Por Matías Mora Montero
“You’ve been lying in bed for a week now.
Wondering how long it’ll take”
Tiny Tears, Tindersticks
Vincent Cassel interpreta a Karsh, empresario e inventor tecnológico, viudo, quien sueña con ver el cuerpo de su esposa muerta flotar dentro de su tumba, por la cual se integra una pequeña ventana por donde Karsh la espía como los chicos que espían a sus compañeras, y ahí es en donde grita, como un bebé llorón, sin que alguien lo detenga. La cámara hace zoom a su boca, regresa, Karsh está en el dentista, su dentista le da unas noticias alarmantes: sus dientes se están pudriendo, por el duelo. El duelo emocional de perder a su esposa le está matando los dientes. Karsh, en una mezcla de ironía y una sinceridad vulnerable que carga como su manto, pregunta cómo resolver esto del duelo. Esa misma pregunta es la que el director David Cronenberg se plantea resolver en su nueva (y posiblemente última) película, The Shrouds.
Una película que podría muy bien ser su cinta más personal: Cronenberg viste a Cassel con su ropa, le otorga su cabello, le otorga sus deseos y secretos. Le otorga, de director a actor, de cineasta a personaje, su corazón entero. La propia esposa de Cronenberg murió hace poco, el cineasta canadiense siempre se ha sentido atraído a los cuerpos, a todo aquello que simbolizan, cómo nos conectan a la realidad o, como bien propone en su película anterior a esta, Crimes of the future, como son la realidad. Así que no sorprende ver que, en su propio duelo, genere una película hecha a partir de un personaje cuyo estado de viudo lo lleva a crear unos cementerios intervenidos con tecnología, la cual te permita a ti, como familiar consumido por dolor y tristeza, por melancolía y el extrañar eterno, ver el cuerpo de tu ser querido descomponerse en tiempo real. Poder presenciarlo pudrirse, desvanecerse y, claro, permanecer.
Esta tecnología es, claro, controversial, blasfemia, política, por lo que grupos ambientales y religiosos se oponen, así que no es del todo sorpresa cuando el cementerio donde su propia esposa puede ser vista –desde unas pantallas incorporadas a la tumba donde se encuentra– es vandalizado. Mientras Karsh investiga quién estuvo detrás del ataque, su enfoque (y el de la propia película) se empieza a desviar. Lo que eran conversaciones para localizar a los culpables del ataque se tornan en profundas pláticas sobre la muerte, el sexo, la mutilación y el amor, el anhelo eterno que lo hizo inventar esos cementerios y la duda, quizá aún más eterna, de si fue la forma adecuada de lidiar con el duelo.
El protagonista habla con la hermana de su esposa (interpretada, al igual que la esposa, por Diane Kruger), habla con su IA que fue programada para verse como su esposa (también Diana Kruger, cuyo casting freudiano y triple es excelente, dinámico y emotivo), habla con sus asociados, doctores, ex-cuñados… En todos ve una lástima, una forma triste y solitaria de existir. Es una película triste, incluso cuando se mantiene plagada de humor sarcástico. Porque en este estilo tardío y maduro del maestro del terror corporal la decadencia está siempre presente, aquí hay una decadencia del anhelo.
En medio del siglo XXI, desbordado por tecnologías que nos abren posibilidades sólo al restringir la vida (por ejemplo: Karsh “maneja” uno de esos Tesla que se manejan solos), el lidiar con emociones de forma pura y humana parece insólito, nos escondemos detrás de lo digital, creyendo encontrar soluciones. Porque lo que Karsh quiere es estar ahí con ella, con Becca, su esposa muerta, quiere tumbarse junto a ella, quiere descomponerse con ella. Sin embargo, tan sólo la observa a través de la pantalla, pero ¿se le puede culpar? No creo, la muerte es inmaterial, sobre todo para los vivos.
Y aquí aparece lo interesante de este estilo tardío, Cronenberg no busca impresionar, busca ser honesto. Brindar una historia de honestidad, que se presente en un ritmo un tanto único, lleno de pasión por la muerte, lleno de silencios. Ya no cede ante imágenes provocadoras, las convierte en un segundo plano de lo que filma, las vuelve momentáneas y orgánicas. Convierte los cuerpos mutilados y descompuestos en desplazamientos lentos y fríos, pero llenos de emoción, no aquella emoción que apantalla, sino aquella que conmueve en su contemplación.
El resto de la película, Cronenberg se dedica a filmar lo anti-cinematográfico: celulares, volantes, pantallas, plano-contra-plano de extensas escenas de conversación, la fotografía digital limpia, los apartamentos ordinarios. Entonces, en su descubierta fascinación por lo ordinario de nuestro siglo y por lo silencioso de la muerte, nos hace pensar, nos hace pensar más que nunca. Y pensamos no sólo en nuestros muertos, sino en los que serán nuestros muertos, en quienes aquelos que ahora viven, pensamos en los muertos que seremos, propiamente.
En lo personal, encuentro un tipo de comodidad en sus entierros, en su creencia de que la existencia, no la vida, puede seguir sucediendo a través del cuerpo y la memoria, los cuales parecen ser lo mismo. Karsh se siente vacío, incompleto, anhelando un cuerpo ajeno porque no es ajeno, porque Cronenberg propone que, de alguna forma, sólo un acumulamiento de cuerpos nos hará sentir completos, porque la conexión emocional tiene todo que ver con la física. ¡Una escena que para mí no sólo demuestra esto, sino que cierra la película es un flashback donde su esposa regresa a casa mutilada! (por su enfermedad le han tenido que amputar el brazo, un seno y le han advertido que la fragilidad de su cuerpo es demasiada)… pero ¡oh, Becca y Karsh se aman tanto que su cuerpo no puede estar separado! No sus cuerpos, sino su cuerpo, la unión singular de dos almas que generan un solo cuerpo de amor. Y cuando su cuerpo queda envuelto en eterno abrazo, se prometen, se ruegan hacer el amor. Y al sostener –al entrar en intimidad– la cadera de Becca se rompe, el dolor compartido no los separa, son un mismo cuerpo. Dispuestos a verse romper, a verse morir y deteriorarse, se abrazan.
Cronenberg, al exponer sus más honestos sentimientos de su propio duelo, nos invita a unirnos a ese abrazo, a acumularnos todos en la Tierra. Nos indica que el deseo, la sensualidad y el golpe de la muerte son lo que son porque existe el cuerpo del otro, donde nos vemos reflejados, donde también existimos. Que para amar, para vivir, debemos estar dispuestos a morir un poquito. Y Karsh, de alguna forma, busca esto: lograr darle vida a su muerta. Al verla, al ver su cuerpo y tenerlo siempre presente, desde su app, desde su iPad, en vivo y directo desde su tumba, su muerta vive un poco, porque ¿quién no se ha sentido un poco más real ante los ojos, el corazón, la piel del otro?