Por Pedro Paunero
Para mi amiga y colega Norma Lorena Loeza
La historia está llena de equívocos. Equívocos que pueden “leerse” cada tanto tiempo, dependiendo, precisamente, del tiempo y el lugar, con nuevas miradas y nuevas formas. El célebre autor de ciencia ficción, y divulgador científico, Isaac Asimov, señalaba que, hacia los años setenta del Siglo XX, se había puesto de moda considerar que el auténtico “padre” del género de la ciencia ficción “puede que haya sido en realidad una mujer de veinte años”. Actualmente, quienes pregonan que el “Frankenstein o el moderno Prometeo” se trata de la novela fundacional de la ciencia ficción no carecen de razón, si hacemos caso, una vez más a Asimov, ya que: “representa la fusión inicial de la historia científica con el relato de viajes extraños, la novela utópica y la aventura gótica. Y su tema central –el hombre creando vida artificial en un intento de mejorar la obra de Dios, pero cometiendo una torpeza en su trabajo- ha sido calificado como el quintaesencial mito de la era industrial”.
Así, la larga sombra de este libro se extendería desde la “Metrópolis” de Fritz Lang hasta la “Blade Runner” (pasando por la novela de Philip K. Dick que la originó) de Ridley Scott. Asimov era muy cauto en cuanto a asegurar el origen del género, como buen científico que era. Para él se trataba de una moda, con bases firmes, el mencionar a Mary Shelley como el “padre” de toda esta corriente. Acaso se descubriera un mejor candidato –o una mejor candidata- para considerarlo con convicción en algún momento del futuro.
Pero ¿dónde está el equívoco en esta historia de la historia, todavía más amplia, que es el de la literatura? Pues que nos topamos, en la inmortal Mary Shelley, a una hija de librepensadores quien, por seguir los pasos de sus padres, se descubre rechazada por su progenitor y que, sin ayuda de un varón, da a luz a un monstruo en cuyo alumbramiento interviene otro varón, que lo crea sin ayuda de una mujer. ¿Cómo es esto? Veamos.
La madre de la escritora, Mary Wollstonecraft, fue autora ella misma, y feminista pionera, a través del ensayo “Reivindicación de los derechos de la mujer”; su padre, William Godwin, un gran teórico del anarquismo. La madre de Mary muere por fiebre puerperal a los once días de haberla dado a luz. El padre –en cuya época se desconocía la razón de este tipo de infección, a saber, la falta de limpieza por parte de los cirujanos- la culpará de este hecho toda la vida. De esta manera, el monstruo de Frankenstein, que siempre ha carecido de nombre, sería entonces una proyección psicológica y literaria de la misma autora.
El resto de la historia es conocido. La velada de Villa Diodati. El amor libre, como consigna de Percy Bysshe Shelley, poeta y gran amor de Mary. El acompañamiento de Claire Clairmont, hermanastra de Mary, quien era amante, a la vez, de Lord Byron durante dicha velada. La propuesta de escribir cuentos de miedo por parte de Byron. El médico Polidori y su cuento “El vampiro”. Mary y su novela. El festín estaba servido desde antes. El poliamor, el feminismo, el amor libre, el anarquismo, el titanismo. Todo se cuece en una olla podrida durante una noche de tormenta.
Una ironía mayor impregna todo el asunto. El padre de la ciencia ficción, que es una mujer, hace de un hombre, un científico llamado Víctor Frankenstein, un creador. Un varón que engendra, sin necesidad de una mujer, a un ser totalmente nuevo. Un ser que anuncia una era post humana. Víctor Frankenstein se erige en un flamante Prometeo humano, ni más ni menos. El titanismo había alcanzado la mayoría de edad y entrado, con horror, en la modernidad.
La otra historia equívoca nació en el Nuevo continente, en los Estados Unidos y en el estado de Massachusetts. La protagoniza un brillante doctor en psicología, William Moulton Marston y sus dos compañeras, las psicólogas Elizabeth Holloway Marston y Olive Byrne. Marston estaba casado con Elizabeth pero su amante, y también de su esposa, fue Olive, alumna de Marston a quien hacían pasar como sirvienta para evitar el escándalo. Vivieron una relación pionera en el poliamor, una de las tantas formas en que se pueden relacionar los seres humanos y de las que hemos escuchado mucho hoy en día, pero no en aquellos tiempos. Una relación “desvergonzada” de la que nacieron varios hijos: Pete y Olive Ann con su esposa y Byrne, Donn y Fredericka con Olive.
Pero eso no es todo. Marston inventó una serie de herramientas, desde su campo en psicología, útiles para las empresas a la hora de evaluar los mejores recursos humanos a su alcance, así como el primer polígrafo, o detector de mentiras, funcional, cuya idea sería transferida a una de las poderosas armas de que se vale su creación en el cómic, y que hiciera bajo el nombre de Charles Moulton, la princesa amazona, conocida como Diana Prince, identidad secreta de “Wonder Woman” (la Mujer Maravilla) y su Lazo de la Verdad, amén de sus brazaletes indestructibles y su tiara, cuya primera aparición como personaje, en el ya amplio universo de los Superhéroes, fue el 8 de diciembre de 1941, en el “All Star Comics” número 8. Su propósito, “crear propaganda psicológica para el tipo de mujer que debería gobernar el mundo”. Y que se basaría en las cualidades que había sabido ver en sus dos mujeres.
La Historia, con mayúscula, que es equívoca por naturaleza y, digamos, una divertida maestra titiritera, nos ofrece otro ejemplo de su carácter engañoso en la génesis y desarrollo de esta Superheroína. Como esclarecedoramente apunta Terenci Moix en su ya clásico ensayo “Historia social del cómic”:
“En los años cuarenta, Wonder Woman y Mary Marvel no se atrevieron a llevar tan lejos su rebeldía, contra la hegemonía del macho en la historieta. Tanto la una como la otra tuvieron que ser justificadas a través de unos poderes especiales del tipo Superman, lo que establecía, ya de entrada, una premisa de irracionalismo: la emancipación de ambas se establecía sobre unas bases de completa seguridad para el lector. Estamos muy lejos de las mantis religiosas de Bette Davis y Barbara Stanwyck, cuya misma cotidianidad las hacía más amenazadoras de todo un código de valores. Ni Wonder Woman ni Mary Marvel podían aspirar a que se las tomase en serio en un mundo de hombres, como máximo serían compañeras, incluso revoltosas, de superhombres cuyas hazañas entraban de lleno en el terreno de lo imposible”.
Y continúa, demostrando que lo obvio, por serlo, no es tan evidente como pareciera:
“Mary Marvel, en cuanto a compañera del Capitán Marvel y nacida de su personalidad mágica, no podía ser otra cosa que una revisión a escala supersónica del mito de Pandora. Wonder Woman, por su parte, fue presentada con atributos poco atractivos: fetichista, masoquista e incluso lésbica, no recordaba en mucho al sueño de la mujer media, cuya idea de dominio sobre el macho ya implicaba de por sí una necesidad y una dependencia del mismo”.
Y arremete:
“Y si este peligro existiera, Charles Moulton, creador del personaje, se cuidaría de hacerlo desaparecer inmediatamente al convertir a la pseudotitánica en un personaje cuya vulnerabilidad básica residía, precisamente, en el hecho de abrigar, como el mejor de los sueños, la esperanza de poder formar un hogar y convertirse en esposa del coronel Steve Trevor”.
Y finaliza:
“Ambas amazonas, por otra parte, necesitaban de ritos mágicos para convertirse en supermujeres, lo que las hacía todavía más irreales. Así. Mary Marvel, como su homónimo masculino, debía pronunciar la palabra ¡Shazam! Para adquirir sus poderes, en tanto que los de Wonder Woman tenían también una procedencia mítica. (Wonder Woman era bella como Afrodita, sabia como Atenea, más rápida que Mercurio y más fuerte que Hércules)”.
Terenci Moix apuesta por otro tipo de personajes, como ideales o íconos feministas: “Modesty Blaise”, alias “la Princesa”, creación libresca de Peter O´ Donell y en cómic por Jim Holdway, personaje con un pasado criminal muy activo que tenía en Willie Garvin, su fiel ayudante, a un “ente pasivo tanto en sus relaciones profesionales (la aventura en sí) como en las amorosas”. Es la cotidianidad de Modesty, sin poderes especiales, lo que la haría peligrosa, según Terenci Moix. El cómic fue llevado al cine por Joseph Losey en 1966 (con un adecuadísimo Terence Stamp, de aspecto ambiguo, en el papel de Garvin) quien, de inmediato, haría sentir su influencia en un personaje femenino, de fuerte presencia, enmarcado en la trama del Superagente más masculino: la “Pussy Galore” de “007 contra Goldfinger” (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964), la más apegada al espíritu de cómic, de toda la saga Bond, y otro personaje de origen europeo, como la misma Mary Shelley, la “Barbarella” francesa de Jean-Claude Forest, aparecida en 1964 en una edición de H. G. Gallet y luego en “Le Terrain Vague”. ¿Qué diferencia a Barbarella de Wonder Woman y Mary Marvel? La Superheroína francesa y espacial aparece en un cómic con pretensiones intelectuales muy marcadas, en una década de cambios rápidos y absolutos. A propósito de su primera aventura, escribe Terenci Moix:
“…todos los hombres de la acción se convertirán en objetos eróticos de los cuales hará uso la heroína. Narrativamente las aventuras de Barbarella están presentadas como un itinerario de ésta y, como ocurría con los grandes héroes de antaño, la revelación del universo dramático está completamente condicionada al descubrimiento que del mismo va haciendo la protagonista”.
Barbarella, como todos sabemos, fue llevada al cine por ese mercachifle que fue Roger Vadim en 1968, el año de las revueltas estudiantiles y de la revolucionaria “2001, Odisea del espacio” de Kubrick, que también puede ser vista como el mayor “trip” psicodélico de la época. A Barbarella, por el contrario, se la recuerda, justamente, como una gema del pop art, un puro artificio, en la que se supo conservar el carácter amoral del cómic, con Jane Fonda –que había sustituido a Brigitte Bardot en el corazón y la cama de Vadim, aunque ella se casaría, posteriormente, tres veces más y se desligaría del movimiento MeToo de Hollywood al que acusaría de hipócrita-, en el papel de la heroína.
La película “El profesor Marston y la Mujer maravilla” (2017) de Angela Robinson, nos cuenta las aventuras poliamorosas e intelectuales de Marston (Luke Evans), Elizabeth Marston (Rebecca Hall) y Oilve Byrne (Bella Heatchcote), recordándonos que nada nuevo hay bajo el sol. Si al calor del fuego de la chimenea de Villa Diodati nacieron los monstruos más famosos, la película de Angela Robinson comienza en 1945, con unos niños recogiendo las revistas que narraban las aventuras de la Mujer Maravilla, para quemarlas en una hoguera, porque “abundaba en imágenes de esclavitud, azotes, tortura, homosexualidad y otras perversiones sexuales”, mientras un azorado Marston escucha dichas acusaciones ¡fumando un cigarrillo en una habitación cerrada! ¡Ah que profesor tan incorrectamente político, irónicamente recordado ahora, en plena edad dorada de la corrección política!
En 1928, Marston está a cargo de la nueva clase de psicología de la subsidiaria Radcliffe de Harvard. Su alumnado lo integran “señoritas elegantes”. Y recientemente se han separado de la facultad de filosofía. El semestre que inicia lo dedican a estudiar las emociones. Promete probar su teoría “DISC” con ellas. Se le ve ansioso y celebrado con aplausos por sus guapas alumnas. Una, en especial, pone atención a las palabras del profesor. Su esposa se encuentra sentada en el alféizar de la ventana. Pide que, aquella alumna que desee asistirlos, se apunte en una libreta. Elizabeth se queja por haber sido rechazada al grado de doctor, acaso por “tener una vagina”. Marston la consuela diciéndole que es muy lista. Ella responde que lo sabe. “Más lista que yo”, continúa Marston. “También lo sé”, dice ella. Hacen el amor, “como animales”, en el laboratorio. Poco después, sentados en los escalones de la universidad, mientras Elizabeth amenaza con enviar una carta al Consejo de administración, Marston descubre a Olive, entre los alumnos. Un chico se le acerca. “Ya deja de babear”, lo regaña Elizabeth, quien se dice “incapaz de sentir celos sexuales”, que termina por aceptarse “esposa, no carcelera”, para que Marston comience los escarceos con la asediada asistente. Aunque luego se desdiga, una vez a solas con Olive, amenazándola con matarla si duerme con él. Elizabeth se ha revelado como neurótica y compulsiva. Olive, en cambio, se descubre como integrante de una familia de feministas radicales, aunque la educación de Olive fuera encargada a una escuela de monjas, para que su madre pudiera dedicarse enteramente al movimiento sufragista. El matrimonio Marston no sale de su asombro. El trío, por lo tanto, ha comenzado a formarse sobre una serie de contradicciones, a cual más asombroso.
Aparentemente los Marston se excitaban sexualmente, contemplando en secreto y ocultos, los ritos de iniciación de las nuevas estudiantes. Este sadismo “light”, en aquel momento promovido apenas por un Spanking candoroso, se haría presente en las historietas que Marston escribiría, y de lo cual se le acusaría después, pero también sería un elemento clave para el desarrollo de sus teorías sobre dominación y aceptación de la autoridad.
Al tomar a Olive como sujeto de laboratorio, aun cuando ella proteste al negarse a responder qué ha sentido en realidad, al azotar a la alumna iniciada con una palmeta sobre las nalgas, Elizabeth obtiene un chispazo de lucidez sobre el único elemento faltante para que el detector de mentiras, sobre el que experimentan, llegue a ser un armatoste funcional: la mentira provoca reacciones corporales que son susceptibles de medirse. Marston se somete a su invento. La pregunta si ama a su esposa da como verdadero. La pregunta si está enamorado de Olive, que responde de forma negativa, da falso. Elizabeth le pide a Olive que se vaya. Ella no ama a Marston. Ama a Elizabeth.
Para Marston, la mujer perfecta se encuentra dividida en dos cuerpos: una chica cándida y hermosa y una mujer feroz y “maldita perra”. Cuando Olive se somete a la prueba del detector y miente, ante las preguntas si ama a la pareja de investigadores y si desea tener sexo con ambos, sabemos lo que pasará.
“Si la naturaleza de los hombres es inherentemente violenta y anarquista, y la naturaleza de las mujeres es inherentemente amorosa y afectuosa, entonces ¿No deberían las mujeres gobernar el mundo? ¿No sería una elección razonable? pero les advierto señoritas, los hombres no renunciaremos al poder sin pelear”.
La escena en la cual Elizabeth, comida a besos por Olive, llama a Marston para unírseles resulta, a la vez, ingenua y ardiente. En su ingenuidad reside su ardor. Olive se viste de ninfa griega. Usando el vestuario de una obra de teatro en la que se representaba a Diana, la diosa griega de la caza, el nombre que hará suyo la Mujer Maravilla. Olive parece una virgen pudorosa. Luego los tres se entregan. Se abandonan al sexo y el amor. Aunque el mundo condene y queme en una nueva hoguera al trío, se precipitarán en el siempre renovado vértigo, tan parecido a la atracción del abismo, del sexo en apariencia nuevo y que es tan viejo como los árboles, en el bosque oscuro del tiempo, donde debieron experimentar los primeros humanos, para quienes la moral se encontraba a miles de años luz de distancia.
Las desvergonzadas relaciones de este “Ménage à trois” traerán consecuencias. El novio de Olive la abandona. Los Marston son despedidos de Harvard. Olive está embarazada de Marston. No tienen dinero. Marston se ha olvidado de patentar el invento porque “la ciencia es para todos”. Ya otros explotan el detector de mentiras. La tía rica –y feminista- de Olive, no quiere saber nada de ella, ni de sus amantes, “para no desprestigiar” al movimiento. Las similitudes con el trío Mary-Percy Shelley-Claire Clairmont son transparentes. Una vez más el movimiento o la ideología aparecen como entes más importantes que las personas a las que dicen representar. Una vez más, la hipocresía.
Mientras Marston escribe interminablemente, Elizabeth, ya con un hijo, se presenta para el puesto de secretaria, a pesar de que “excede” sus habilidades para dicho puesto, en palabras de académicos, mientras Olive, con dos hijos, hace de ama de casa. La Mujer Maravilla trabajará de secretaria para Steve Trevor. Olive miente, los Marston mienten, que Olive es viuda, que el matrimonio la ha acogido bajo techo, como a una desamparada. La Mujer Maravilla tiene una identidad secreta que debe guardar en el mundo de los hombres. “Pero tiene súper poderes. ¿Cómo puede ser una secretaria?” “Es una mujer moderna. Gana dinero sin depender de un hombre”. “Lo hace para estar juntos (con Trevor). Lo hace por amor”. “¿Quién es Charles Moulton?” “Es mi seudónimo”. “Me pregunto si no es usted el de la identidad secreta”.
La película no ahorra los elementos más escabrosos de la búsqueda del profesor Marston para probar sus teorías. ¿Qué espectador entusiasta de la legendaria serie de televisión de los años setenta, que contaba con Lynda Carter en el papel de la Mujer Maravilla, o de la última encarnación de la misma, la Gal Gadot del Siglo XXI, en la película de Patty Jenkins, lo sabía? Marston enseña a sus mujeres una serie de historietas pornográficas que ilustran cada uno de los puntos de la teoría DISC, como son la dominación y la sumisión de los individuos. Acuden a sesiones de Bondage y Shibari. La naturaleza de ambas se desvela como algo ya conocido, pero no enfrentado. Olive es la sumisa, a quien no le importa que la aten. Elizabeth es la dominante que protesta. Cuando del dueño de una tienda “fetish” disfraza a Olive como amazona, con todo y el lazo, esta se pone en manos de Elizabeth, ante Marston como testigo, y este encuentra al prototipo de su creación, encarnado en la belleza de la joven.
Tenemos que, al principio, ni siquiera las dos mujeres del profesor Marston creyeron en la Mujer Maravilla. Su creador acude a las laboriosas oficinas de Max Gaines, el hombre “que descubrió a Superman”. Pone por delante sus credenciales académicas. La historieta que propone “sacaría al cómic del sumidero en que estaba para ponerlo a la altura de las manifestaciones artísticas del Siglo XX”.
El ascenso imparable de la Mujer Maravilla la eleva más alto que al mismo Superman. La liga de la decencia se queja. El cómic es censurado por los católicos porque, en cada número de la revista, las mujeres eran “azotadas, encadenadas, golpeadas”. Lo que no se mencionaba era que lo mismo pasaba con sus colegas masculinos. Y siempre resultaban vencedores. Ya que para eso son superhéroes o superheroínas ¿no es así? El componente sexual explícito era consciente y se muestra con un propósito psicológico, según Marston: “enseñar a los lectores a someterse a una autoridad afectuosa y que la sumisión sea tomada como placentera. Para que los chicos respeten a una mujer poderosa”. ¿Es en serio? La risa involuntaria, se desliza como araña cosquilleante entre los hilos del titiritero. “Dígame ¿qué tiene de poderoso una mujer que corre en traje de baño?” “La Mujer Maravilla está llena de violencia, tortura y sadomasoquismo”. Los hijos sufren las consecuencias. Los Marston no caben en su vecindario. Cuando Marston es diagnosticado con cáncer de piel, sabemos que ellas se quedarán con los hijos, amándose y amando.
“Escribo sobre lo que veo en las mujeres que conozco, mujeres que son tan justas, fuertes y capaces como la Mujer Maravilla”. “Para ustedes, la Mujer Maravilla es sólo un cómic, para mí es mi vida, es mi amor”.
La película de Angela Robinson es apenas tan buena como la más regular biopic. Divertida. Entretenida. Entintada con algunas escenas eróticas “Softcore”. Con un tufillo a escándalo anacrónico. Y equívoca.
¿Entonces, qué? ¿Reclamamos a la Mujer Maravilla como un ícono feminista, como a un personaje surgido de las aristas del poliamor o como a un fetiche erótico del movimiento BDSM? ¿O para ninguno? ¿O para ambos o para todos? ¿Acaso importa? No si la reducimos a considerarla un “simple” cómic, una moda popular que ora se va, ora regresa. El mismo Terenci Moix se preguntaba si había que prestarle atención “a realidades estéticas que tal vez no lo merecían, en detrimento –incluso dentro del mundo del cómic- de muchas otras de superior calidad”. Sí, si la vemos como lo que ha sido, un motivo de inspiración para muchas mujeres, y en el que ya confiaba su propio creador. Una vez más Terenci Moix tuvo la palabra: “porque en plena época de la comunicación que nos envuelve –cita-, es lícito, entre la calidad reconocida de una obra y el alcance y receptividad de la misma, estudiar las provocaciones históricas producidas por esto último”.
Quizá la respuesta se encuentre en la siempre veleidosa naturaleza humana. En los tiempos que corren. En los que corrieron, que corren y correrán. En cada tiempo que le toque interpretar, o reinterpretar, al personaje y a la obra, ya sea la Mujer Maravilla o el Macbeth de Shakespeare. O el legado y la obra, de innegable valor científico, de Jacques Cousteau, o su vida personal, vista como la de un ogro paternal, en “La odisea” (L’odyssée, aka. Jacques; 2016) de Jérôme Salle. Cada tiempo se verá ávido de sus propios revisionismos y, por supuesto, inmerso en sus propios equívocos.
El profesor Marston y la Mujer Maravilla (Wonder Women y el profesor Marston)
Estados Unidos 2017 Director: Angela Robinson. Con: Luke Evans, Rebecca Hall, Bella Heathcote, Connie Britton. Guión: Angela Robinson. Fotografía: Bryce Fortner. Edición: Jeffrey M. Werner. Música Tom Howe Duración: 108 min.