Por Pedro Paunero

Veamos: Jack Torrance (Jack Nicholson) persigue, cojeando, a su esposa e hijo hasta una habitación del encantado Hotel Overlook. En la mano lleva un hacha. Prueba con el picaporte, pero la puerta del baño está cerrada. Ahí es donde se han refugiado sus familiares. Wendy (Shelley Duvall), su mujer, ha logrado hacer pasar por una ventana a su hijo, Danny (Danny Lloyd), y este ha salido al exterior nevado, donde se queda, aterrorizado, esperando a su madre. Ella, en cambio, no logra pasar. Regresa, toma un largo cuchillo y se constriñe contra el rincón del fondo, gritando de horror, mientras el hacha cae sobre la puerta, una, otra vez, abriendo primero una grieta, otra, que se ensanchan, hasta que la hoja asoma. La escena, bien montada, hace que la cámara vuelva, ora al exterior, en el pasillo, desde donde Jack asesta los golpes, ora al interior, donde Wendy grita. Por fin, la cara de Jack llena el agujero informe y, enseñando los dientes en una sonrisa maligna, grita: “¡Aquí está Johnny!”, en alusión macabra al programa de Johnny Carson. Escena icónica, en “El resplandor” (The Shining, 1980), de la mano de un director icónico, Stanley Kubrick.  

Se ha puesto de moda considerar –como se puso de moda suponer que, la primera novela de Ciencia Ficción, es “Frankenstein o el Moderno Prometeo” (1818), de Mary Shelley, aunque existan ejemplos anteriores, tan válidos como este para lo mismo– que “La carreta fantasma” (Körkarlen, 1921), de Victor Sjöström (basada en el libro de la ganadora del Premio Nobel de Literatura, Selma Lagerlöf), una cinta magnifica, que cuenta la leyenda de la carreta sobrenatural que recoge las almas de los muertos –el título, en sueco, es “El conductor”, porque cuenta la historia de aquel pecador que muere por Nochevieja, y que se convierte en el conductor de la carreta de la muerte–, tan admirada por Ingmar Bergman (al grado que requeriría a su director, Victor Sjöström, como actor principal para su película “Fresas salvajes” (Smultronstället), de 1957), es la película más antigua –una obra maestra del uso de la superposición al servicio de la trama– que nos presenta una escena donde un hombre destroza una puerta, con un hacha, para asesinar a su esposa e hijas. El conductor –el “körkarlen”, interpretado por Olof As– se le ha aparecido al protagonista, David Holm, para llevarlo en un viaje por su pasado pecaminoso, y mostrarle lo despiadado que ha sido con quienes le rodean. Ambos se pasean entre los vivos, transparentes, como fantasmas.  

Veamos: el cruel Holm (interpretado por el mismo Victor Sjöström), enfermo de tuberculosis –no duda de contagiar a quien se le ponga enfrente, por egoísmo–, llega, una vez más, borracho, sucio y con la ropa hecha jirones, a casa. Se acerca, deliberada y peligrosamente, a las caras de sus hijas en la cama, a sabiendas de que podría contagiarlos con la enfermedad. Se burla de su esposa, se dirige a la cocina, a buscar algo que comer, pero su mujer (Hilda Borgström), cansada de tantas vejaciones, lo encierra ahí, bajo llave, mientras tanto despierta a sus hijas, y las viste para ponerlas a salvo. Holm golpea la puerta, pidiendo salir, pero su esposa continúa en la labor de vestir a las niñas. Primero destroza la manija, y el cerrojo, pero no logra abrir, después golpea contra la hoja, aparece una grieta, y otra, hay un corte, en el que vemos a su esposa desmayarse. Debido a este corte –melodramático–, la escena es menos angustiosa que la de Jack Torrance haciendo lo mismo. Por fin, la madera cede, en un agujero cuadrado, por donde Holm mete la mano para alcanzar la manija del otro lado, y asoma toda la cara al cuadro de la mujer en el suelo, sobre la cual se abalanzan las pequeñas, en una especie de bulto humano, formado de abrazos.   

La carreta fantasma.
 

La repetición, ya cansina, pero no la investigación, la ha convertido en la referencia más directa de esta escena de Kubrick, sin ir más allá. Bien puede serlo (Kubrick jamás cedió a reconocer sus influencias), incluso el tema que sostiene “La carreta” (el alcoholismo en sus tres protagonistas borrachos), tan recalcado en “El resplandor” como la afección de Jack Torrance –¿No dijo Edgar Allan Poe, hace casi dos siglos, que el alcoholismo era la enfermedad más terrible?– se cuela aquí mismo como un hecho poderoso. La influencia, recordémoslo, de una obra en otra, no es imposible y se convierte en punto fuerte en los maestros, que no sólo no la niegan, sino que la perfeccionan. Es un hecho, por ejemplo, que el tema de la novela de Lagerlöf –y que pasara de esta a la película–, es gran deudor de la “Canción de Navidad” de Dickens. 

A pesar de este paralelismo, la escena más antigua donde un hombre abre a hachazos una puerta, no es la de “La carreta fantasma”, ya que la misma la encontramos en “Lirios rotos” (Broken Blossoms or the Yellow Man and The Girl), de D. W. Griffith, estrenada dos años antes. Una de las mejores películas de uno de los auténticos padres del cine, cuenta la historia de un misionero chino (el “hombre amarillo”, del título en inglés, interpretado por Richard Barthelmess), que tiene la imprudencia de enamorarse de Lucy (la hermosa Lillian Gish, de por sí de baja estatura y rostro aniñado, actúa encorvada, y va con un lento caminar, para acentuar su tristeza), una chica británica pobre, que vive en el Limehouse, cerca del barrio chino, cuyo padre, Battling Burrows (Donald Crisp), es un boxeador engreído, abusador y –por supuesto– alcohólico, así como mujeriego, a quien “una de sus chicas”, le dejó, una vez, un bulto (la propia Lucy), a las puertas de su casa.

La película aparece como distinta en la filmografía de Griffith, si recordamos que, hacía unos años, había filmado la vilipendiada –debido a su descarado mensaje racista– “El nacimiento de una nación” (The Birh of a Nation, 1915), pero prodigiosa por el desarrollo de la técnica y narrativa cinematográfica ya que, “Lirios rotos”, se muestra abiertamente comprensiva por el personaje chino, Cheng Huan, que viaja a Occidente para “llevar un mensaje de paz –budista–, a los bárbaros anglosajones, hijos de las discordias”, e intenta –y lo logra–, conmover por su situación de desprotección y debilidad, pero que desea ayudar a la muchacha, a pesar de esto mismo. Un día que Burrows golpea con mayor saña a Lucy esta llega, casi arrastrándose, a la tienda del chino, que al principio no cree en lo que ve, suponiendo que se trata de un sueño de opio –el hombre, como tantos otros, se consuela en el fumadero, para evadir su realidad pero, sobre todo, del fracaso que ha supuesto su misión–, se dedica a cuidar de la chica, con verdadera entrega de amante. El día que un amigo de Burrows va a comprar algo a la tienda del chino, descubre, accidentalmente, a Lucy, le va con el chisme al padre, quien no puede soportar que “su hija”, se encuentre en “brazos de un chino”. Burrows destroza la tienda del chino, y saca a Lucy casi a rastras, la lleva a su casa, y ante la paliza inminente, ella opta por refugiarse en un armario sucio, al que cierra por dentro, antes que su padre la emprenda contra este a hachazos.

“Lirios rotos”. 
 

La escena no es desconocida, como se pudiera pensar –al ignorarla como una de las pioneras (o acaso la pionera), sobre el hacha en la puerta– sino una de las más legendarias, en cuanto a anécdotas cinematográficas se refiere. Griffith –y con él Lillian Gish–, como algunos han señalado, logra transmitir la extensión del horror, explorado a través de un grito silencioso (esto es cine mudo), en una sola escena. Se cuenta que, al momento de filmarla, Lillian Gish se había metido tanto en su papel que sus gritos atrajeron a las personas que pasaban fuera del estudio, suponiendo que, de verdad, asesinaban a alguien. Griffith mismo le habría expresado: “¡Por Dios! ¿Por qué no me dijiste que harías esto?”.

Veamos: Lucy se encuentra encerrada –atrapada–, en un espacio angosto, claustrofóbico, opresor. Fuera, su padre le ordena que abra. Ella pega los labios contra la pared del fondo, pidiendo ayuda. Hay un corte, y vemos a Huan lamentándose, en el suelo de su tienda, luego se levanta, saca una pistola de un baúl y va en busca de la muchacha. Volvemos a la casa de los Burrows. Ella, presa de la histeria total, le advierte llorando a su padre que no lo haga, que lo ahorcarán por eso. Pero Burrows toma un hacha, y comienza a destrozar la puerta, arranca con las manos los tablones hechos tiras, mete dentro medio cuerpo y extrae, como a una cosa inerte, a su hija, después la arroja sobre la cama y la desuella a latigazos. Huang –que entra por la ventana– llega tarde, pues la chica ha muerto y, sorprendido por Burrows, y antes que este reaccione, lo mata a tiros, luego traslada el cuerpo de Lucy a su casa, donde realiza un compasivo ritual budista, y se quita la vida, apuñalándose. Cuando los compinches de Burrows, que han denunciado al chino a la policía, lo encuentran, junto con los agentes que han sido enviados con ellos, lo hallarán muerto, al lado de su amada imposible.     

“Lirios rotos” sigue siendo la película más soportable, de entre todos los melodramas exacerbados, que tanto gustaban a Griffith al tiempo que, en un intento de resarcirse después de “El nacimiento de una nación”, su respuesta antirracista más inmediata. Esto, muy al contrario que su título anterior, “Intolerancia” (Intolerance, 1916), un filme magnífico en todos los sentidos, pero mucho menos cercano al público, debido a sus varios niveles de complejidad. Tenemos, entonces, en “Lirios rotos” a la escena, pero notamos cómo su dramatismo –para efectos terroríficos– ha sido atenuado por el tiempo que le ha pasado por encima, más que aquella de “La carreta” que, a la vez, ha sido mejorada, magistralmente, por la de Kubrick.

Un filme más cercano, en la que aparece la dichosa escena, es “Girly, una nena fatal” (Mumsy, Nanny, Sonny y Girly, 1970), la única película autoral dirigida por Freddie Francis, quien logró independizarse de los estudios con este título, aunque fuera un fracaso de taquilla y, con esto, un golpe en el ánimo de su realizador. La película mexicana “Doña Macabra”, dirigida por Roberto Gavaldón, al año siguiente de estrenarse “Girly”, guarda bastantes similitudes con esta. Ambas se desarrollan en una casa de locos, y en ambas ronda la muerte, y se acumulan los cuerpos, pero las similitudes, más allá de la comedia, terminan ahí.

“Girly, una nena fatal”.
 

“Girly”, cuenta la historia de una familia compuesta por la Mami (Ursula Howells), la Nana (Pat Heywood), el Nene (Howard Trevor) y la Nena (es decir, “la Girly”, interpretada por la hermosa Vanessa Howard), estos últimos un par de adolescentes infantilizados que se entretienen atrayendo vagabundos –a quienes denominan como a “los amiguitos”– a su mansión, secuestrándolos, y jugando juegos siniestros con ellos, que desembocan, todos, en el asesinato, una vez que se aburren de estos. Cuando convencen al “Nuevo amiguito” (Michael Bryant), y matan a su novia (Imogen Hassall), culpándolo a él, este se ve incapacitado para escapar de la casa, pero poco a poco, en un juego de seducción, que se vuelve contra los habitantes –mejor dicho, contra las habitantes– de esa mansión de locos, parecido al del personaje de John McBurney (Clint Eastwood), en “El engaño” (The Beguiled, 1971), de Don Siegel, las mujeres irán tomándola una contra la otra, para gozar de los favores del hombre. Es así cómo, el “Nuevo amiguito”, se acuesta con la Nena, no sin que antes la Mami se prenda de él, y cause celos en la Nana, porque la Mami lo quiere para ella sola. En una escena, el Nene rompe a hachazos la puerta de la habitación número 2 (tras la cual el “Nuevo amiguito” intenta escapar, por la ventana del fondo), mete la cabeza por la grieta y exclama “¡Hola!”, mientras la nena, detrás, salta para poder mirar lo que ocurre dentro. La escena palidece, si la comparamos, finalmente, con la de Jack Torrance. Es así como comprendemos que será, a partir de “El resplandor”, que todas las escenas anteriores se compararán con esta. Y todas pierden, por defecto. En, “Girly”, posteriormente, será la Nanny quien destruya a hachazos la puerta de la habitación número 5, donde mantienen cautivo a otro amiguito (interpretado por Hugh Armstrong). Se trata de una escena mejor resuelta –para esto se nos ha informado que a este “amiguito” lo enviarán, también, “con los angelitos”–, más efectiva que la anterior, donde el pobre sujeto se acurruca al fondo, contra la ventana, totalmente indefenso.

Es probable que sigamos descubriendo escenas donde el hacha, sobre la puerta, se ceba antes de caer sobre la víctima –recuerdo “Camisa de fuerza” (Strait Jacket, 1964), del efectista William Castle, y tan artificiosa como toda su filmografía, pero aunque la loca Lucy Harbin (Joan Crawford) y su hija, Carol (Diane Baker), ensangrienten la pantalla (decapitaciones mediante), no existe ninguna escena donde el hacha caiga sobre la puerta–, y que no hayan tenido influencia directa –y ni siquiera indirecta–, sobre Kubrick para la escena de Jack Torrance, después de todo, se trata de un acto, más bien, obvio. ¿Qué fue lo que hizo el arqueólogo Howard Carter, una vez que practicara con cincel una pequeña abertura en la puerta de la tumba de Tutankamón, ante la pregunta de Lord Carnarvon, el mecenas de la expedición? Se alumbró con una vela, y casi metió la nariz y la cara, por el agujero. Aquello le hizo exclamar, en respuesta a la pregunta sobre qué veía: “¡Sí, puedo ver cosas maravillosas!” 

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.