Por Hugo Lara Chávez
Casi por norma, su forma dura y rígida se distingue siempre que hay un plano panorámico de la ciudad, aunque también ha sido escenario de buenas secuencias, como en el melodrama arrabalero Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950), cuando Rodolfo Acosta, en el inolvidable papel de villano, obliga a una mujer a abandonar a su bebé en un basurero a la orilla del monumento. También es el sitio natural donde un historiador que transita por una cómica crisis de identidad machista, se encuentra con su alter ego, ni más ni menos que Pancho Villa, en la comedia Entre Pancho Villa y una mujer desnuda (Sabina Berman, 1995). Que esta obra suponga un homenaje a la Revolución Mexicana es una accidente de la historia y una ironía, pues como se sabe originalmente era parte de una estructura destinada, por orden del dictador Porfirio Díaz, a convertirse en el Palacio Legislativo, cuya construcción fue iniciada en el crepúsculo del porfiriato, época en la se alcanzó a alzar su esqueleto de acero, pero cuyos acabados se suspendieron por la lucha armada. Finalmente en 1933, el gobierno decidió aprovechar la obra para erigir el monumento que es ahora y que está dedicado a los héroes de esa gesta –algunos de ellos tienen su sepulcro ahí mismo— bajo la supervisión del arquitecto Carlos Obregón Santacilia. Esta gran cúpula ubicada al centro de la Plaza de la República es un icono obligado de la ciudad, infaltable en las postales turísticas y en numerosas películas urbanas, tal vez más por su monumentalidad que por su belleza. (Del libro Una ciudad inventada por el cine, Hugo Lara Chávez, Cineteca Nacional, México, 2006)