Por Lorena Loeza

Los últimos meses el tema de la narco cultura y su infiltración a distintos niveles del consumo cultural, ha sido motivo de numerosas conversaciones y análisis. No se trata de un fenómeno nuevo, la verdad es que poco a poco e inadvertidamente, el espacio para contar historias vinculadas al narco – ya sea en el cine, la televisión, las plataformas, la música o la literatura- fue ganando terreno con fuerza y tenacidad.

En fechas recientes, fenómenos musicales como los corridos tumbados – una variante de narcocorrido- sorprendió al mundo colocándose como uno de los géneros más escuchados en la plataforma Spotify, por encima del reggaetón y la música pop.

Los corridos tumbados o bélicos no son más que la fase más reciente de la música popular que ensalza las victorias del narco y lanza odas hacia su costoso y aspiracional modo de vida. Pero como ya se dice líneas arriba, este fenómeno ha sido identificado tiempo antes y quizás en esos análisis podamos encontrar elementos para comprenderlo en el presente.

En 2013, el director Shaul Schwartz, presentó su documental “Narco cultura” que aborda el fenómeno a partir de dos perspectivas: el de los investigadores/as y peritos que trabajan en el SEMEFO en la frontera, y que enfrentan diariamente el fenómeno de la violencia, la intimidación y la muerte; frente al de quienes han hecho de la producción de narco corridos un estilo de vida. Filmada en Ciudad Juárez y El Paso, los personajes también reflejan las diferencias ente cada uno de los lados de la frontera y del sueño americano atravesado por la violencia y el crimen organizado.

Y si a partir de esta premisa, pudiera pensarse que se trata de un paralelismo entre “buenos” y “malos”, la verdad es que nada quedaría más alejado de la estructura de este relato. Aquí el interés del director es mostrar como estos dos lados del espectro se diluyen en las relaciones de lo cotidiano, en las motivaciones, en las aspiraciones y en la aceptación – casi rendición- de una situación que envuelve a todas las personas, aunque lo enfrenten y les afecte de diferentes maneras.

En realidad, el director va más allá del contraste y de la justificación. Quizás no abundó en otros aspectos del contexto, la violencia que le genera y que le alimenta, así como la estructura de los carteles que crecen al amparo de las autoridades, por lo que podría considerarse una fotografía muy limitada de un fenómeno tan complejo.

Sin embargo, es claro que el objetivo del director no es hacer un documental acerca del crimen organizado, sino de uno de sus efectos colaterales: la normalización de la violencia a través de la música que le es propia, y que sirve como instrumento para dominar el discurso de lo popular en las zonas donde se han asentado los carteles y el negocio de la droga.

Lo que el documental muestra, quizás como novedad, es cómo es que esta cultura del narco refuerza todo un aspecto aspiracional para una sociedad que parece haber aceptado con resignación su rendición.

Llama la atención como estas dos visiones del fenómeno se tocan y conviven, sin excluirse aunque poco se comprendan las motivaciones de una frente a la otra. Los narco corridos y el estilo de vida de quienes se dedican al tráfico de drogas terminan siendo dos elementos de un juego sádico y peligroso, en donde los peritos e investigadores no entienden cómo alguien puede inspirarse en situaciones tan terribles, mientras que compositores y cantantes tampoco entienden que se denoste una expresión cultural que a ellos les parece tan válida como cualquier otra. 

Frente a ello, tristemente hay una sociedad que toma partido, de un lado y del otro, sabedora de que ha sido derrotada. Y esa terrible sensación, también ayuda a comprender el presente, al mirar cómo años después, ese dejar pasar, ese dejar de hacer, explica nuestra compleja realidad que hoy por hoy se expresa en canciones que son exitosas a nivel mundial.