Por Lorena Loeza
La Guerra Fría y el cine norteamericano, tienen una larga y profunda relación simbiótica que ha pasado por distintas etapas y momentos climáticos, mismos que siempre han dependido de la coyuntura histórica que los atraviesa.
Recordemos que durante la Guerra Fría, el cine norteamericano se convirtió en un poderoso vehículo ideológico que reflejaba y moldeaba la opinión pública acerca de las tensiones geopolíticas entre Estados Unidos y la Unión Soviética. A través de narrativas cargadas de paranoia, heroísmo y confrontación, Hollywood articuló los miedos colectivos frente al comunismo, la amenaza nuclear y el espionaje internacional. Películas como “Dr. Strangelove o: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba” (1964) de Stanley Kubrick ofrecieron una sátira mordaz sobre la lógica destructiva de la amenaza nuclear, mientras que “El Embajador del miedo” (The Manchurian Candidate, J. Frankenheimer,1962) exploraba el temor a la manipulación mental y la infiltración comunista en la política estadounidense.
A lo largo de las décadas, el cine también sirvió como herramienta de propaganda y reafirmación del modelo democrático occidental. En los años 80, títulos como “Amanecer Rojo” (Red Dawn, J.Milius,1984) dramatizaron una invasión soviética en territorio estadounidense, exaltando el patriotismo juvenil como resistencia. Al mismo tiempo, películas de acción como “Rambo II” (1985) y “Rocky IV” (1985) posicionaron al héroe estadounidense como símbolo de superioridad moral y física frente al enemigo que en inicio era soviético, pero fue transitando paulatinamente hacia el árabe, el chino y ahora, el coreano. Estas representaciones consolidaban una narrativa polarizada de “libertad versus opresión” profundamente arraigada en la cultura popular.
Con el tiempo, el miedo a una guerra mundial se fue matizando, cambiando de villanos y mutando hacia otros terrores como las guerras por recursos naturales, las guerras comerciales o las pandemias, en su variante de guerra bacteriológica.
Sin embargo, cintas como “Casa de Dinamita” (A House of Dynamite, 2025), nos recuerda que el terror sigue vigente y que, con el tiempo, hemos dejado de pensar en lo letal que sería. Quizás lo más novedoso de su planteamiento es que, sobre todo, se trata de una feroz crítica para denunciar que, en todos estos años, el mundo y en especial el gobierno norteamericano, no han podido consolidar reales estrategias militares, diplomáticas o sociales para conjurarlo y aspirar a una verdadera paz mundial duradera.
En realidad, el miedo a la guerra nuclear, sufre un destino parecido al de Pedro y el Lobo, cuando de tanto intentar asustarnos con la amenaza de bomba, el mundo – y en particular el pueblo norteamericano, terminó por dejar de sentir miedo por eso.
“Casa de Dinamita”, dirigida por Kathryn Bigelow y escrita por Noah Oppenheim, es un thriller político que se desarrolla en los 20 minutos previos al posible impacto de un misil nuclear en territorio estadounidense. La protagonista, Olivia Walker (interpretada por Rebecca Ferguson), es una oficial de alto rango en la Sala de Situaciones cuya misión es localizar el origen del misil y evitar una catástrofe global. A diferencia de otros filmes de acción, esta historia se enfoca en el drama humano, la vulnerabilidad institucional y la tensión moral que enfrentan los líderes políticos y militares ante una amenaza inminente.
La narrativa evita simplificaciones geopolíticas y se centra en cómo se toman decisiones críticas en escenarios de crisis extrema. El filme muestra una carrera contrarreloj en los pasillos del poder, donde cada segundo cuenta y cada decisión puede cambiar el destino del mundo. Con un elenco estelar que incluye a Idris Elba, Jared Harris y Gabriel Basso, la cinta destaca por su acertada mezcla entre intensidad emocional y realismo político.
El talento de Bigelow para contar historias bélicas encuentra en esta cinta, quizás su más alto grado de madurez. Kathryn Bigelow ha redefinido el cine bélico con un estilo que privilegia el realismo táctico y la tensión psicológica sobre el espectáculo visual o los efectos especiales, las personas antes que las balas, por decirlo de alguna manera. Como en sus películas anteriores: “Zona de miedo” (2008) y “La noche más oscura” (2012) se centra en los dilemas éticos, el trauma y la ambigüedad moral que enfrentan los protagonistas, alejándose del heroísmo tradicional, frecuente en este tipo de cintas.
Con una estética sobria y cámara en mano, sigue a los personajes en un montaje por episodios, con el objetivo de sumergir al público de modo caleidoscópico en escenarios de guerra o inteligencia, donde cada decisión puede tener consecuencias irreversibles.
Además, se destaca cómo Bigelow introduce figuras femeninas en entornos tradicionalmente dominados por hombres, desafiando los estereotipos tradicionales del género. Su narrativa evita juicios explícitos y deja que la tensión institucional y humana hable por sí sola. En lugar de glorificar o romantizar la guerra, la disecciona desde dentro, mostrando cómo el poder opera a diferentes niveles en momentos de crisis. Fiel a su estilo, también plantea preguntas incómodas sobre la violencia, la política y la responsabilidad colectiva.
Por lo demás, el momento en que una película como ésta se produce y se exhibe, no puede ser más acertado. En estos tiempos donde la amenaza de una guerra se asoma en distintas partes de mundo con pocas posibilidades de ser contenida, es claro que el miedo y la incertidumbre están pensados para traspasar la pantalla y generar discusiones reales acerca del tema.
“Casa de Dinamita” no solo nos enfrenta a los horrores de una posible guerra nuclear, sino que nos obliga a mirar hacia adentro y cuestionar la fragilidad de nuestras instituciones y la falta de respuestas contundentes ante las amenazas globales. Es una llamada de atención para no normalizar el miedo ni dejar de exigir soluciones reales, recordándonos que la paz duradera solo será posible si enfrentamos los problemas de fondo y asumimos la responsabilidad colectiva como ciudadanía global.

