Por Pedro Paunero
Sorprende que en la película “Aquaman” (James Wan, 2018), la historia del surgimiento y ascenso de un integrante de la llamada “Liga de Lajusticia”, que reúne varios Superhéroes en su lucha contra los Súper villanos de turno que amenazan a la humanidad (que fuera creado por Paul Norris y Mort Weisinger para DC Cómics en 1941), se transparenten tantos elementos pertenecientes a lo que el estudioso de los mitos, Joseph Campbell, en su obra “El héroe de las mil caras” (publicado en 1949), llama “Monomito”, un modelo que engloba las partes constitutivas que se repiten en este tipo de narraciones, a lo largo y ancho del mundo. El Monomito, un modelo de estudio que no carece de detractores entre antropólogos y autores literarios, explicaría el origen de varios mitos a través de una fuente común, muy antigua que, en Aquaman, se vuelve reiterativo.
Prescindiré aquí de la historia del personaje, a través de sus distintos avatares en el cómic, y me limitaré al Aquaman de la película de James Wan, en este fenómeno narrativo y cinematográfico que se denomina “universo extendido”. En esta historia el personaje es hijo de un humilde farero, Thomas Curry (Temuera Morrison) y de la reina Atlanna de la Atlántida (una irreconocible y renovada, cirugía plástica mediante, Nicole Kidman), que huye de un matrimonio impuesto en su reino sub oceánico y se topa con aquél hombre, para enamorarse y vivir un idilio que, de antemano, saben que no tendrá buen fin. El chico, al que llaman significativamente Arthur (como al “rey que fue y será” del Ciclo artúrico y el reino de Camelot e interpretado por varios actores infantiles y adolescentes, Tanui y Tamor Kirkwood, Kaan Guldur, Otis Dhanji y Kekoa Kekumano) pronto da muestras de ser diferente, en una escena de “bullying” escolar que transcurre en una acuario, en la que demuestra poseer poderes telepáticos con los cuales es capaz de comunicarse con los peces y demás criaturas del mar, que actúan en su defensa. En el transcurrir de la aventura (una aventura iniciática prototípica), el personaje tendrá que aceptar un destino para el cual ha nacido y demostrar que es capaz de ser Rey por derecho (o, en términos actuales, genéticos, que para el caso es lo mismo que decir “divinos” en la antigüedad). Pero, como en todo mito que se precie, el destino del héroe, para que se cumpla, no carecerá de un sinfín de vicisitudes y contratiempos, entre estos varias pruebas que lo llevarán a percatarse de su condición de otredad y enemigos poderosos que fungirán, a la vez, como catalizadores para cumplir con su misión de elegido.
El matrimonio o aventura sexual entre humanos y dioses (en los últimos tiempos con supuestos extraterrestres que llegan a la Tierra para experimentar con la fertilidad de las mujeres) o entre humanos y hadas (por ejemplo, en la leyenda del rey “Conn, el de las cien batallas”, rey de Tara, la antigua Irlanda, casado en segundas nupcias con un hada del reino paradisiaco de Mag Mell), siempre dará como fruto a un hijo, un semidiós en realidad, que tendrá que probar ser digno de su condición de héroe en potencia y que, en principio, educa el padre mortal. La subtrama amorosa entre la reina Atlanna y el farero, que la espera a diario, de manera conmovedora y hasta patética, por años, cuando esta es secuestrada por soldados de su mundo, ilustra este punto.
Pero el futuro héroe tiene la vista velada, a pesar de demostrar ciertos dones que lo separan del resto de los mortales y, para abrirlos por completo, necesita de un maestro iniciador que le abra los ojos. Este es el papel que desempeña Vulko (Willem Dafoe), experto en armas y artes marciales y encargado de educar y entrenar al joven Arthur Curry.
Las pruebas de fuerza, valentía y astucia y hasta el descenso al infierno (la “Catábasis”, experimentada por varios personajes en la mitología griega: Odiseo, Teseo, Orfeo y hasta Jesucristo en el libro de los Hechos 2, 27), en el que se encuentra un monstruo (por lo general un dragón, como el Dragón de la Cólquida que guarda el Vellocino de oro, al que tienen que acceder Jasón y los argonautas o Smaug en la novela “El Hobbit” de J. R. R. Tolkien) custodiando un tesoro sagrado al que sólo el elegido puede acceder, es ilustrado por el viaje (a través de varios países hostiles, como el de la Trinchera, cuyos monstruos marinos atacan el bote de Arthur que va en compañía de la pelirroja princesa Mera, interpretada por Amber Heard) que hace Aquaman, accediendo al Centro de la Tierra, ni más ni menos, en las fosas marinas, para obtener el Tridente de Atlan, objeto numinoso (y mitológico poderoso, emblema del dios Poseidón y arma arrojadiza de gladiadores), perteneciente al primer rey de la Atlántida, mismo que es custodiado por el gigantesco “Karathen”, el Leviatán de los mitos ganado para el cómic y que tendrá que reconocer en Arthur al futuro rey antes de permitirle tomar el tridente, forjado por metales otorgados por el mismísimo dios de los mares, el Poseidón griego.
Elementos como el del “vientre de la ballena” (con sus alusiones al cuento de Pinocho del italiano Carlo Collodi), que significan una “muerte temporal”, así como el encuentro con la diosa (la madre sobrenatural) y el rencuentro con el padre (detentador del símbolo de poder, en el caso de Aquaman, no su padre biológico sino el rey que guarda el Tridente), son expuestos de manera un tanto vaga y desdibujada, pero cumplen con el cabal devenir del héroe. Que la madre del protagonista (como se señaló antes, una presencia del mundo “feérico”) le señale que debe tomar el tridente para ser “un héroe”, no son casuales en esta película. Los guionistas David Leslie Johnson-McGoldrick y Will Beall, algo saben de los clásicos y han hecho bien su trabajo.
La película está repleta de guiños y alusiones cultas como aquella escena que transcurre en el desierto del Sahara y nos remite a la novela de Pierre Benoit, “La Atlántida” (“L’Atlantide”, publicada en 1919 y llevada varias veces al cine, entre las que destacan una primera adaptación muda, dirigida por Jacques Feyder en 1921, la segunda, rodada por G. W. Pabst en 1932, con Briggitte Helm en el rol principal, la misma actriz legendaria de la “Metrópolis” de Fritz Lang y aún una tercera, con María Montez, dirigida por Gregg G. Tallas en 1949), esa visita a una artificiosa isla de Sicilia, en la que una botella (aquella que los náufragos arrojan al mar con un mensaje), sirve como catalejo de última tecnología (recordemos que el mito platónico ha servido como ejemplo de Utopía de Alta tecnología, pero situada en la antigüedad), y que nos recuerda el pasaje críptico de “El escarabajo de oro” (publicado por Edgar Allan Poe en 1843), una aventura en la que los protagonistas deben buscar y dar con un tesoro pirata oculto, que dice:
“Un buen cristal en el hostal del obispo en la silla del diablo, cuarenta y un grados y trece minutos nororiente y por el norte tronco principal, séptima rama lado oriental disparar el ojo izquierdo de la cabeza de muerto, una línea de abeja del árbol a través del tiro quince metros fuera.”
Que este Arthur-Aquaman debe colocar sobre la estatua de Rómulo, el mítico rey fundador de Roma (que funda esa ciudad tras sobrevivir, con su hermano gemelo Remo, en una cesta arrojada al río Tíber, por su tío abuelo Amulio, temeroso de ser depuesto de su trono arrebatado a su hermano, y a quienes una loba amamantó), para localizar el sitio exacto del tridente.
La película se abre con una frase atribuida a Julio Verne: “dos barcos llevados por la marea, tienen que encontrarse”, cuyos personajes en “Veinte mil leguas de viaje submarino” (publicada en 1870) ya visitaron las ruinas de la Atlántida sumergida, y descendieron al centro de la Tierra, en “Viaje al centro de la Tierra” (publicada en 1864), a la vez que escenas completas, de la misma, están impregnadas por una atmósfera lovecraftiana.
Por fin, Arthur, convertido en Aquaman (Jason Momoa, el actor que interpreta al personaje adulto, cuyo origen hawaiano, es decir, isleño, se transparenta en su apellido y con aspecto de Tritón musculado y arquetípico), es coronado rey y somete a su medio hermano, Orm (Patrick Wilson), que amenaza con invadir todos los reinos libres del océano (un imaginativo despliegue de criaturas marinas antropomorfas, “biontes” que recuerdan sirenas, como la “Princesa pescadora”, interpretada por Sophia Forrest o la del Rey Brine, con su aspecto de crustáceo y cuya voz presta el actor John Rhys-Davies) para hacerlos aliados a la fuerza en su ataque a la superficie (no podemos dejar de lado su ecologismo en su aspecto más obvio, populista y hasta maniqueo), en medio de una batalla épica en la cual la tecnología CGI ha sido brillantemente utilizada. Hilos argumentales, estos de la “realpolitik” y la novela ruritana (en alusión a la novela de Sir Anthony Hope, “El prisionero de Zenda”, publicada en 1894), son los mismos que, en su análisis de la saga “Dune” del novelista Frank Herbert, ya señalaba el editor e investigador de la Ciencia ficción David Pringle, así como de la fuerte presencia materna (en el caso de “Dune” y el de la reina Atlanna en “Aquaman”) y la poderosa memoria del padre muerto (que acompaña y obsesiona en su labor de vengador al Súper villano, convenientemente desdibujado en pro de la figura de Orm, de Manta Negra, interpretado por Yahya Abdul-Mateen II).
Aquaman supera al anterior éxito cinematográfico de DC Cómics, “La mujer maravilla” (Patty Jenkins, 2017), en cuanto a espectacularidad y, si no renueva los “aitia” o “aitiones” del mito griego (esos elementos primordiales y repetidos en sus aspectos cultuales, religiosos y legendarios), por lo menos los instala en el seno de la cultura pop, en los principios de este Siglo XXI.