Por Lorena Loeza

El misterio más antiguo de la humanidad es saber lo que pasa después de la muerte, una curiosidad ancestral que ha recurrido a respuestas de todo tipo, desde las espirituales, las filosóficas, hasta las literarias y también por supuesto, las científicas.

“Post Mortem – Fotos del Más Allá” (2021), producción húngara dirigida por Péter Bergendy, se sitúa justo en esa bisagra de tratar de entender la vida a partir de la curiosidad por la muerte. El resultado es una sobria historia de terror que, enmarcada en la Europa rural de principios del Siglo XX, y en medio de la mortandad provocada por la gripe española, termina por ser un relato acerca de la fragilidad de la vida y sus infinitos misterios.

“Post mortem” nos lleva a 1919, en Hungría, donde un fotógrafo unido a una feria, se gana la vida haciendo fotos post mortem, mientras un socio suyo cuenta la historia de cómo murió y pudo volver. La costumbre de tomar fotos a los muertos, incluso como si fueran fotos familiares, es una de las más fascinantes de entre todos los ritos mortuorios populares. Costumbre que sólo pudo existir cuando el avance tecnológico permitió conservar una última imagen del familiar fallecido, como una manera de hacer inmortal su presencia.

Thomás – el protagonista interpretado por Viktor Klem- había estado en la guerra, y él mismo había vivido una experiencia cercana a la muerte. Ese recuerdo se aviva cuando una niña le dice que vaya a su pueblo a retratar personas que han muerto… y también fantasmas.

El pequeño pueblo de la niña, interpretada por Frauzsina Hais, ha sido diezmado por la guerra, la fiebre española, pero, sobre todo, por el olvido y la marginación. Thomás pronto se dará cuenta que hay más cosas en este pueblo que desafían lo que sabemos de la vida y la muerte, pero también de lo divino y los profano.

“Post mortem”  explota las leyendas rurales, llenas de leyendas de espíritus, fantasmas y entes malvados que buscan atormentar a las personas vivas. Sin embargo, pasa fácilmente del cuento gótico al subgénero de los pueblos malditos y finalmente al de los muertos vivientes.

Por esa aparente revoltura, podría pensarse que se le resta coherencia al argumento, sin embargo, reafirma su carácter de relato oral, más cercano a una historia de esas que se cuentan junto a una fogata y se exageran un poco para ser más atemorizantes para la audiencia.

A eso ayuda también la cuidada producción que reproduce a detalle la época, el ambiente, las tradiciones, la comida. Sobrio y frugal, es el escenario perfecto para pensar en la desolación y la muerte.

Pero ¿asusta? Si, por supuesto, una curiosa técnica a base de jump scares, con gritos, golpes, susurros, espasmos e imágenes. Sin despliegue de sangre o efectos especiales sofisticados, la cinta logra con sencillez introducir a la audiencia a la situación de encierro, aislamiento, de vivir el terror a lo que no se conoce, y lo atemorizante que debe ser eso para personas que viven vidas austeras en todos sentidos.

El ambiente sencillo y frugal también está presente en el guion, con pocas disertaciones o explicaciones. Simplemente las cosas suceden. Nadie sabe por qué, y tampoco como detenerlas. Un recordatorio de que la vida en sí misma es inasible, incluso para una cámara fotográfica.