Por Miguel Ravelo

Al acercarse al sugerente título “Morir de placer” (Dying for Sex, Dir. Shannon Murphy y Chris Teague) (o “Muriendo por sexo”, en su traducción literal), los espectadores encontrarán una serie televisiva que, probablemente, este muy alejada de lo que el título podría insinuar. Sí, en su trama llevan importancia fundamental el placer y el sexo; sin embargo, la muerte también jugará varios roles. Molly (Michelle Williams), personaje protagonista, está, literalmente, muriendo. El cáncer de seno que creyó haber vencido, presentó metástasis y ahora se encuentra en etapa terminal, habiendo invadido sus huesos, cerebro e hígado. El pronóstico para Molly es, sobra decirlo, muy poco alentador.

Tras esta premisa, sería lógico pensar que estamos ante un relato dramático y lacrimógeno, en donde veremos cómo el cáncer va acabando con la vida de Molly. Sin embargo, Liz Meriwether y Kim Rosenstock, escritoras de la serie, lograron un acertado balance entre el drama y la comedia para contar esta historia, la cual adaptaron de las experiencias reales de Molly Kochan. Tanto Molly como Nikki Boyer, su mejor amiga y cuidadora durante los momentos más difíciles de la enfermedad, relataron su proceso en el podcast homónimo emitido en 2020, el cual terminaría recibiendo, entre otros, el premio al Mejor Podcast del Año, otorgado por los premios “Ambies”, que celebran los méritos técnicos y artísticos dentro de la industria de los podcasts.

Dirigida por Shannon Murphy y Chris Teague, “Morir de placer” es ahora la versión televisiva de la historia de Molly Kochan y su proceso de adaptación y aceptación de un diagnóstico de tal magnitud. Naturalmente, éste provoca en ella un serio repaso de su vida, de las buenas y malas decisiones tomadas en los años que están por terminarse, y de revalorar las relaciones familiares y amistosas, enfrentándose también con un trauma del pasado que fue convirtiéndose en una obsesión con la que Molly aprendió a vivir.

Los elementos dramáticos parecerían estar a punto de ser excesivos, pero la serie tiene dos grandes aciertos: primero, el manejo de sus géneros y el tono en el que está realizada: tanto escritoras como directores entendieron y trabajaron con el drama y la comedia, evitando a toda costa entregar una tragedia excesiva, pero al mismo tiempo, cuidando que la condición de Molly jamás perdiera seriedad, se volviera irrelevante o sugiriera cualquier tipo de burla. El segundo, y sin duda el mayor atractivo de la serie y en quien recae todo el peso emocional, es la actuación de Michelle Williams.

Williams dota a Molly de una personalidad única. Una mujer entrando a los cuarenta años, de carácter ligero y afable, atrapada dentro de un matrimonio monótono y enfrentándose a la noticia de que, en tan solo unos meses, el cáncer habrá acabado con ella. Y una de sus primeras reflexiones al enterarse de la noticia será no solamente dejar ese matrimonio insípido, sino conseguir, por primera vez, experimentar un orgasmo, sensación que no ha alcanzado debido a una experiencia traumática que vivió siendo una niña. ¿Y cómo lo logrará en el poco tiempo que le queda? Dando rienda suelta a todas las experiencias sexuales y prácticas eróticas que nunca antes exploró.

Los más logrados momentos de comedia surgirán en estos intentos por conocer actos que siempre vivieron fuera del espectro amoroso/erótico de Molly. Y en este cúmulo de “aventuras sexuales antes de morir”, serán fundamentales dos personajes que serán profundamente entrañables dentro del relato: Nikki (Jenny Slate) la mejor amiga de Molly, absolutamente despistada, que se enfrenta también a una separación mientras aprende a ser el apoyo y fuerza de su mejor amiga; y Guy (Rob Delaney), vecino de Molly que conocerá algunas de las facetas más sorprendentes de su aparentemente tímida vecina.

La serie guarda además un regalo especial: el poder disfrutar nuevamente en pantalla a la extraordinaria Sissy Spacek (“Carrie”, 1976) quien interpreta a Gail, la excéntrica madre de Molly, con quien tendrá que reencontrarse después de una vida entera de culpas, victimismo y nulo entendimiento entre una madre y su hija. Es un papel breve, pero Spacek consigue un trabajo profundamente intenso y de una complejidad emocional destacable.

Más allá de las aventuras sexuales o los extraños y divertidos experimentos que Molly realizará en su búsqueda por alcanzar el placer antes de dejar este mundo, “Morir de placer” nos habla, de una forma accesible, pero jamás superficial, del proceso en el que se ve una joven cuando llega el momento de partir, teniendo todavía tanto por conocer. Y es en esta aventura, ni pedida ni buscada, cuando la verdadera aceptación y entendimiento de la vida propia se hace presente. Cuando nos enfrentamos en realidad a lo vulnerables que podemos ser.

Tal vez no importe ya todo lo que hicimos bien o mal en nuestro camino; Molly decide, ante lo inevitable, mostrarse serena e intentar disfrutar, como nunca lo hizo, de ese pedacito de vida que le queda, dejando atrás rencores, valorando cada respiro y cada momento junto a sus personas amadas, y quitando el control de su vida a quien se lo arrebató de la forma más cruel posible. Claro, todas las vidas tendrán momentos felices, pero también muchos muy complicados que, querámoslo o no, vivirán junto a nosotros. Pero en su aceptación podremos entender el extraordinario valor y riqueza que tiene nuestra existencia, ya sea que tengamos por delante muchos años por vivir, o apenas nos resten unos minutos.

La miniserie “Morir de placer” consta de ocho capítulos de aproximadamente treinta minutos que pueden verse en la plataforma Disney+.