Por Matías Mora Montero

Hay muchas imágenes y secuencias de “Eddington”, la nueva película de Ari Aster, que la convierten en un documento sociológico muy importante de esta década maldita. Más allá de su locación —un pueblo en Nuevo México que le brinda a la película parte de su magia como un genuino western contemporáneo—, lo que detona la conversación de la cinta es el tiempo en el que transcurre: finales de mayo, 2020.

Tocar la pandemia, en el cine, incluso en la conversación cotidiana, se siente particularmente delicado no solo porque aún es una vivencia fresca, sino porque enfrentar sus capas de psicosis colectiva sería enfrentar a su efecto domino que nos condenó al comportamiento humano y condición social de este, nuestro también maldito presente 2025. Abre tantas conversaciones entrelazadas que es difícil seleccionar un tema, pero me parece prudente hablar de uno de sus mayores logros, que a la vez es uno de sus aspectos más aterradores: su genuino entendimiento del celular como un arma, un poder que amenaza y trastorna a la sociedad; que radicaliza y permite el extremismo por el que el mundo ha estallado.

Me gustaría fijarme en dos personajes, el protagonista sheriff con aspiraciones de alcalde republicano anti-cubrebocas Joe Cross (Joaquin Phoenix en su actuación más completa desde “Inherent Vice”) y Brian (Cameron Mann), un chico que en su búsqueda por conseguir pareja es víctima de esa delgada línea de radicalismo que lleva a un hombre joven de la izquierda a la ultraderecha. Quiero arrancar a partir de una decisión estética que hace la película muy a su inicio, cuando ocurre una confrontación entre Cross y García (Pedro Pascal), el alcalde actual de Eddington, y una señora en pleno supermercado se pone a grabar la escena con su celular, Cross voltea y —quizá como Phoenix— le reclama a cámara que si puede dejar de grabar. A partir de aquí la cinta parece establecer que se encuentra conformada por una serie de escenas que muy bien podrían ser videos que te encontrarías en redes sociales, que capturan y transmutan la realidad del clima político por el que pase el mundo occidental.

Así es como la obra logra su cometido de transportarte a 2020: al encerrarte en su sala de cine y repitiendo el cómo se percibía el mundo exterior desde la incomodidad de la posición feto en plena cama, a plena tarde, hundido entre algoritmos que cuentan historias de una humanidad que entra en un delirio colectivo inagotable, como cuando todos nos volvimos dementes por comprar papel de baño. Es esta paranoia que no solo es colectiva, sino que escala en su aproximación a una distopía, la que hace de “Eddington” una muestra casi antropológica para quienes en un futuro pretendan estudiar nuestra década. Década en la cual, a través del confinamiento por pandemia, el celular se reforzó en su uso tanto cotidiano como invasivo, y hasta parásito.

Una vez que averiguas que la película pretende capturar las formas por las que convivimos en una realidad deformada y mientras estás desinformado a través de medios cibernéticos y cómo esto manipulará aquello que nos suceda fuera de estos (dentro de la analogía del visionado mismo de la película digamos que esto es una consciencia continúa de la propaganda y discurso que va presentando), te es posible entonces visitar a estos dos individuos y ver como su desarrollo de personaje, que erupciona en el violento clímax de la película, es consecuencia directa del cómo interactúan con el aspecto supuestamente mediático de las redes. 

Cuando Cross decide postularse a alcalde es porque una decisión impulsiva y sin-sentido lo lleva a pararse a medio camino y grabar un típico video en formato Instagram. De ahí en adelante, toda su campaña se da con el enfoque de llegar a un público virtual (“la mayoría silente”), hillbillies que a lo mucho usan Facebook y se entregan al insomnio provocado por amarillistas teorías conspirativas. En este pueblo, en este mundo, cada pieza de “contenido” busca someter al cerebro, advertirle de una corrupción sembrada en ignorancia para ignorar los problemas verdaderos de una sociedad en colapso, porque son las bases de toda su autoridad y gobierno las que están podridas, no teorías flotantes sobre supuestas causas políticas del hundimiento del Titanic. Porque lo que el dominio del contenido virtual ha provocado, entre otras cosas, es el impulso de “guerras culturales” que sirven bajo la premisa de “divide y triunfarás”.

Otro punto donde Joe Cross es ejemplo máximo: toda su campaña política arranca en contra del uso mandatorio de los cubrebocas, él alega que, bajo su condición asmática, la mascarilla “genuinamente le impide respirar”, pero en un punto de alta tensión, Cross asesina a un vagabundo a sangre fría y es detallado y cuidadoso en el deshecho del cadáver. Tras este atroz acto de brutalidad policíaca, el alcalde asmático no tiene problema alguno en usar cubrebocas y hasta careta. Poco después, procede a manejar lejos, hasta un punto de pruebas de Covid-19. Nunca fue sobre su asma, nunca fue sobre posibles problemas de respiración, sino sobre sembrar odio e ignorancia, sobre empujar las barreras de división social en búsqueda de ganar unas elecciones, de representar nada más que el ego y el interés privado.

Así como su contrincante favoreció la construcción de un centro de recopilación de datos para I.A, conforme la narrativa mediática gira a favor de Cross cerca del desenlace de la cinta, él apoya aquel mismo proyecto, no existen ya las ideologías contrarias, sólo la búsqueda desesperada por poder. Esto es inherente al mundo adulto-político, es un cruce entre prácticas antiguas y medios modernos: el celular como la nueva forma de comunicación hacia las masas, la nueva hipnosis hacia la radicalización. “Thou shalt hate thy neighbor”, proclama cada historia vertical que persigue la confrontación entre distintos sectores. 

¿Pero qué hay de aquellos que descubrían apenas el mundo cuando todo se les oscureció? Cuando este los mando al encierro espiral que contenía un tipo de tornado que llevaría a una sociedad hacia extremos predecibles, pero no por eso menos peligrosos. La juventud entonces queda en un tipo de limbo: las contradicciones casi biológicas del crecer aquí se mezclan con, de nuevo, lo susceptibles que somos a las ideas que nos bombardean en redes a las que estamos más conectados que cualquier otra generación, nuestra forma tan casual de ser una juventud futurista distópica, con alter egos por todos lados.

Así Brian, un hombre joven solitario, que reposa en su cama como todos nosotros: scrolleando, dando likes sin prestar atención a qué siquiera le otorga ese signo falso de aprobación, se mueve en la invisibilidad de la interfaz. Su personaje busca ligarse a Sarah, otro personaje lleno de capas y reflejos aterradores, jovencita que andaba de novia con un policía afroamericano y ahora encabeza las protestas de “Black Lives Matter”, organizadas desde el Instagram de Brian cuyo nombre de usuario es: “blacklivesmattereddington.brian”.

Cabe recalcar que tanto Sarah como Brian son blancos, y como el propio Aster habla en una entrevista, la diferencia entre ambos es que, aunque Sarah no haga necesariamente el trabajo necesario de una buena activista, su corazón está en el lugar correcto, mientras que Brian lo hace por todas las razones equivocadas, desde la falsedad. Cuando Brian ve que es Eric, su mejor amigo, el que realmente tiene éxito en ligarse a Sarah, rápidamente toma un curso de acción vengativo mediado por… las redes sociales, donde le escribe cosas provocativas al policía ex de Sarah sobre su relación con Eric.

Brian es un “incel”: un célibe involuntario, asustado de interactuar con mujeres por inseguridades, se esconde bajo el telón de masculinidades tóxicas y pensamientos trumpianos, que finalmente lo llevan a ser él quien ejecuta a un miembro de ANTIFA, grabando la matanza en su celular y volviéndose un héroe americano con miles de seguidores en TikTok, donde su vida es la de un streamer o influencer MAGA. Brian no tiene moral, Dios sepa en qué realmente creerá, pero aquel ritual universal de revisar su celular de forma adicta antes de dormir lo llevó por un camino oscuro de manipulaciones y cambio de una supuesta izquierda a una absoluta derecha. De nuevo, el poder del truco hipnótico de estos algoritmos y de cuya visita ya dependemos, termina favoreciendo al clima diplomático de naturaleza autoritaria que cubre con asfixia nuestro presente.

Quizá solo con el ejemplo de Joe Cross se daría a entender el punto, pero aquel usa Facebook y el otro, Brian, habita en Instagram y Twitter. Estas brechas generacionales son realistas y aterradoras, no solo eres tú el susceptible a esta epidemia de propaganda, también tu madre, pero tu hijo aún más.

Y es entonces una advertencia, que el celular es un arma tan moderna como lo es fina y divertida, es una de esas drogas plantadas y en su misión de extinción, triunfando va, aunque en su uso responsable puede visibilizar un genocidio y apoyar la necesidad por justicia. Puede aportar a procesos creativos y hacer de ciertas herramientas algo más accesible, pero le han metido mano, es imposible huir de cada giro de tuerca que nos esquina hacia mentes infectadas por ideas ajenas y peligrosas.

Empecemos por agarrar consciencia, terminemos por luchar. Por hacer de aquello que es virtual algo nuestro, no suyo. No permitir que nos siga dividiendo, que nos distraiga más en inútiles guerras culturales, que nos haga sucumbir hacia más hoyos de destrucción masiva.