Publicado: 11 de diciembre de 2006

Por Hugo Lara Chávez

Había una película, cuando era niño, que me desconcertaba tremendamente. Habituado a ver por televisión al cine mexicano según el modelo de Pedro Infante, Fernando Soler y, en el peor de los casos, de Viruta y Capulina, no entendía con claridad aquel relato en el que cuatro jóvenes gandallas y desmadrosos (me acuerdo de sus apodos: el Capitán Gato, el Azteca, el Mazacote y el Estilos) emprendían por la Ciudad de México, a lo largo de una noche, una juerga desenfrenada acompañados de una pareja de jóvenes burgueses, formada por un tipo pedante y timorato y su caprichosa novia, cuyos devaneos él soportaba con mucho recelo. Ella fascinada y él desconfiado y asustado se unían a la fuga enloquecida de sus nuevos acompañantes. Imágenes extrañas y ambiente sórdido, se prendieron de mi memoria algunas de sus escenas: la visita a un cabaret de mala muerte, el “Géminis”, o el robo del carro fúnebre o la aventura que los lleva a ponerle sostén a la Diana Cazadora.

Se trataba precisamente, como se ve, de Los caifanes, una película de 1966 dirigida por Juan Ibáñez y escrita por él mismo y Carlos Fuentes (en aquel entonces yo no lo sabía, como tampoco sabía quiénes eran estos fulanos). Con el tiempo me pasó a mí lo que algún día escribió Paco Ignacio Taibo en su columna de El Universal, y que decía algo así: Los caifanes es una película que crece con el tiempo. Con los años y cada vez que uno puede verla por televisión, se nos revelan nuevas cosas, otros matices e intenciones que le confieren más complejidad y también más belleza. A uno no le parece extraño, porque como lo marca la película no podría ser de otro modo, que cuatro gañanes hablen como poetas o que los absurdos de su juerga nocturna tengan un sentido lúdico en medio de unos desoladores paisajes de nuestra ciudad.

Los caifanes es una rara avis de su época, como lo fueron otras pocas cintas de los años en que gobernó Gustavo Díaz Ordaz (Tiempo de morir o Fando y Lis, por ejemplo), pues se imponía en las pantallas nacionales un cine poblado de una aberrante muchachada à go-go, de luchadores que ponían en juego su vida y su máscara arriba y abajo del ring para salvar al mundo de megalómanos siniestros, de melodramas pueriles y maniqueístas, de bigotones que vulgarizaban al ranchero pedroinfantesco y de emulaciones raquíticas de James Bond (quién no recuerda a Julio Alemán como Alex Dínamo). En ese panorama, el grueso del cine mexicano había dejado ya de ser punto de encuentro y de identificación amable y generosa de la familia, de sus deseos y sus ilusiones. En cambio, se había ubicado como un escaparate infecto de diversiones artificialmente truculentas y elementalmente conmovedoras o emocionantes. El cine mexicano se autodestruía inexorablemente y en su lastimosa caída no lograba escamotear compasión a sus ya infieles espectadores, ahuyentados por la trivialidad y la inverosimilitud.

Para esos años la competencia del cine con la televisión se había recrudecido. Poco a poco la pantalla electrónica invadía más hogares y le arrebataba más adeptos a las salas cinematográficas. Las producciones fílmicas se realizaban ya mayoritariamente en color, porque esta cualidad le permitía ofrecer al público una atracción que la televisión no poseía, pues ésta se difundía aún en blanco y negro (este privilegio se agotaría también en poco tiempo, pues la televisión a color se podía ver en Estados Unidos desde 1964). Otra forma para imponerse a la televisión, fue la liberación de la censura cinematográfica. Fue asequible, entonces, reservar el espacio familiar exclusivamente para la televisión, en cambio, el cine podía ofrecer, para distintos públicos según el caso, diversión ligera o fuerte, en la que se permitían más a menudo, por ejemplo, algunos desnudos o palabras altisonantes.

Además, el poder de la televisión seguía socavando las demás parcelas de la industria de cine nacional, pues no sólo incorporaba actores, directores o escritores cinematográficos, sino también menguaba su infraestructura, como sucedió en 1967, cuando el consorcio de Azcárraga adquirió los Estudios San Angel Inn para transmitir desde ahí la señal del canal 8. Así, la producción regular quedó confinada a los Estudios Churubusco.

En 1967 todas las cintas mexicanas (93) se realizaron en color, salvo seis que participaron en el Segundo Concurso de Cine Experimental y Fando y Lis, que marcó el debut del chileno Alexandro Jodorowsky, tipo controversial que inició en México el llamado cine esotérico. Jodorowsky tenía una amplia formación teatral, estudios de pantomima con el célebre mimo Marcel Marceu, y vínculos con corrientes artísticas de vanguardia de Europa que lo habían llevado a crear en París un movimiento esotérico llamado Pánico. Su carrera en México y en el extranjero ha sido prolífica, valiosa y siempre polémica. Fando y Lis fue un verdadero escándalo en su época. Se trata de una cinta poblada de simbolismos en exceso, con una constante crudeza visual y un incisivo ataque a las convenciones e instituciones sociales (por ejemplo, entre otras cosas, el protagonista estrangula a su madre con su propia cabellera y, en otra escena, encadena a su pareja y la ofrece a unos hombres). Fando y Lis se exhibió durante la Reseña de Acapulco de 1968 y es de imaginarse el revuelo que causó: el encendido repudio mayoritario -algunas voces reclamaron la cabeza del chileno o, por lo menos, la aplicación del infalible 33  constitucional- le costó a esa cinta un enlatamiento de cuatro años.

Mientras tanto, el Segundo Concurso de Cine Experimental, en 1967, resultó un verdadero fiasco. Esta vez la convocatoria corrió a cargo de seis secciones del STPC: técnicos y manuales, actores, directores, compositores, autores y filarmónicos. En este segundo certamen participaron siete producciones, que se exhibieron en la Reseña de Acapulco. Fue tan pobre la calidad y tan frustrante el evento que se declaró desierto el primer premio, el segundo se otorgó a El mes más cruel y el tercero a Juego de mentiras la cual,a decir de lo documentado y de quienes la han visto, mereció mayor justicia pues se trató de una obra inteligente muy por arriba de todas las demás.

Mientras tanto, la política cinematográfica del Estado no varió significativamente. Quizá lo más relevante, no exactamente por sus beneficios, fue la aplicación que promovió la Dirección de Cinematografía de un sistema llamado exhibición vertical. El propósito era difundir el cine de mayor calidad a través de los estrenos múltiples y con distintos precios de entrada, según el cine y su ubicación.

Para ilustrar cómo se encontraba la industria en aquella época, vale la pena citar algunos comentarios de uno de los productores más avezados del gremio, Gregorio Wallerstein, durante un ciclo de conferencias ofrecidas en abril de 1967 en el Instituto Cultural Israelí y en el que también participaron Emilio García Riera, Gabriel Figueroa, Alberto Isaac, José Luis Ibáñez, Juan Guerrero y Carlos Monsiváis. Wallerstein afirmó lo siguiente:

“Si consideramos que la industria cinematográfica representa alrededor del 2.5% de la producción manufacturera de nuestro país y sólo la superan las industrias laminadoras, de ensamble de automóviles, del acero, de la cerveza y de acabado de algodón, y si consideramos también que las inversiones totales en la industria, hechas en su mayoría por empresarios mexicanos, ascienden a más de 1 200 millones de pesos y que en esa industria tienen empleo 20 mil personas, por lo que se proporciona sustento a cerca de 80 mil habitantes; si consideramos también que en los últimos años la exportación de películas nacionales ha permitido la entrada de más de 85 millones de pesos anuales; si consideramos además que al ocupar las películas el 50% del tiempo de pantalla, dentro del territorio nacional, impide la exportación de fuertes cantidades de divisas, tendremos que aceptar, por lo menos que, no obstante la decantada calidad artística de nuestro cine, la industria cinematográfica es de suma importancia económica y es necesaria para el país por la importancia que representa en el aspecto cultural, caso por el cual debe reestructurarse económicamente.

“¿Qué pasa con el cine mexicano? Pasa lo que tiene qué pasar. Pasa que estamos sufriendo las consecuencias de nuestra pobreza como potencia industrial, que competimos con países mejor dotados, que no tenemos un régimen proteccionista, que lo que antes fue nuestro mejor mercado, el latinoamericano, se ha deteriorado en tal forma que de 50 mil dólares de promedio, que obtenía cada película mexicana, ahora se obtienen 16 mil, pasa que el desequilibrio económico y la falta de aliento han tornado al productor en cauto y retraído, en antiguo y anquilosado”.[1]

Las alarmantes apreciaciones de Wallerstein eran sumamente ilustrativas en el sentido de que, viniendo de un miembro del caciquismo cinematográfico como era él, revelaban un consenso casi unánime en favor del saneamiento de las estructuras fílmica del país, amenazadas por el debilitamiento acelerado de su órbita industrial. En efecto, el repliegue económico era tan grave que, por ejemplo, una producción nacional, con los 96 mil dólares que costaba en promedio, difícilmente podía aspirar a competir ya no digamos con las cintas de Hollywood, que costaban alrededor de 962 mil, sino tampoco con otras competencias menos poderosas, como la inglesa o italiana, cuyas producciones oscilaban en promedio alrededor de los 712 mil y 418 mil dólares respectivamente.

Al finalizar la década de los 60 la crisis del cine se había vuelto un hábito a grado tal que era un asunto tan socorrido y tan familiar como resolver un crucigrama a la hora del desayuno. En 1969 se suspendió la Reseña de Acapulco por innecesaria, según afirmó un vocero oficial. La vida económica y política del país inobjetablemente afectaba a la industria, aunque paradójicamente los contenidos de las producciones evadían esos aspectos, pues los instrumentos del régimen para anclar las expresiones de disidencia seguían siendo efectivos, cada vez con mayores dificultades ciertamente, pues aumentaba gradualmente el disgusto social fecundado por las contradicciones del mismo sistema. Los casos excepcionales de un cine político, que provenían generalmente de los circuitos independientes, eran amordazados por la censura oficial o condenados a la marginación absoluta. Muchas de esas cintas no eran de por sí políticas (al menos no abiertamente), aunque buscaban explorar nuevos espacios estéticos y narrativos. Gran parte de esa corriente, ínfima y aislada pero valiosa, procedía de las nuevas generaciones de estudiantes del CUEC y, como en el caso de Felipe Cazals (que debutó en 1968 con La manzana de la discordia), de cineastas formados fuera del país o en círculos alternativos. Cazals, como otros miembros de esa camada, recibiría durante la primera mitad de la siguiente década un impulso que se antojaba imposible en 1968.

Por otra parte, en ese año ocurrió un hecho trascendental en todos los niveles de la vida nacional. Se trata del movimiento estudiantil de 1968. A raíz de este malogrado despertar popular que impugnaba la intolerancia del régimen, una demoledora crisis política golpeó al país y a las cúpulas del poder. La matanza de Tlaltelolco, el dos de octubre del mismo año, puso fin al conflicto apenas a tiempo para que se celebraran felizmente los Juegos Olímpicos en la capital. Las apariencias estaban salvadas, pero el saldo sangriento sería un fantasma para el país que hasta la fecha sigue errante.

Muchos estudiantes del CUEC, miembros activos del movimiento, rodaron miles de pies para registrar varias de las marchas y manifestaciones importantes. Con todo ese material uno de ellos, Leobardo López Arteche, se encargó de dirigir y editar una documental que se haría célebre entre la galería de películas furtivas del cine nacional: El grito.

México no volvería a ser igual desde entonces. Para las generaciones posteriores al 68, como la mía, las noticias sobre esos años recrean una época formidable de búsqueda, de propuestas, de euforia por la música de los Beatles o los Stones, de la psicodelia, la mariguana, los hippies y las renovadas actitudes sexuales y militancias políticas. Los tiempos están cambiando, versaba una de las canciones que Bob Dylan popularizó entonces. Díaz Ordaz y la vieja guardia del poder mexicano opinaban lo contrario.

D.R. HUGO LARA CHÁVEZ 1996



[1] GARCIA RIERA, Emilio. HISTORIA…  Op. Cit., Vol. 13. p. 162 y 163

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.