Por Rodrigo Garay Ysita
La noche de la bruja es una noche desoladora y seguramente helada, de una quietud escandalosa sólo posible en el mundo rural por su proximidad irremediable a los terrores ocultos de la naturaleza. El viento, más que silbar con la dulzura romántica de la pradera, aúlla entre los árboles torcidos y hasta el más inocente conejito se antoja como un cerbero demoniaco cercando a la presa de Satanás.
En la literatura de Charles Perrault (más tarde retomada por Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm), esta noche siniestra era el escenario ideal para prevenir a los aterrorizados lectores sobre los peligros de la vida y las bondades del recto comportamiento. Y si bien los cuentos de hadas del francés ya habían diluido sus oscuros originales, casi 100 años de películas de Disney y de cine de género cada vez más complaciente (y artificioso) nos han terminado de entregar a la noche de la bruja como un bosque encantado de ensueño o como un espectáculo circense de sustos predecibles. “The Witch: A New England Folk Tale” (2015), ópera prima de Robert Eggers, se deslinda de la tradición contemporánea para regresar al terror nocturno más esencial.
Escrita por el director mismo, la historia de la joven Thomasin y su encuentro con la bruja tiene el aire aleccionador ojete de los relatos folclóricos. Víctimas del rechazo social por su soberbia religiosa, una pareja de peregrinos británicos y sus cinco hijos se confinan a una vida ermitaña al borde de un bosque en Nueva Inglaterra para probar su fidelidad espiritual. La severa ideología de esta familia, quizás por su hipocresía latente, será prontamente castigada por una serie de ataques sobrenaturales a su granja.
“The Witch” desborda misticismo porque aparenta muy bien la antigüedad. Haciendo lujo de su carrera como diseñador de arte, de producción y de vestuario en numerosos cortometrajes, Eggers ilustra la vida campesina del siglo XVII con la precisión pictórica del Siglo de oro neerlandés o de los atardeceres nebulosos y los interiores rústicos de Jozef Israëls. La ilusión, reforzada por el intento de inglés moderno temprano que hablan los personajes (lleno de thous, thines y ‘tis’s), es prácticamente incuestionable.
Esta autenticidad cronística nutre a su vez el carácter mítico del largometraje. La tortura psicológica de estos pobres campesinos huele a Viejo Testamento porque alude siempre al desamparo divino. Ellos, pecadores, fueron expulsados del edénico Reino Unido y ahora deambulan en la tierra del sudor y la sangre, sufriendo la soledad del abandono bíblico que pone a prueba su fe y que envenena poco a poco las relaciones entre sus Caínes y sus Abeles.
En su búsqueda obsesiva por la Gracia, se alejaron del camino de Dios.
La pesadilla que acosa a los peregrinos también apunta al terror sexual intrínsecamente masculino y que aparece por primera vez acompañado de las inconformidades de la pubertad. En la misma línea que “The Company of Wolves” (Neil Jordan, 1984), destapa la sexualización de la Caperucita Roja de Perrault e invierte sus valores originales —más allá de ser una moraleja protectora de damiselas en contra de la maldad de los hombres, se vuelve una advertencia de la corrupción luciferina que invade el cuerpo de la mujer con la llegada de la menstruación— y entonces el sexo vulnerable es el otro.
Esa narrativa de temor hacia las desconocidas profundidades de lo femenino también había sido subrayada en “Antichrist” (2009), del controvertido hiperadorado Lars von Trier, con un tono y unos matices muy similares a la obra de Eggers: la fotografía fría (no, helada); la arboleda como una zona de perdición subconsciente; el desamparado exilio; la soledad de unos personajes obstinados que, en busca de sanación, caerán en los pozos del olvido celestial, y la maldad enmascarada en los animales del bosque, criaturas sumidas en las aguas turbias del sinsentido.
Y allí está, entre esa cabra espantosa y la expectativa de una quema inquisidora que se aproxima, el nacimiento del tabú. Lucifer señala (a través de la luz anaranjada del fuego, el único signo cromático de calidez en toda la película) aquellas cosas de las que no se debe de hablar en la sociedad de los buenos, sea el deseo carnal (en formas tan espeluznantes como la tentación incestuosa), la sed de sangre, la franca desnudez o uso de la lógica para cuestionar el pensamiento hegemónico.
“The Witch” se anticipa al escepticismo de los posmodernos al retratar el terror fundamental; no el miedo a lo sobrenatural ni a lo diabólico, sino el miedo en sí mismo. El miedo multiforme. El miedo del hombre al lobo, el miedo de la mujer a la histeria menopáusica, el miedo del púber al hambre por los escotes y el miedo de los niños a la bruja: ésa que vuela en escoba y se come a los malportados. Son historias como ésta las que mantenían a esos nenes detrás de la raya, calladitos, para impedirles el instinto tan suyo de entregarse al desenfreno satánico del aquelarre.