Por Hugo Lara Chávez
Si algo hay que admirar del trabajo del joven cineastas Emilio Portes es su astucia para abordar la comedia en la tradición del cine popular mexicano, de Cantinflas, Tin Tan o Resortes, el cine de vecindad y de barrio. Así ya lo había hecho notar en su opera prima, la estupenda Conozca la cabeza de Juan Pérez (2008) y lo refrenda en su segundo filme, Pastorela (2011). Este cineasta-guionista egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica apuesta de nuevo por uno de los géneros más difíciles, cuya forma de medir su eficiencia es muy simple: a través de las risas francas.
Pastorela es una farsa centrada en Chucho Juárez (Joaquín Cosío), un malencarado policía judicial que cada año participa en la Pastorela de su barrio (la representación teatral sobre el nacimiento de Cristo) donde interpreta el papel del diablo, que disfruta encarnar obsesivamente. Sin embargo, el nuevo párroco (Carlos Cobos) decide reemplazarlo por su compadre (Eduardo España), el taxista, con miras a participar en un concurso nacional de Pastorelas. Irritado por el desaire que ha sufrido, Chucho hace todo lo que está en sus manos por recuperar su papel, incluso secuestrar a su compadre o enfrentarse a su jefe y sus rudos compañeros policías.
El director construye su relato a partir de un ensamble coral, un conjunto de personajes pintorescos y exóticos, no sólo en su apariencia (visten casi todo el tiempo con los coloridos disfraces de la Pastorela) sino por su lenguaje de barrio. En este sentido, usa muy bien los recursos de la farsa, como la exageración y el absurdo, para detonar tango gags visuales como verbales.
Así por ejemplo, el personaje protagonista, Chucho, resalta por su doble faceta de diablo y policía; o el párroco poco ortodoxo que interpreta Carlos Cobos, está graciosamente definido en una secuencia donde aparece practicando un exorcismo. Lo mismo que el personaje del compadre, un taxista de personalidad medrosa y mezquina, metido en el traje de diablo que le queda grande.
Pastorela funciona notablemente bien durante dos tercios de la película. El establecimiento y desarrollo de los personajes están correctamente armados; los ambientes y las relaciones entre ellos son convincentes y funcionales. El humor desata risas sinceras. En cambio, el desenlace parece abusar de un exceso de fantasía, de recursos narrativos extraordinarios, situaciones paranormales y demás que no corresponde a la narrativa de la parte anterior, de corte picaresco (aunque aparezca por ahí la figura de un joven poseído).
En general, Pastorela es un filme que vale la pena ver (por arriba de muchas comedias chabacanas que llegan desde Hollywood) y que puede disfrutar un amplio público, pues no sólo se aboca a divertir sino incluso toca temas actuales de forma tangencial, como la inseguridad o la corrupción policiaca. Y es que aunque el cartel publicitario indique que se trata de una “Batalla épica entre el bien y el mal”, la verdad es que la mayoría de los personajes tienen más marcado su lado oscuro, ninguno se salva de la mordacidad del director (sean curas, policías o taxistas), para burlarse de la idioscincracia popular, el folclor, la cobardía o la hipocresía. Por eso, la Pastorela de Portes no sólo resulta chistosa, sino una afortunada parábola de la realidad nacional.
Hay además un trabajo destacado del grupo creativo detrás de Portes,
como la producción de Rodrigo Herranz, la fotografía de Damián García,
además del buen desempeño de los actores ya mencionados así como de
Ernesto Yáñez, Ana Serradilla, José Sefami, Héctor Jiménez, Dagoberto
Gama, Omar Ayala y otros.
(Y de paso, hay que recordar otra pastorela retratada en el cine nacional, la de Luis Buñuel en La ilusión viaja en tranvía, donde Fernando Soto “Mantequilla” interpreta un diablo regoredete y simpaticón).
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