Por Samuel Lagunas

Damien Chazelle es un director bastante seguro de lo que quiere contar y cómo quiere hacerlo. Si miramos sus tres largometrajes, identificaremos no sin mucho esfuerzo que el joven cineasta norteamericano (Rhode Island, 1985-) se ha concentrado en llevar a la pantalla sujetos movidos ni más ni menos por eso que, en nuestras sociedades capitalistas, recibe el nombre de éxito y que no es otra cosa que el afán desmedido por conseguir un objetivo acorde al imaginario hegemónico: ser el mejor baterista, la mejor actriz, viajar al espacio. Pero Chazelle no está interesado en hacer este retrato de forma lo suficientemente crítica para convertirse en un director contestatario de la industria; en cambio, procura cinta a cinta poner en cuadro, de forma un tanto desapasionada, los daños colaterales de ese individualismo exacerbado.

En “Whiplash” (2014), la más escandalosa y explosiva de sus cintas, las baquetas ensangrentadas de Andrew (Miles Teller) son la clara muestra de que el camino a la gloria está lleno de dolores y pérdidas, lección por demás recurrente en los libros de gerencia empresarial y de autoayuda. “La la land” (2016) adorna los sacrificios con canciones bonitas, coreografías pegajosas y una escenografía tan nostálgica como ampulosa. “First man”, en esta línea, se muestra mucho más recatada.

Basada en la biografía de Neil Armstrong (1930-2012) escrita por James R. Hansen, la cinta deja clara sus regalas desde la primera secuencia en la que la cámara, constreñida por el armatoste de un avión, nos sitúa en la incómoda posición de un Neil (Ryan Gosling) azotado por turbulencias. Lo de afuera parece no interesar mucho, sólo importa la conmoción inmediata que amenaza al protagonista.

Corte.

Segunda secuencia. Una nueva máquina abraza un cuerpo mucho más pequeño, el de su hija Karen, invadida por una enfermedad letal que no tardará mucho en matarla. El comienzo de “First man” es arrobador, frenético, amargo y con un ritmo sostenido gracias no sólo a la música que acompaña y enlaza las escenas, sino al montaje de sonidos cotidianos: una libreta que se cierra, una pluma que se pone sobre la mesa, una llave de agua que se abre. Pero este poderoso preámbulo que acaba con un lindo baile “lalalandesco” y con la mudanza de la familia Armstrong a las instalaciones de la NASA, entra súbitamente en estado de coma y permanece así durante más de una hora.

Es en este segundo acto donde las debilidades de Chazelle como director se hacen evidentes y el trabajo de Josh Singer en el guion tampoco procura tapiarlas. Armstrong aparece en “First man” como un tipo introvertido, hosco, casi adusto, incapaz de lidiar con la pérdida de su hija, a pesar de que un nuevo bebé llega a su matrimonio y de que está rodeado de buenos amigos. Como contrapeso, es su esposa Janet (Claire Foy) la que debe tratar con los berrinches de los niños, los comentarios de las otras esposas de los astronautas y mantener el hogar a flote. En este largo tramo, la cinta borda el tedio, especialmente porque Chazelle ha comprobado que está lejos de lograr personajes redondos, complejos, que vayan más allá del estereotipo al que aspiran. Habrá quienes consideren este rasgo como un defecto que estropea “First man” y habrá otros que opinen que esa reticencia a las emociones auténticas es lo que permite que entendamos mejor el mudo dolor del personaje. Asimismo, aunque es previsible que el viaje a la luna representará para él una catarsis, puede resultar extraño (acertado para unos, equivocado para otros) que la imagen de Karen se mantenga ausente hasta el final. En La llegada (Denis Villeneuve, 2016), por el contrario, recordemos que los flashbacks/flashforwards de la hija dotaban de profundidad emocional y dramática a los personajes centrales, pero en “First man” esa emotividad se condensa en la imagen de un columpio vacío y trata de explotar en ese portento visual que resulta ser el alunizaje.

Cuando Janet confronta a Armstrong la noche antes del inicio de su misión, la película vuelve a estremecerse y despierta de su pasmo. Las secuencias más famosas (el equipo de astronautas cruzando el pasillo, el despegue, el salto de Neil, la conocidísima cita del pequeño paso y el gran salto) palidecen ante la soledad lunar -y universal- que Chazelle y su fotógrafo Tom Cross consiguen recrear. Nunca dos hombres habían estado tan abandonados, tan perdidos, como ellos en ese momento. Y es allí donde Armstrong suelta el peso de su hija muerta y puede volver a casa. O no. La moraleja de las películas de Chazelle no deja de ser despiadada: lograr tu sueño (ser libre de él) te convierte en una persona fuera de lo común, que ha trascendido, pero no como ella se lo imaginaba; ahora su hogar es un (burgués) aparador de cristal en la Historia. La pregunta que se hace la anónima voz en la canción “City of stars”, “¿estás brillando para mí?”, revela su respuesta: no, brilla para sí misma. De ahí que el Armstrong que regresa esté contenido entre vidrios (con su imagen reverberando de periódico en periódico, de pantalla en pantalla), y la nueva relación que el primer hombre puede tener con su esposa ya no es más que dos manos que tan fatídica como románticamente coinciden en la altura, pero son incapaces de tocarse. He allí las consecuencias, deshumanizantes, del éxito. Y he allí, acaso, la escena más espléndida de toda la película.

     

Ficha técnica:
Año: 2018. Duración: 141 min. País: Estados Unidos. Dirección: Damien Chazelle. Guion: Josh Singer. Música: Justin Hurwitz. Fotografía: Linus Sandgren. Edición: Tom Cross. Reparto: Ryan Gosling, Claire Foy, Jason Clarke, Kyle Chandler, Corey Stoll.