Por Sergio Huidobro
Desde Morelia

Enrique Metinides tenía nueve años la tarde en que se acercó a fotografiar un automóvil recién accidentado y entabló conversación con un reportero de nota policiaca que estaba ahí para hacer lo mismo. Unos días después, su nombre estaba firmando la imagen de primera plana para “La Prensa” un tabloide sensacionalista del Distrito Federal; en 2015, unos cincuenta años después, Enrique Metinides es una leyenda de la foto de nota roja, y de la fotografía a secas, se sienta frente a una cámara para desnudar, frente a la cineasta Trisha Ziff, el enjambre de recuerdos y anécdotas pobladas por cadáveres, balas, escombros, hierro desfigurado o carne ennegrecida por el fuego. Rechaza que alguien lo tilde de fotógrafo, artista o periodista. Ha ido al infierno y vuelto varias veces por semana, y a lo que él sea después de eso no le cabe nombre.

“El hombre que vio demasiado. La imagen, el accidente, la obsesión” dibuja con pulso firme a un hombre que, prejuicio mediante, podría pasar por un hábil proveedor de morbo fácil para el vulgo, pero que es sin embargo respetado y halagado por artistas canónicos de la propia disciplina, como Pedro Meyer, o ajenos, como Michael Nyman. Metinides, el “fotógrafo del desastre”, es también un padre y abuelo acechado en sueños por los fantasmas de los miles de cadáveres -contando, por supuesto, los mutilados e incompletos- a los que se ha acercado día a día, durante décadas, con la serenidad y el pulso firme de quien busca el mejor ángulo y la luz más favorable.

El documental de la británico-mexicana Trisha Ziff, en competencia en la sección Documental Mexicano del Festival Internacional de Cine de Morelia, es al mismo tiempo una prolongación de su habitual curiosidad fotográfica (“La maleta mexicana”, 2011; “Chevolución”, 2008, entre otros) y un giro imprevisto en su modo de abordar el tema: así como el Robert Capa de “La maleta” se internaba en los campos asturianos de la Guerra Civil española, Metinides sale cada día a internarse en los rincones más agrios de una metrópoli inclasificable, la ciudad de México. Estos momentos, estallidos fugaces de dolor y patetismo, pueden brotar en un suburbio residencial, en un barrio marginal o en pleno bosque de Chapultepec, a medianoche o a la hora de comer; Metinides sigue día a día el rastro de las tragedias más auténticas: las cotidianas, las de aquellos cuya rutina diaria se encontró de frente con el abismo. Se sube a ambulancias, a patrullas o llega en motocicletas, pero nunca ha usado un avión ni helicóptero. A él, que ha ayudado a cargar niños calcinados y cabezas decapitadas en los brazos, volar le da miedo.

Montado en audio e imagen con rigor y altos vuelos por Pedro Gómez García (un artesano precoz al que hay que seguirle la pista), “El hombre que vio demasiado” triunfa en varios niveles y plantea preguntas sólidas y directas sobre nuestra relación con la violencia gráfica y con el olor a muerte que nos circunda. Algunos de sus mejores momentos están ahí, por ejemplo, cuando el trabajo de Metinides encuentra eco en el mundo de las galerías internacionales y confronta a espectadores estadounidenses con su propia actitud hacia la violencia espectacular.

La cinta funciona al mismo tiempo como perfil clásico de un personaje fascinante y como muestra del buen hacer de su directora. Merece verse, distribuirse pronto y encontrar algún eco en el seno de una sociedad como la mexicana, cuya intimidad pueril con la muerte violenta hace tiempo que comenzó a rayar en lo patológico.