Por Matías Mora Montero
Alex Garland es un cineasta interesado en lo inesperado, en la relación entre la premisa ambiciosa y la búsqueda de algo concreto; su discurso siempre termina alejándose de lo prometido, de tal modo que de ahí pueden salir obras brillantes como “Ex-Machina”, su debut como director que exploraba las robóticas y la inteligencia artificial, no sólo desde el ángulo del amor, sino de la demencia e incongruencia; pero a la par puede llevar a abominaciones como “Men”, película donde el trauma psicológico acaba siendo explorado desde errónea y sosa explotación de temas sociales, resultando en una de las peores películas de los últimos años.
Lo inesperado de Alex Garland ya no sólo se presenta en los discursos que maneja, sino en la calidad de la obra que entrega. Con esto en mente, me complace decir que su más reciente película, “Guerra Civil”, que acaba de llegar a cines de nuestro país hasta en glorioso IMAX (donde debe ser vista por su sonido), es fabulosa y fascinante, acá va un poco del por qué.
La película se sitúa en un futuro no tan lejano, nos podríamos imaginar que circula a finales de esta misma década, pero se logra presentar como una distopía aterradora y muy convincente en lo plausible de su ejecución en la vida real, una guerra civil en el Estados Unidos contemporáneo que se da, aparentemente, como respuesta a la insatisfacción general con el presidente actual, uno que lleva ya tres mandatos en el gobierno y ha sobrepasado una gran variedad de líneas de lo que se constituye como un “gobierno democrático”. A partir de esto, facciones entre una variedad de estados empiezan a brotar, inclusive entre inesperados aliados como Texas y California; su unión a pesar del contraste ideológico entre ambos sirve como prueba del estado de disconformidad que explotó el conflicto bélico gloriosamente visto en pantalla.
La película ha logrado alzar mucha polémica, tanto en quienes la han visto como en quienes no y, en la moda actual, opinan sin saber. Se han emitido preguntas del qué tan moral es lanzar una película así bajo la tensión política americana que nunca deja de ser una constante, pregunta que se me hace irónica dado que la película se lo cuestiona en sí. Garland no muestra interés político evidente, mínimo no ideológico, su posicionamiento es neutral, no por cobardía ni subjetividad sino porque, vaya, su lente está en otro lado, su lente está en el lente de otros, esos otros son sus personajes, fotoperiodistas que transitan la guerra con la misma furia física que los soldados que la combaten, pero en sus manos no está un arma, la que sostienen es la cámara que busca retratar cada disparo posible, cada sangre derramada, en particular, la que acabe la guerra. Es decir, el conflicto ficticio que da lugar a la película pasa a segundo plano, porque a lo que Garland le da importancia, tanto temática como narrativamente, es a la ética de la imagen.
Sus personajes principales son Lee (Kristen Dunst) y Jessie (Cailee Spaeny), la primera es una fotógrafa de guerra ya veterana y la segunda una que recién empieza e idolatra a la otra. La brecha generacional entre ambas crea tensión dramática, pero a la vez traza el desarrollo del personaje de Jessie y, a la par, aumenta el conflicto existencial alrededor del trabajo de Lee. En una escena Lee confiesa su razonamiento de ser fotógrafa de guerra: “Con cada foto que mandaba de regreso, pensé que estaba mandando una advertencia a casa ‘no hagan esto’”. Y ahora el conflicto recorre cada esquina de su propio país, la avalancha de muerte cae sobre los techos de su patria, la tortura que veía foránea ahora es la rutina local, asechando en cada patio y gasolinera, donde golpeados y masacrados, francotiradores y supremacistas ideológicos decoran los espacios más cotidianos de la vida americana.
Entonces, ¿cuál es el punto de la imagen? ¿Es lo estético por lo estético? ¿La glorificación del conflicto? ¿la documentación? ¿La evidencia del triunfo? Son estas las preguntas con las que Garland te deja mareado al salir de la sala. Y son estas las preguntas internas de ciertos personajes, que recorren su propia memoria en confusión de como lo que vieron ajeno ahora vive tan cerca, mientras que hay personajes, como Jessie, que en su persecución por la imagen pierden su identidad, se vuelven criaturas crueles, sin piedad alguna, persiguiendo la gloria fotográfica, marchando en la misma línea que los perpetradores de la masacre.
La complicidad es un tema que se está volviendo cada vez más aparente en el cine, sea en “Los asesinos de la Luna” o en “Nope” se empieza a plantear la maquinaria de maldad y la pregunta de utilidad que existe detrás de la reproducción que una imagen logra crear o capturar, y en “Guerra Civil” es el tema principal. A la par, se habla del comercio de la información, la ignorancia como la forma de alcanzar felicidad. Hay pueblos, hay gente, cuya elección de omitir la guerra los excluye de ser parte de la misma, la información dicta la realidad, quienes la manejan, sea en la imagen o en la palabra, están sedientos de ella y su sed es peligro, alimenta la brutalidad, lo cínico de quienes posan junto a sus víctimas, algunas que son víctimas de un estado que parecería hasta genético de violencia y otras que en su representación simbólica de poder, en su derrota, en su decapitación, se encuentran una victoria, ¿a quién le pertenece esa victoria? Es posible que esta sea la pregunta menos importante.
La guerra, como tal, en las escenas donde se vuelve explícita y caótica, es una gloria visual y sonora que opera en una kinética espectacular, diseñada para alterar todos los sentidos del espectador y enfocada en el terror de cada acción necesaria para avanzar el conflicto. Pero no sólo opera como guerra, en gran parte se siente como un caos suelto que se mueve de forma aislante, ahí es en donde la ideología entra en juego. Ejemplificando con una de las mejores secuencias de la película, donde Jesse Plemons hace aparición en un cameo que continúa demostrando el magno poder actoral que contiene, en limitado metraje te deja una impresión enchinando la piel del espectador, en esta, sostiene pistola apuntada al grupo de protagonistas de la película y les pregunta, de forma escalofriante: “¿qué tipo de estadounidense eres?”, mientras que se podría pensar que se refiere precisamente a la ideología que hoy por hoy divide a la población de aquel país, su cuestionamiento va dirigido contra los migrantes. Quiere la pureza estadounidense, ese es el tipo de mierda que su personaje en particular es, su fijación no es en los bandos de los conflictos, estos le son irrelevantes, lo que le preocupa son los sectores de minorías que busca enterrar sin cuidado. Su guerra es individual, el conflicto mayor le es tan solo una excusa, no una causa. Y bien que, como muchos otros personajes, le saca provecho. Mismo caso le pasa a la propia Jessie, su forma de utilizar la cámara, de omitir el bien y el mal, hablan de interés personal.
La supervivencia idiota probada en una variedad de escenas, como en una donde soldados se disparan entre sí sin conocer el bando al que disparan, que podría perfectamente ser el mismo. Es una situación de cada hombre por su cuenta, es probable que la nación haya caído desde antes del brote bélico. Es así como Garland crea un retrato grotesco, pero glorioso de la naturaleza humana, la enfermedad no sólo de la guerra, sino del que la explota con su lente, de quien busca la foto triunfadora a toda costa, sin límites, sin moral. Una película de relevancia indudable, que se acerca a lo más profundo de nuestras almas, nos reafirma que cada uno tenemos nuestras indiferencias, y que en ellas se esconde nuestra crueldad y nuestros intereses.