que teme identificarse con el sospechoso, teme defenderlo”. Carlos Monsiváis. Ustedes que jamás han sido asesinados. En Revista de la Universidad de México, 1973
8. Juan Solís. La huella libanesa en el cine mexicano. El Universal, 24 de enero de 2007
9. The New York Times, 30 de abril de 1938.
10. María Elvira Bermúdez. Qué es lo policíaco en la narrativa. Consultar la página
11. Ibid.
12. Juan Bustillo Oro. Vida Cinematográfica. Cineteca Nacional. México, 1984.
13. Ibid.
14. Ver: Arturo Garmendia Juan Bustillo Oro. Un expresionista autóctono, en este enlace.
15. Emilio García Riera. Historia documental del cine mexicano. Tomo 8. Universidad de Guadalajara / Gobierno de Jalisco / CONACULTA / IMCINE. México, 1993