Por Pedro Paunero

Cuando se estrenó “El ataque de los títeres humanos” (Attack of the Puppet People, 1958), del realizador Bert I. Gordon, especializado en malas películas de Serie B cuyos protagonistas eran monstruos gigantes (King Dinosaur, 1955; Beginning of the End, 1957; Cautivos del monstruo, 1957; El coloso invencible, 1957; War of the Colossal Beast, 1958; La araña, 1958) no cabía ninguna duda que estaba aprovechando el impulso que le había dado la maravillosa “El hombre increíble” (aka. El increíble hombre menguante; The Incredible Shrinking Man, 1957), una de las mejores películas dirigidas por el infatigable Jack Arnold.

Pero, más que un simple exploitation, “El ataque de los títeres humanos”, no sólo retomaba algunas de las situaciones a las que se veía sometido Scott Carey (Grant Wiliams), el personaje de aquel filme que se descubre de repente encogiendo a diario, y tiene que enfrentarse a peligros que, de otra manera, hubieran pasado inadvertidos para un ser humano de estatura normal, como el trepar un escritorio, hacerse de agua para beber o confrontar el ataque de una araña y un gato hambrientos, sino que anunciaba las constantes que afrontarían los personajes de la serie de T. V. “Tierra de gigantes” (Land of the Giants, 1968–1970), creada por Irwin Allen, sobre todo en relación al personaje del científico que, en el caso de la película de Gordon, los miniaturiza, y que tiene paralelo con los científicos gigantes que descubren a los humanos de “nuestro mundo” –poblado por liliputienses, si se los compara con el suyo–, y que han caído por accidente en el de ellos. 

La historia de los seres en miniatura es muy antigua en el cine –la primera película, como tenía que ser, pertenece a Georges Méliès, y se titula “Nain et géant” (1901)–, pero uno de los mejores ejemplos tempranos los ofrece el comienzo de “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935), dirigida por James Whale, esa secuela de la influyente “Frankenstein” (1931), que no sólo la supera, sino que incluye un personaje extra –al margen de la novela original de Mary Shelley–, totalmente reconocible, la citada novia del monstruo, con su cabellera alta y bicolor, a la manera de los rayos con los que se les ha otorgado la vida. En “La novia de Frankenstein”, se da un prólogo en el cual Lord Byron (Gavin Gordon), Percy Bysshe Shelley (Douglas Walton) y la misma Mary (Elsa Lanchester), charlan durante una velada, aludiendo a la novela que ella –tan inocente–, ha escrito, para abrirse, después, a la historia del Dr. Pretorius (Ernest Thesiger), profesor de Frankenstein durante sus años universitarios, que le muestra la serie de homúnculos que mantiene viviendo en frascos de cristal: una pareja real, un arzobispo, un personaje con rostro afilado, diabólico, una bailarina de ballet e, incluso, una sirena, antes de convencerlo de que le cree una compañera al monstruo.  

La película de Gordon comienza cuando un viejo fabricante de títeres, Mr. Franz (John Hoyt), ahora metido en la fabricación de muñecas y propietario de la empresa Dolls Incorporated, busca una nueva secretaria, pues la anterior, Janet Hall (Jean Moorehead), le ha dejado de un día para otro. Después de convencer a la reticente señorita Sally Reynolds (June Kenney), de que tome el puesto –un hecho muy extraño, con el empleador rogándole a la posible empleada de tomar el empleo–, uno de los vendedores, Bob Westley (John Agar), se enamora de ella y, después de comprometerse en matrimonio –lo hacen mientras asisten al pase de “The Amazing Colossal Man”, del mismo Gordon, en un autocinema–, tal como pasara con el cartero y la anterior secretaria, desaparece.

Las explicaciones, ofrecidas por Mr. Franz, son que se han ido de viaje –él se ha enterado de alguna forma–, o que se han cambiado de domicilio, a otra ciudad, ante el desconcierto de Sally. Mientras tanto, Emil (Michael Mark), un viejo compañero de Mr. Franz de sus tiempos de titiritero, lo visita inesperadamente, interrumpiendo sus investigaciones porque, como es obvio –Bert I. Gordon se cuida de que sepamos esto desde el principio–, el antaño titiritero posee una máquina que, a la inversa del mecanismo que permite a un proyector ampliar la imagen de un objeto sobre una pared, miniaturiza a las personas, hecho por el cual el bonachón de Mr. Franz ha añadido, a su catálogo de preciosas muñecas, una decena de personas encerradas en cilindros de vidrio, a las que mantiene, droga mediante, en una especie de animación suspendida, estado del que se puede volver con sólo abrir los cilindros.

Sally descubre al “muñeco”, espeluznantemente realista, de Bob, entre los cilindros que Mr. Franz guarda en un gabinete de vidrio, bajo llave, y acude a la policía, donde es atendida por el sargento Patterson (Jack Kosslyn) quien, como es de esperarse, al principio no cree en el argumento de que, el jefe de la muchacha, se ocupa de miniaturizar personas. Serán, entonces, los reportes de personas desaparecidas cuyos nombres corresponden a la gente que, de una u otra forma, se han involucrado en la vida del fabricante de muñecas, lo que le impulse a investigar.

Sally y Bob despiertan, un día, del tamaño de muñecos de poco más de 25 cm de alto, acompañados de los demás miembros de la colección, que se muestran adaptados –y hasta felices–, a su vida como entes en miniatura, sometiéndose a los dictados de su “hacedor” –que no creador–, que les alimenta –tras varios días o semanas de sueño–, les pone música, les proporciona vestido y hasta unos baños refrescantes, como a cualquier mascota, con tal de tenerlos contentos y siempre a su lado, pues, Mr. Franz, desde que su esposa le dejara por un acróbata –como le confesara a su amigo Emil–, teme verse solo y abandonado.

Así, esta “familia” obligada de Mr. Franz, aparece constituida por el Marine Mac (Scott Peters), que aún lleva su uniforme, el más joven de todos, Stan (Ken Miller), un ágil adolescente, y el par de mujeres, Laurie (Marlene Willis), cuya frustrada carrera como cantante –comprendemos– no se desarrollará sino en los pocos metros del estante donde el titiritero la despierte, y ponga a cantar, usando para ello un tocadiscos y música pop, y la descocada Georgia Lane (Laurie Mitchell), la más resignada –por aquello de la aparente vida regalada que lleva como “muñeca viviente”– a la situación que están viviendo. No hará falta más que un breve discurso, por parte de la pareja recién llegada, para incitar al resto a rebelarse y tratar de escapar de amable captor quien, casi de la noche a la mañana, ha logrado hacerse de los secretos del átomo –¿cómo ha sido esto, de qué manera construyó la máquina, dónde estudió lo que sólo en complejos laboratorios puede hacerse?–, manipularlos, y cambiarlos para dejar una vida como titiritero ambulante, que no le trae sino malos recuerdos.

Antes que Bob y Sally logren hacerse con la máquina de miniaturizar, de que vuelvan a su tamaño normal, y amenacen con ir a contarlo todo a la policía (Mr. Franz los mira alejarse, rogándoles que no lo abandonen), vemos una escena en la cual el titiritero, reviviendo sus glorias pasadas, obliga a Sally –ha transportado a su “familia” en una maleta– a actuar al lado de un títere que representa al Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Será su última reverencia ante el escenario, pues planea suicidarse al lado de todo su contingente empequeñecido que, no cabe duda, se opondrá a tales designios. 

Existen dos referencias obligadas, pertenecientes a la fértil mitología de los seres miniaturizados, una vez que vemos “El ataque de los títeres humanos”, y que no son otras que “Muñecos infernales” (aka. La muñeca del diablo, The Devil–Doll, 1936), del indefectible Tod Browning, y “El doctor Cíclope” (Dr. Cyclops, 1940), dirigida por Ernest B. Schoedsack. La película de Browning cuenta una venganza, por parte de un banquero, Paul Lavond (Lionel Barrymore) en contra de sus antiguos –y traidores– socios, que lo han enviado a la cárcel. En la trama no falta el personaje travestido (el mismo banquero, como parte de las artimañas para ejecutar su plan, en un rol que viéramos ya en “The Unholy Three”, en sus dos versiones, la de 1925, silente, y la sonora, de 1930), el científico loco, Marcel (Henry B. Walthall) y su esposa, Malita (Rafaela Ottiano, con un mechón blanco en el pelo, que recuerda a “La novia de Frankenstein”, y que cojea de una pierna), que le contará de su idea de empequeñecer animales y personas al sexto de su tamaño, para que sus necesidades –así como los recursos naturales– se reduzcan en la misma proporción. Pero las ideas del ex banquero son otras, y posteriormente a la muerte súbita del científico, Malita, ahora viuda, le ayudará en su venganza.

Las personas encogidas –cuya voluntad se reduce con su tamaño, y a las que se controla mediante el pensamiento–, entre las que se cuenta Lachna (Grace Ford), una rubia tonta, antes sirvienta, rescatada de un antro en Berlín, y convertida después en sexy rubia “apache” (se refiere a un miembro de la tribu urbana de los “apaches”, jóvenes parisinos rebeldes, de fines del Siglo XIX y principios del XX, violentos –como apaches, de ahí el nombre– que aterrorizaban a la población de clase “bien”), serán puestas en marcha contra sus enemigos, en un retrato fantástico de la atmósfera vivida durante la Gran Depresión, en paralelo, “El doctor Cíclope” –avant la lettre–, se adelantaba al activismo ecológico en las maquinaciones que el científico, empeñado en miniaturizar personas en pro de detener las afectaciones que, sobre el medio ambiente, ejercemos los seres humanos, cuarenta años antes que el boom del ecologismo estallara, como una propuesta bien intencionada al principio y, como una pseudo religión, después.

Si bien, el doctor Cíclope resulta monstruoso –la Ciencia ficción está plagada de contradicciones de este tipo–, sus ideas, en otro contexto, resultarían benéficas, como lo demuestra la utópica “Pequeña gran vida” (Downsizing, 2017), dirigida por Alexander Payne, con el mismo argumento, que demostraba ser tan fallido como otras grandes propuestas humanas. A pesar de ello, en el cine, la catástrofe anunciada por la teoría malthusiana, ganada para la ficción, resulta siempre más divertida que en la realidad, y las películas de Browning –en las cuales un elemento fantástico, o una serie de estos, irrumpen en la realidad, como los “freaks” de su más célebre película, aquel trío conformado por un hombre que se hace pasar por una anciana, el enano que se disfraza de bebé, y el forzudo del circo que los acompaña en sus fechorías, o los seres humanos en miniatura enviados a robar (este es el germen que se desarrollaría, posteriormente, en la exitosa saga del “Puppet Master”, de la productora Full Moon)– así lo prueban.

En la época de la Gran Depresión, acotaría Browning ¿No resulta mejor contar un crimen a través de claves irreales? ¿No es esto más divertido que el juego común y corriente de los policías y ladrones? ¿No representa, después de todo, esa estatuilla del halcón maltés, la “materia de la que están hechos los sueños”? ¿Y qué decir de ese cordón telefónico, enredándose improbablemente en el cuello de una mujer, hasta matarla, en “Peligros del destino” (aka. El desvío; Detour, 1945), de Edgar G. Ulmer, la mejor peor película del Cine negro, rodada a propósito así, para evitar la censura?   

Con todo esto visto ¿Se puede extraer un mensaje de “El ataque de los títeres humanos”, o sería estirar demasiado el rizo de lo que es, en esencia, una película de Serie B, con miras al divertimento de un fin de semana? ¿Podemos aventurar una explicación psicológica y suponer que el amor desmedido que siente Mr. Franz (por carencia en su propia vida) hacia aquellos que le rodean, los empequeñece –aunque resulte literalmente en la trama– por contraste? La sobre protección de una persona para con otra –eso está probado– produce seres apocados, que poco pueden valerse por sí mismos, siempre que estos no se libren del yugo de sus bonachones, como equivocados, captores.

¿Qué significan, al final, tanto los gigantes como los seres empequeñecidos, en la filmografía de Bert I. Gordon? Acaso una rana sea sólo una rana, y no un príncipe hechizado, y debamos ponernos cómodos en nuestro sillón preferido y ponernos a soñar con esos mundos inestables, pero entretenidos.   

Para saber más:

“El cine de muñecos infernales” por Pedro Paunero.

“Tres visiones de la súper hembra” por Pedro Paunero.

«Pequeña gran vida»: La utopía no es para todos” por Pedro Paunero.

“Bebés criminales: Anomalía y comedia en el cine de actores enanos” por Pedro Paunero.


Sobre la tribu urbana de los “apaches” y otras véase:

“Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (II)” por Pedro Paunero.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.