Por Pedro Paunero
A la memoria de mi amigo el poeta Marco Fonz
Se podría escribir una larga introducción para comentar estas cinco películas dónde los equinos (caballos y asnos) son los protagonistas y compañeros de los hombres pero todas se resuelven en una frase de Nietzsche, el filósofo, de quién también se ocupa una de estas ejemplares cintas:
“De ti violento es de quien espero mayor piedad, porque aun teniendo el poder no lastimas al débil”.
“Lotna” (Andrzej Wajda, 1959)
Sobre esta película dijo Andrzej Wajda:
La trama de “Lotna” es simple y clara: es el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Septiembre de 1939. Un hermoso caballo árabe de establos de un magnate cae accidentalmente en manos de un capitán de caballería al mando de un escuadrón y se convierte inmediatamente en el objeto del deseo para los demás: el teniente, el encargado de cadetes y finalmente para el líder del escuadrón, el sargento mayor Laton. Sin embargo, la guerra cobra las vidas de tanto el capitán y el cadete oficial. Cuando, finalmente, al teniente le toca Lotna, el sargento mayor secuestra al caballo y huye entre los vagones abandonados del ejército retirado. Desafortunadamente el caballo tiene una mala caída y se rompe la pierna. El teniente usa su pistola para terminar con la miseria del caballo. Así termina la leyenda y la cortina cae en el último capítulo de la historia de la caballería polaca.
Para Wajda, hijo de un oficial de caballería polaca (los célebres ulanos) asesinado por los soviéticos en Katyn, la película constituía un fracaso. La cinta permanece en la mente del espectador a través de la secuencia en la que los ulanos cargan contra el ejército alemán sin saber que este posee una nueva y poderosa arma decisiva en esa batalla: los tanques de guerra. Fue controversial en su momento debido a que Wajda inventa una heroica carga contra los tanques por parte de la caballería. Es el fin de la guerra entre caballeros. El fin de una era y el despertar de una edad sin méritos ni honor ni romanticismo.
“El pagador de promesas”
(O pagador de promesas, Anselmo Duarte, 1962)
Un hombre camina 7 leguas de distancia arrastrando una cruz sobre su hombro al lado de su quejosa esposa hasta una iglesia como pago de haber salvado Santa Bárbara a su mejor amigo de nombre Nicolau que en realidad es un burro. Sin embargo Santa Bárbara, en la religión de los esclavos del Brasil, el Candomblé, es Iñasa a quien el pueblo adjudica haber realizado el verdadero milagro. El sacerdote le impedirá la entrada a la iglesia mientras este “pagador” de promesas permitirá que un proxeneta se lleve a su mujer a un hotel con el pretexto de hacerla descansar. A partir de esta premisa esta película nominada al Óscar y ganadora de la Palma de Oro en Cannes se permite diseccionar la intransigencia religiosa, la política clerical, el periodismo buitre, el contraste entre la atrasada e ingenua mentalidad rural y el egoísmo urbano en una cinta dónde el burro Nicolau (que nunca se ve), emblema de la Fe, sustituye la bicicleta desaparecida (metáfora de la esperanza) en la legendaria “Ladrón de bicicletas” de Vittorio de Sica, la obra maestra del neorrealismo italiano.
“Al azar de Baltasar”
(Au hasard Balthazar, Robert Bresson, 1966)
Baltasar es un burro que, tras gozar de una breve y feliz existencia como compañero de juegos infantiles, sufre en silencio la explotación de los numerosos dueños que lo adquieren. Se trata de una cinta desgarradora, a menudo carente de diálogos, que forma pareja con “Mouchette” (1967), también de Bresson, como un estudio de la santidad (su último dueño le considera un santo reencarnado), de la crueldad, la paciencia y la maldad humana. Marie, (Anne Wlazemsky) una chica ensimismada y explotada por Gerard (Francois Lafarge) sufre a la par que Baltasar, tomada y abandonada, sin dejar de ser un alma pura y piadosa. Cuando, ya viejo, Baltasar es retirado en un establo como pago a toda una vida de garrotes, lo roban y utilizan para un acto de contrabando y es demasiado tarde. Aparece en un pequeño papel el erotómano Pierre Klossowski como un perverso personaje de mirada intensa e inolvidable.
El crítico Andrew Sarris expresó sobre esta sublime película –de un cineasta cuya obra había calificado como “el cenit de la pureza en el cine”-: “Se yergue sola en los pináculos más altos de las experiencias emocionales artísticas”.
“El caballo de Turín”
(A Torinói ló, Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, 2011)
“En Turín, el 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche salió de su casa en el número 6 de la Vía Carlo Alberto, tal vez para caminar, tal vez para ir a la oficina de correos a buscar su correspondencia. No muy lejos o en realidad muy poco lejos de él, un cochero tenía problemas con su caballo que se negaba a andar. A pesar de todos sus esfuerzos el caballo se negó a moverse, después de que el cochero -¿Giuseppe, Carlo, Ettore?-, perdió la paciencia y tomó el látigo, Nietzsche se abrió paso entre la multitud y puso fin a la brutal escena del cochero que a esas alturas echaba espuma por la boca. El robusto y bigotudo Nietzsche sube de repente al coche y echa los brazos alrededor del cuello del caballo, sollozando. Un vecino lo llevó a su casa dónde se tiende, tranquilo y silencioso, en el sofá durante dos días hasta que murmura inarticuladamente sus últimas palabras, después de las cuales se quedó mudo: “Madre, soy un tonto”. Y vivió otros diez años, sereno y alienado, al cuidado de su madre y de sus hermanas. Del caballo no sabemos nada”.
Ese es el prólogo. Luego un plano secuencia alongado, la cámara al lado de la cabeza del viejo, cansado caballo, la música sostenida en tan sólo unos cuántos acordes. 30 tomas y el destino del caballo se encadena al del cochero y el de su hija. Nietzsche ha desaparecido y el Súper Hombre parece un sueño demasiado lejano. “El caballo de Turín” es casi una cinta silente. No necesita de diálogos. Su silencio aúlla como el viento que sopla y todo lo pulveriza en paralelo a la sencilla banda sonora. Poderosa. Única. ¿Acaso la atmósfera humosa, los 6 días en que se desarrolla y la ausencia del séptimo (el día del descanso de Dios), la decrepitud moral de los personajes y el contraste en blanco y negro anuncia, como muchos han querido ver en esta película, el fin del mundo? ¿Qué otro significado, pues, debe tener el monólogo del visitante que dice que la ciudad más cercana está en ruinas y que la tierra está envenenada? ¿Es que el cine cómo arte ha llegado también a su fin?
Esta es una de las contadas películas que nos replantean ver el cine de otra forma y sin necesidad de la tecnología 3D. La última cinta de Béla Tarr –el realizador daría las gracias al público durante su pase en México diciendo que se trataba de una película fea, la última de su carrera-, es una absoluta obra maestra y de arte, un testamento cinematográfico que con el tiempo será reconocida como lo que es: una de las mejores películas de la historia.
“Caballo de guerra” (War Horse, Steven Spielberg, 2011)
Hay en el cine de Spielberg un insulto a la inteligencia que se resuelve en una sola escena en varias de sus películas: una especie de ruptura conceptual dónde la dureza de la existencia se rinde ante la ingenuidad típica de una eterna edad mental infantil. Así “Rescatando al soldado Ryan” y la inverosímil misión de un pelotón para salvar la vida de un solo hombre en contraste con las impactantes escenas del desembarco en Normandía. En este caso, el caballo del título, utilizado durante la durísima guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial (la Batalla del Somme, ni más ni menos, una de las más cruentas del conflicto) que escapa y queda atrapado en medio de las alambradas, es localizado por soldados enfrentados en ambos bandos (ingleses y alemanes) y detiene momentáneamente la guerra para salvarlo. Comparada con las películas anteriores este producto palomitero, bien hecho sin embargo, y aparecido en cartelera el mismo año que “El caballo de Turín”, se resuelve en lo que es: una más de las películas “maduras-inmaduras” de Spielberg que adolece del Síndrome de Peter Pan.
Vi desde la ventana los caballos.
Fue en Berlín, en invierno. La luz
era sin luz, sin cielo el cielo.
Y desde mi ventana un solitario circo
mordido por los dientes del invierno.
De pronto, conducidos por un hombre,
diez caballos salieron a la niebla.
(…) He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro.
No olvidaré la luz de los caballos.
Pablo Neruda.