Por Raúl Miranda
El uso del color en el cine es, primero, una circunstancia tecnlógica; luego, una convención: es retórica, estrategia cromática, énfasis dramático, decisión moral o intención estética. La elección de filmar en blanco y negro (esa otra forma del color), en la época generalizada del uso de la policromía, corresponde a una finalidad derivada del orden preferencial. No hay regla alguna para saber cuándo una película debe ser filmada en blanco y negro y cuándo a color.
Manifestarse fílmicamente en duotono conlleva algo más que recuperar un pasado; es una forma particular de perfilar lo vivencial de la representación. El realizador que elige el blanco y negro, o mejor dicho, la gama de grises, conforma, desde el principio, la experiencia de la recepción. El blanco y negro, para algunos, remite a lo taciturno, la desolación, al miedo, la incertidumbre, la frialdad; para otros, al ideal familiar de las series de TV de los cincuenta; se utiliza para evitar lo viscoso amarillento de los taxis de Nueva York (Manhattan, 79), es síntoma de repulsión hacía los guantes rojos y calzoncillos plateados de los boxeadores (Toro Salvaje, 80). Algunas películas filmadas en color aparecen como sí añoraran el blanco y negro, son opacas, o, brillan porque son sombrías (El elemento del crimen, 84; Peligro en la noche, 87; Batman, 89; El jinete sin cabeza, 99; Spider, 2002. En cambio, El Halcón Maltés (41) requería el color: si la novela de Dashiell Hammett comenzaba describiendo los ojos azul cobalto de la perversa Brigid O´Shaughnessy.
Si los sueños son en blanco y negro, por qué no filmarlos en esos tonos; si se sueña a colores pastosos, por qué no vaciarlos en tintes viscosos. En cualquier caso, David Lynch es el gran traidor del blanco y negro: sus coloridos y obscuros filmes remiten a la fascinación de la pesadumbre, nunca a la melancolía manifiesta. Con El Mago de Oz (39) se resolvió tempranamente esta dicotomía; la desencantada realidad se filmó en blanco y negro, o mejor dicho, en sepias, y el mundo mágico de Oz en chillantes y vinílicos colores. Paradójicamente, los ángeles deseantes de lo terrenal del Berlín de Wenders, ven en blanco y negro, pero al convertirse en humanos, demasiado humanos, el color brota con toda su belleza y vulgaridad.
Sí, la “realidad” es a color, pero la reproducción de los colores en el cine no es objetiva, la luz los condensa… ¿pero quién quiere ser realista en cine? Por otra parte, el maestro escandinavo Ingmar Bergman, con ayuda de su camarógrafo de cabecera Sven Nykvist, nos enseñó que en el blanco y negro se encontraba la sobriedad y la sencillez, antepuestas al colorido artificioso de Hollywood. Y es el propio Bergman quien utiliza el color como ejercicio ético en la violencia inicial de los primeros minutos en De la vida de las marionetas (80), para continuar en blanco y negro como elemento componente de las preocupaciones del realizador.
El bitinte es obsesión, es solemnidad, simbolismo del lenguaje cinematográfico, es “arte” para festival de cine. También se conserva mejor a la distancia del tiempo, no así el color, que se deteriora más rápido. ¿Por qué filmar en blanco y negro si actualmente es más difícil controlar su proceso? No estamos hablando aquí de las películas que se hicieron en blanco y negro por su bajo costo, en la época cuando era así y los productores no arriesgaban en color de lux con los debutantes. ¿Quién dijo que los musicales deben ser a color? (tal vez para la MGM, para la WB, no). ¿Los mejores westerns son los de blanco y negro? John Ford filmó en ambos. Qué ha quedado del eastmancolor, hoy quemado o saturado, del increíble cine setentero mexicano, ahora todo rojizo o deslavado.
Debiéramos virar a color todas las películas realizadas en blanco y negro, y a la inversa, ¿qué quedaría en términos de significación? Instalados en el delirio, querríamos ver Ocho y medio mujeres (99) en blanco y negro, y Ocho y medio (63) a colores.
Pero el uso del blanco y negro nunca fue fácil: a principios del siglo XX la productora Biograph ya lo trabajaba en cualidades de claro oscuro para que destacara el rostro de su actriz, Lillian Gish. La película en blanco y negro de las últimas décadas es fingido naturalismo, sensibilidad romántica, revuelta ante la dictadura del color, es chic, retro, revival, refleja la miseria y podredumbre de la condición humana, su conciencia fracturada (El hombre elefante, 80; Hombre muerto, 96; Lluvia de muerte, 89; La perdición de los hombres, 2001), más aún si la fotografía tiene el grano reventado (Pi: el orden del caos, 98; Pasión, 98). No tan sólo se emula a las viejas películas o se pretende revalorar la serie B, en: La comisario, 67, Eraserhead, 77; Swoon, 92; A sangre fría, 67; El odio, 95; La última película, 71; El hombre muerde al perro, 92; El joven Frankenstein, 74; Ed Wood, 94; Tetsuo, 88; El hombre que no estuvo, 2001.
A veces, para los autores fílmicos, usar la gama cromática completa resulta falso o ridículo, e implementan el plan “virtuoso” del bicolor, el blanco y negro.