Por Lorena Loeza

Hay muchas películas que tratan de juicios, ya sea de la búsqueda de la verdad frente a casos criminales, o de la injusticia hacia las víctimas o bien, acerca de las personas inocentes que han sido condenadas sin poder defenderse.

Pero esta película, aunque cuenta la historia de un juicio, está lejos de caer en lugares comunes o de conformarse con ser una película de trama jurídica donde la elocuencia de un o una fiscal o una abogada/o defensor constituirán el momento cumbre y emotivo de la cinta.

Esta película se arriesga con una ácida y dramática crítica al sistema judicial mostrándonos cómo es un suicidio, se convierte en el juicio público de la conducta de una mujer a través de la vergonzosa y humillante exhibición de la vida privada de una familia.

Justine Triet construye una muy interesante película a partir de un hecho trágico. La cinta arranca con una muy breve estampa de la cotidianidad familiar, para después conducirnos a la problemática que detona los acontecimientos por narrar.

Una escritora que vive en casi aislamiento junto con su marido que es músico y su hijo, quien vive con una discapacidad visual, recibe a una alumna para una asesoría. La entrevista se suspende por el alto volumen de la música del esposo. Hay mucha tensión e incomodidad, como espectadora puedes intuir que esa conducta invasiva y poco respetuosa es constante.

Sin embargo, pronto la tensión se orienta hacia otra parte: el hijo de la pareja, que había salido a pasear con su perro, encuentra a su padre, frente a la casa en medio de un charco de sangre.

Se trata de gran trabajo que resume las premisas del hecho con información muy básica, porque finalmente veremos cómo se desdoblarán todas las aristas frente a nuestros ojos, instándonos a conocer un panorama mucho más complejo. Esta es quizás una de las genialidades narrativas de esta cinta, porque no sabemos lo que en realidad pasó, aquí no aplica el famoso ejemplo de Hitchcock para crear tensión, donde el espectador/a sabe lo que pasó pero los personajes no.

Sin embargo, pronto descubrimos que ésta no es una cinta acerca de la búsqueda de justicia por parte de la mujer que es acusada de haber matado a su marido. Frente a nuestros ojos, un sistema judicial sin la menor idea de lo que es la perspectiva de género, escudriña y expone la vida de una familia, el comportamiento de la esposa, el capacitismo de una sociedad.

Es aquí donde la película da un giro de tuerca, porque la verdad es que construye un ácida critica a la manera en que las mujeres son tratadas por el sistema judicial, y cómo la vida íntima es expuesta en aras de “hacer justicia”.

Se trata de una cinta lúcida, intrigante y que juega con diversas emociones. A ratos incómoda, otras indignante y en otras profundamente emotiva.

Y si bien todas las actuaciones son relevantes, mención aparte merecen Sandra Hüller y la manera en que expresa emociones contenidas y Milio Machado Granier, quien está asombroso en su interpretación acerca de cómo su personaje procesa el duelo, en medio de tanta sospecha.

Al final, saber lo que en realidad pasó no es tan importante como pensar que sólo se explica gracias a un niño con discapacidad visual, un perro y una mujer que supo procesar el cuestionamiento su vida y sus decisiones con total entereza.

Lo que tenemos es una durísima crítica al sistema judicial, a los medios, al capacitismo. Interrogatorios propios de la Santa Inquisición, medios infiriendo y haciendo juicios sumarios, grabaciones vergonzosas como pruebas, recreaciones victimizantes. Es por eso por lo que la caída termina siendo lo de menos porque la verdad siempre estará más allá de los juzgados y de la muy maleable opinión pública.