Por Pedro Paunero
Con esta entrega, se cierra una de las tetralogías más espectaculares, cuya acción imparable va emparejada con una trama violentísima y compleja, en pos de lograr un efecto estético, sin dejar de lado el entretenimiento sofisticado y la inmersión en un mundo propio, donde lo criminal -la persecución, la orden de ejecución, la venganza y el asesinato-, devienen en puro deleite visual.
Si, a través del acto de robar carteras, Robert Bresson había logrado que sus carteristas parecieran danzantes -extrayendo el dinero de los bolsillos de sacos y gabardinas, de las víctimas de dichos robos, deslizando los cuerpos y girando sobre sí, a la vez que iban pasándose las billeteras bajo las narices de la mismísima policía, en “Pickpocket” (1959), una película donde se comparaba dicho acto criminal con una forma de arte, y donde no importaba la ganancia obtenida, sino el placer de la experiencia-, con John Wick 4, Chad Stahelski, su director, nos obsequia, en paralelo, una paroxística danza de la muerte.
Por Hamlet sabemos que la venganza se recubre de un manto de sangre, mientras el vengador va muriendo poco a poco, conforme consuma su venganza, pero que resulta redituable para el espectador -que tiende un espejo inconfesable hacia aquel-, ante la imposibilidad de cumplir él mismo con sus oscuras expectativas.
En “John Wick 4”, la persecución que, sobre el antihéroe (interpretado por un aventajado Keanu Reeves, experto en papeles de este tenor), realiza el ejército de sicarios y mercenarios (sobre ese asesino -tan perfecto y temido, que sólo puede equipararse a la Baba Yagá, la temida bruja de la mitología eslava, y a quien han puesto forzadamente en huida permanente, mientras el precio por su cabeza sube inexorablemente, y que sólo desea venganza por la destrucción de su auto, último regalo de su fallecida esposa, y por la cruel muerte de su amado perro, por parte de la mafia rusa, primero y un sicariato planetario, después) es llevada al límite.
El carácter de cómic -de anime-, se acentúa al máximo, a través de las sofisticadísimas coreografías de ataque, defensa y muerte por arma de fuego o espada; su oscura naturaleza de juego de rol iniciático -la Orden Suprema (o Alta Mesa), la “excomunicación” (excomunión) de Wick, la “zona neutral”, en realidad un territorio sagrado y consagrado (el Hotel Continental), la parafernalia de objetos, pactos y rituales, para acceder a otros territorios o ganar el derecho de petición -a la manera de niveles-, se revela por completo, mientras Wick canófilo donde los haya-, se permite salvar la vida del perro -entrenado para matar-, de uno de sus implacables perseguidores.
Pero también su homenaje al video juego es expuesto en secuencias completas -la matanza entre la riada de autos alrededor del Arco del Triunfo, resulta espectacular, extraordinaria -el escenario de este mega juego de rol ha cambiado, de Nueva York, a Japón y París-, o la que sucede en el interior de un edificio, donde somos espectadores desde arriba, como si viéramos al interior de una maqueta -o el escenario virtual de un video juego-, así como la que se desarrolla en un club nocturno, con los asistentes tan evadidos de este mundo que, prácticamente, ignoran la brutalidad que Wick lleva consigo y los envuelve, sin dejar de bailar desaforados, en una trama motivada por la inclusión de nuevos personajes secundarios, tan atractivos como los principales, y que aceleran un argumento, de por sí, acelerado, como el engreído marqués de Gramont (Bill Skarsgård), a cuyas manos la Orden Suprema ha puesto todos sus recursos para exterminar a Wick, el experto asesino japonés Caine (Donnie Yen), descendiente del legendario Zatoichi, espadachín ciego quien, con el acto de matar a Wick desea liberarse y liberar a su hija, Shimazu (Hiroyuki Sanada), gerente del Continental en Osaka, quien honra su amistad con Wick, hasta la muerte, y su hija Akira (Rina Sawayama), tan diestra como el que más, así como el caricaturesco Killa (un irreconocible Scott Adkins), que conjuga al Joker y a Kingpin en su persona, acompañados de un mercenario auto apodado “Don nadie” (Shamier Anderson), que exige una recompensa, cada vez más cuantiosa, por la vida de Wick, a quien no le faltan sus amigos ya conocidos, como el caballeroso, elegante y magnético Winston Scott (Ian McShane), despojado ahora de sus privilegios en el Continental, y el desdibujado Bowery King (Laurence Fishburne), que deja las calles neoyorquinas, de las que se enseñoreaba, para llevarle un traje anti balas más perfeccionado a John, hasta París, en una de las escenas más desaprovechadas de un guión -escrito por Shay Hatten y Michael Finch- que, por otro lado, eleva el nivel total de la saga.
La fotografía de Dan Laustsen luce con un expresionismo acentuado y la música de Tyler Bates y Joel J. Richard, se inclina, en el duelo final, en franco homenaje a Ennio Morricone, sin olvidar otro “hommage”, en la persona de la locutora de radio, que nos recuerda a aquella que, en “The Warriors” (1979) de Walter Hill, se ocupaba de señalar el avance de la banda por las hostiles calles de la megalópolis, en lo que, de anábasis, también tiene la eterna huida de Wick.
John Wick 4 (John Wick: Chapter 4, Baba Yaga, 2023), se nos presenta como la más acabada y refinada entrega de todas, así como la más triste, pero no dudamos que el fantasma de este bieloruso -fiel hijo de la Ruska Roma-, nos seguirá por mucho tiempo, a través de Spin offs y otras continuaciones, como la inexorable cruzada de muerte del propio John Wick.