Por Matías Mora Montero
Preparen sus tote bags de Mubi, sus desveladas, sus tacos nocturnos y resacas de madrugada. Que sus ojos se alisten, sus piernas se aprieten y su cartera respire, todo esto porque ya arranca la 22ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), donde la antigua Valladolid, hoy Morelia, se vuelve catedral de cada cinéfilo mexicano aventurado. Este año nos esperan grandes sorpresas, cine internacional, nacional, clásicos restaurados, funciones de gala e invitados no sólo especiales sino titánicos para la historia del cine: Francis Ford Coppola degustará de una copa de vino en tierras michoacanas, mientras Léos Carax fumará un cigarro afuera del Teatro Matamoros.
Y si el cine, junto a festejos tan grandes y mágicos como sus festivales, es un conjunto de grandes ilusiones llenas de magia y anticipación, uno debe, en ocasiones, preguntarse: ¿Dónde queda la realidad? ¿El cine y la realidad chocan? De esto se pueden sacar una infinidad de respuestas y discusiones, al final del día lo que tanto el cine como la realidad compart una cantidad monumental de matices, tanto así que es imposible encasillar y definir ambos bajo parámetros arbitrarios. Claro, existen los documentales, pero hay documentales cuya forma los acerca a la ficción. Y también sucede al revés, hay ficción cimentada en el realismo, que busca capturar la naturaleza de la vida con la mayor exactitud posible. Otro caso, del que hoy escribo en éste, el primer texto de una serie sobre lo que vaya sucediendo en el festival, es que cuando el cine observa a la realidad, la intérprete, y parta de ella como una base para una narrativa más fantasiosa. Los niveles a los que puede llegar esta fantasía varían, ahora bien, a lo que me refiero con ‘fantasía’ es al ojo del director y hasta dónde decide estilizar la realidad. Las dos primeras películas con las que nos lanzamos a este viaje de cine y enchiladas placeras giran en torno de esta reflexión.
“1992” de Ariel Vromen
Aquí el cine es simultáneamente recordatorio histórico y metáfora a base de arquetipos. La trama sigue unos disturbios en Los Ángeles, California, provocados porque un jurado de puros blancos declaró inocentes a unos policías (blancos, claro), quienes agredieron brutalmente y sin motivo a un hombre negro llamado Rodney King. La ciudad, ante esta disparatada injusticia que sigue vigente y consistente en la sociedad gringa, irrumpe en caos, todo estalla, cada vidrio se rompe, las llamas iluminan la noche. La furia que alimenta a la juventud mancha el paisaje de la ciudad, enuncia el grito que llegaría a las marchas por George Floyd, que viene desde antes, desde King y Malcom X, quienes, a la vez, son los descendientes de ese grito, antorcha que se pasa de generación en generación hasta que algo, esperadamente, logre cambiar.
Pero la película no se queda aquí, más bien, se aleja del caos social y citadino a uno clásico del cine: el crimen, el robo discreto que escala al ruido y la violencia. Aquel tipo de filme de personajes selectos, donde son pocos los que sobreviven para los créditos. Son dos los grupos de personajes que se encargan de llevar la trama a este punto, y es en estos grupos donde encontramos arquetipos donde la indiferencia, el odio, la búsqueda de beneficios personales, la pasión juvenil por justicia, la experiencia y el cansancio que otorga la edad representan los posicionamientos políticos y la frustración que el veredicto provoca. Estos arquetipos se juntan de forma inesperada. Por un lado, tenemos a Mercer (Tyrese Gibson), un ex-convicto que busca una segunda oportunidad, conforme con su trabajo en una fábrica en la que, ante los disturbios, busca refugio junto a su hijo hasta que la tormenta pase, con el guardia de la fábrica siendo un amigo de confianza que les dará paso. Pero el siempre aterrador, magnífico y extrañado Ray Liotta, quien, por supuesto, interpreta a un criminal de nombre Lowell, planea robar la fábrica aprovechando que toda la seguridad de la ciudad estará ocupada con el caos ocurrente. El equipo de Lowell es la causa de gran parte del conflicto, sus dos hijos, dos secuaces (el músculo de la operación) y el mejor amigo de su hijo mayor, el cual es negro causando así tensión entre la pandilla de Lowell.
Por supuesto, Lowell no espera a Mercer ni Mercer a Lowell, ambos siendo padres de hijos presentes y en peligro durante toda la acción y violencia que tal escenario demanda, por lo que sus respuestas marcarán no sólo el carácter de sus personajes, sino el de aquella sociedad en la que habitan y en la que luchan por sobrevivir. La película es una cinta de robo convencional, sigue cada tropa, pero de forma eficaz, sin perder su enfoque ni, necesariamente, destacar. Es un buen rato en el cine, sin duda, a la par que su contexto político la convierte en una cinta de robo interesante y en tiempos alegórica.
Gracias a estas convenciones que sigue, a pesar de su trama llena de coincidencias necesarias, y a su enfoque en los personajes y sus planes más que en los disturbios sociales, “1992” logra tener sus pies en la tierra, permitiendo que la conversación alrededor de sus temas sea seria, analítica y justa. Sí, por esta fusión entre cine social y cine criminal, por tener un vistazo más al tremendo poder actoral y legado de Liotta y por el entretenimiento que logra ir elevando conforme su ritmo avanza, “1992” es una película que, para su final, prueba ser valiosa en su visionado.
“Emilia Pérez” de Jacques Audiard
Cerca del final de “Emilia Pérez” hay un plano breve que captó mi interés: dentro de una procesión, un trompetista rompe la cuarta pared. Sea a propósito o no, su breve gesto de mirar a la cámara enuncia incomodidad, el personaje pertenece, más quienes lo filman son ajenos y aquella mirada extranjera está presente en cada segundo de esta ofensiva, insensible y pobre película, donde un cineasta francés pone su ojo en la situación de violencia en México, más nunca, ni por un sólo segundo de sus dos horas de metraje, profundiza en esta compleja mancha de sangre que a todo México trae sucio. El resultado no sólo es desastroso, es prueba de la visión europea que se tiene de nuestro país.
“Emilia Pérez” es un musical sobre el narco en México, así es, un musical, sus notas siendo ruido que demuestran una obra orgullosa de su ignorancia cultural. Desde su elenco, con nombres notables como Zoe Saldaña y Selena Gómez, ya todo sale mal: el español de ambas actrices es un acto terrorista contra el castellano, su acento hundido en una vida gringa y lujosa que destruye la veracidad de sus personajes. Si algo nos sobra en México son actrices de gran talento que saben cantar, bailar y enunciar de formas sorprendentes, claro que éstas actrices no están presentes en “Emilia Pérez”, en su lugar están estas gringas disque-latinas que son una prueba adicional de que al cineasta en ningún punto le interesó nuestro país, sólo crear una obra performativa donde un narco de nombre Manitas transiciona para volverse la hegemónica Emilia Pérez, y esta transformación convierte a su personaje en una justiciera social dispuesta a encontrar los cuerpos de los desaparecidos en México, un tema que a todos nos duele, que nos cuesta hablarlo, que es difícil de tratar, pero que, claro, en la película se canta con coreografías y visuales llamativos pero vacíos de significado, causa nuevamente de la falta de interés, conocimiento y, ante todo, de comprensión de la gravedad de los temas con los que la cinta juega.
Y es que para Audiard es sólo eso: las desapariciones, el narco, la corrupción, la justicia social, las realidades queer, la propia forma de habitar en la Ciudad de México son un juego, todo se siente como una burla, una caricatura que entretiene y quizá haga reflexionar a audiencias extranjeras (en Cannes le fue bastante bien), pero que para México no es nada más que una terrible ofensa. Desde su primera secuencia, donde escuchamos una versión musical del icónico “se compran colchones, refrigeradores, estufas…”, se advierte que lo que viene es una amenaza constante.
La incomodidad de aquel trompetista del final de la película la comparto, Audiard jamás debió apuntar su cámara hacia nosotros. Mientras la veía, me percaté de un elemento de la sala de cine que raramente tomo en cuenta: la salida de emergencia, su uso me pareció más urgente que nunca. Una total basura inaugura el festival y, quizá, esa sea su única salvación: darnos cuenta que la producción en masa que nosotros realizamos sobre historias de violencia en el país está afectando por completo la visión que artistas extranjeros tienen de nosotros, sólo que, claro, la diferencia radica en que nosotros las hacemos por necesidad, para denunciar aquello que vivimos. Gente como Audiard, desconsiderado, insensible y ajeno, lo hacen por la estética. Una vez que recorra el FICM, “Emilia Pérez” estrena en salas en enero, si tienen la oportunidad de ir a verla, desaprovecharla es la mejor opción.