Por Pedro Paunero

La recuperación de la memoria del exilio japonés en México, a través de sus protagonistas y descendientes, se descubre a través del arte y la nostalgia.

“La memoria es una isla en el mar del olvido”

Las palabras de llegada

Hasta donde sabemos, el término japonés “Yurei” apareció por primera vez en el Siglo VIII, durante el período Nara, escrito en una oración compuesta por un discípulo para el descanso de su maestro fallecido, el monje budista Genbō. El término muta con el tiempo, y para el Siglo XV, Zeami, actor y dramaturgo de teatro Nō, se lo apropia para designar a una aparición, es decir, un fantasma, en una de sus obras dramáticas. Es la definición que “Yurei”, actualmente, posee, la de un ser etéreo, a veces vengativo, que languidece entre dos realidades.

Los yurei del documental de Sumie García Hirata, vuelven a transformar el término, ganándolo para la tarea dolorosa, a veces de carácter secreto, de recuperación histórica, individual, familiar y de comunidad, de los “nikkei”, los migrantes japoneses -y sus descendientes- que, por una u otra causa, encontraron en México un nuevo hogar.

En este periplo coral, que recorre distintas geografías del país, se desvela una fecha (1897), y una región (Escuintla, Chiapas), donde arribaron treinta y cinco entusiastas colonizadores -con todo lo amplio, ambiguo, oscuro y temerario que dicha palabra contiene-, entre estos agrónomos, a quienes el gobierno porfirista cedió tierras para el cultivo de café. Con ellos llegó Zempei Nakamura, bisabuelo de Martín Yoshio Cruz Nakamura quien, como todos los nikkei, tuvo que redescubrir su “japonesidad”, negada u ocultada por las capas del mestizaje, como por debajo de un extraño e informe sentimiento de vergüenza, así como de la aceptación de la cultura del país adoptivo que, finalmente, prevalecería como una máscara.

Como en todo intento de recrear un estado de ánimo, que se traduce en existencial, “Yurei” se nos presenta, por momentos, elusivo, más allá de los testimonios; enigmático, más allá de los intentos de comprensión. Es, pues, en este intento de anclaje en el inestable territorio de la memoria –simbolizado por una isla creada digitalmente, y por la danza de la bailarina Irene Akiko Iida, que vertebra, como un hilo conductor, todas las historias-, que el documental encuentra su mayor fuerza expresiva, a través de un lirismo intimista e impresionista, logrado mediante una técnica -cámara baja- que tanto imita, como rinde homenaje, al Yasujiro Ozu de “Cuentos de Tokio” (1953).

Los entrevistados en “Yurei”, cuestionan su teatralidad cotidiana -alguno es, en efecto, un actor de teatro Nō, de ahí la máscara de otredad, que los vuelve tanto “nuestros” como “ajenos”-, su fragilidad diaria, y su constructo-social, como personas nacidas en las dos orillas de un mismo océano para, de una buena vez, redescubrirse únicos e inimitables.

El quiebre

Y es que sólo podemos comprender este poderoso sentimiento de vergüenza, muy asiático, si nos situamos en los tantos contextos que acompañan, como una sombra (como un yurei, en efecto), a los nikkei. El ataque japonés a Pearl Harbor, representa el quiebre, el punto de inflexión. A partir de entonces, con la incautación de bienes, la expulsión de los inmigrantes japoneses asentados en los puertos mexicanos, y de su reclusión en la hacienda de Temixco, reconvertida en un (relativamente buen) campo de concentración en Morelos, Kenji Hiromoto, nieto de Manuel S. Hiromoto, médico de la hacienda acusado de espía y, por esto, trasladado a Perote, sitúa ahí el origen de la vergüenza. Los adultos, que poseían una cierta libertad de cultivar alimentos o de salir a comprar víveres (bajo un horario estricto), vivieron tiempos difíciles. Los niños, que como el protagonista infantil de “El niño y el muro” (1965), la incursión de Ismael Rodríguez a las inmediaciones del muro de Berlín, son capaces de jugar (y encontrar felicidad) en los variados infiernos creados por el hombre, en cambio, rememoran de forma muy distinta aquella estancia.

Es la misma vergüenza, el mismo temor al rechazo, que sufren en carne propia los “hibakusha”, los individuos socialmente marginados debido a las afectaciones físicas, tras sobrevivir a las dos bombas atómicas -magistralmente retratados en “Onibaba. El mito del sexo” (1964), de Kaneto Shindō-, o la consciencia de “guardar la cara”, del pueblo chino, que podríamos traducir -no sin perder algo en el proceso-, por guardar la honra, expresado en el dicho occidental “se me cae la cara de vergüenza”. En contraste, la historia de la abuela que muere en silencio se nos presenta como una metáfora viva de la aceptación, aun cuando hubiera llegado a México como resultado de una transacción de compra-venta de esposas, mediante un catálogo fotográfico. La muerte esquiva de la anciana, que se negara -siempre- a hablar de su condición de objeto amoroso, libera, por oposición, a la nieta que nos otorga su testimonio.

El mismo océano que baña Japón

Llegaron por el Pacífico, la misma amplia extensión marina que baña a México y Japón. “No me voy a Japón porque aquí nací. Japón es la nostalgia, lo simbólico”. El país de los ancestros es, pues, ya un signo, una metáfora de la partida -como la de Odiseo, deseando Ítaca a la distancia-, pero no de regreso. “Yurei” recorre la geografía mexicana, desde Tapachula, Chiapas, a Ensenada, Baja California, deteniéndose en Perote, Veracruz, y Morelos, para culminar en la Ciudad de México, recuperando una identidad olvidada, ahora múltiple, enriquecida por el mestizaje. En este viaje de “asumirse” uno con su pasado y presente, en un tiempo continuo, podemos, también, adivinar la reconciliación de la misma directora, Sumie García Hirata -autora del entrañable “Relato familiar” (2017), que ya exploraba la temática-, con un pasado que, no siempre, asumimos como nuestro. Todos somos migrantes. Y con este devenir, ya revelado -cuando el tormento por la memoria ha sido sanado-, somos conscientes de que “nostalgia” es la palabra.