Por Pedro Paunero
Los terroristas han sido eliminados; sólo tú y yo conocemos la verdad. Ese es nuestro matrimonio, nuestro vínculo indisoluble. Claude a Nanette en “El Salvador”
Nanette tiene catorce años, y evade las responsabilidades de la granja donde vive, prefiriendo echarse bajo la sombra de un árbol, para estudiar, lejos de su familia. Un buen día, descubre a un hombre herido en el pie (interpretado por el engreído Horst Buchholz), refrescándose en el riachuelo cercano. El hombre la descubre espiándolo desde los arbustos, y le pide ayuda, primero para pescar a un cangrejo quizá inexistente, luego para que le improvise una muleta con la cual pueda ayudarse a caminar. Estamos en 1943, durante el período de la Francia ocupada y del régimen colaboracionista de Vichy, con Pétain a la cabeza, y el que cualquier anécdota histórica puede suceder. También sabemos que, Muriel Catala, la actriz que interpretara a Nanette, tenía en realidad dieciocho años cumplidos cuando el director Michel Mardore la eligiera a ella (y no a Isabelle Adjani, quien también hiciera casting para el papel) y, de forma poco sutil, le pidiera que se afeitara, para aniñar aún más su cuerpo debido a las varias escenas de desnudos que tendría que realizar en la película francesa “El Salvador” (“Le sauveur”, 1971).
Nanette se acerca al hombre, charlan sobre búnkeres y le convida chocolate, también hablan de Pétain y de cómo, según su padre, “ha salvado Francia” (la familia tiene una foto de Pétain sobre la rústica chimenea y Nanette cantará el himno del régimen “Maréchal, nous voilà!”), así como de la Resistencia, esos “terroristas” amenazadores, lo que provocará que Claude mire sospechosamente a Nanette al referirse a ellos. “Debes saber que los alemanes son los enemigos de Francia”, expresa él. “Yo no creo eso”, responde ella. Claude se queja al percatarse que “no sirve de nada”, y le confiesa que él es un miembro de la Resistencia. En Nanette, entonces, queda denunciarlo o, por el contrario, darle comida. Ella prefiere llevarlo a su casa, donde lo esconderá en el ático, ya que la mayor parte del tiempo la familia lo pasa en las labores del campo. A Claude el lugar le parece una ratonera, de la cual no podría huir, en caso que los padres de ella lo descubrieran. La niña le promete que se encuentra en un lugar seguro, ya que era ahí donde ella y su hermano jugaban al doctor (ella era la paciente) y al papá y a la mamá, y jamás los descubrieron. Poco a poco, y mientras Nanette sigue evadiendo el acompañar a su familia al campo, va enamorándose de Claude. Un día, alegando estar acalorada, se despoja del ligero vestido que lleva y se recuesta desnuda, a un lado de Claude, en la cama.
De nacionalidad inglesa, el piloto en cuyo avión iba, había calculado mal el sitio de aterrizaje, y así se había hecho la herida en el pie, por lo tanto, él es uno de esos que ella llama “terroristas”, y está decidido a encontrar al resto de sus compañeros. Cuando, por fin, él vuelve a caminar, ambos escapan al río donde nadan sin ropa, envueltos en lo que parece un idilio perfecto, que recuerda la inocencia primigenia que caracteriza a los personajes del hermoso filme griego “Jóvenes Afroditas” (Mikres Afrodites, 1963), de Nikos Koundouros: un amor de antes de Cristo, pleno y enmarcado en la naturaleza. Pero Claude apenas la toca –en el ático la ha besado en la mejilla, tomándola desprevenida, como en un arrebato, al verla tan hacendosa, preparándole un lecho- y es ella quien siempre revela sus intenciones, alegado que lo ama, y que desea casarse con él. No faltan los abrazos de una Nanette por completo desnuda, rodeando con sus brazos el torso desnudo de Claude, que unos segundos antes se ha puesto los pantalones.
Serían estos desnudos iniciales, en una carrera que apenas despegaba, los que le darían fama a Muriel Catala, encasillándola en papeles que exigían que se desnudara ante las cámaras, a partir de entonces. Su registro actoral sería, pues, limitado, y su carrera corta.
Claude le pide que busque a alguien de la Resistencia (de ahí que ella lo llame “el Salvador” de Francia), y Nanette visita a M. Flouret (Henri Vilbert), quien celebra el hecho de que ella no le ha dicho nada sobre Claude a su padre, o a la policía, pues hay cosas que no deben decirse. De esta manera, Claude prepara una entrevista con Flouret por la noche, no sin que antes Nanette sufra y se desgarre por la separación. Por despecho, esto será lo que decida a la niña a denunciar a Claude ante Monnery (Michel Delahaye), un vecino colaboracionista y padre de dos miembros de las SS, que se encuentra trabajando en su propio desván, hacia el que ella subirá, asombrada por el espacioso lugar y en donde mentirá, aduciendo que el “terrorista” la ha violado y que Monnery debe de apresarlo y mandarlo fusilar de inmediato.
El regreso de Nanette a la granja la enfrentará a una recreación de la Masacre de de Oradour-sur-Glane, un año antes de que esta sucediera, de la que será testigo desde una colina, donde podrá observar cómo los miembros de las SS harán volar varios edificios. Inocentemente, la niña arribará al pueblo, donde un kommando la atrapará y la llevará al desván de Monery.
La escena, cuando la niña sube las escaleras y mira (la cámara se mueve en sentido ascendente) las Marschstiefel (botas de marcha) que calza Claude, que así mismo viste el uniforme negro de las SS tiene paralelo con la última, cuando Claude, décadas después, llega al pueblo en una misión de restauración turística de las ruinas, y Nanette, ya casada y con hijos, vuelca el vaso de vino sobre la mesa, al reconocer en el recién llegado al antiguo Claude, el nazi. Se trata de la representación de un súbito despertar, del paso de un estado de cosas a otro, del fin de la infancia y del descubrimiento de la identidad propia –el asumir que uno ha sido engañado para realizar cosas aborrecibles e inconfesables- y de la identidad, siempre esquiva, de los otros.
Son obvios los temas, y hasta las formas, que se cruzan en “El Salvador” y que aparecen en una película como “El engaño” (The Beguiled, 1971), cinta del mismo año, pero estrenada meses antes, dirigida por Don Siegel, con un Clint Eastwood como el cabo yanqui John ‘McBee’ McBurney, encontrado herido en el bosque por una niña, y que termina seduciendo a todas las mujeres sureñas –incluyendo a aquella niña, a sus compañeras y profesoras- de una escuela de señoritas, en plena Guerra de Secesión, o en la premiadísima “El paciente inglés” (The English Patient, 1996), de Anthony Minghella, con el romance que surge entre la enfermera Hana (Juliette Binoche), y el misterioso herido, de rostro vendado, a quien sólo se conoce como “el paciente inglés”, y que se remontan a los amores torturados por la memoria de “Hiroshima mon amour” (1959), de Alain Resnais, pero la maldad última que se resuelve en el acto de manchar el alma de Nanette –ella siempre vivirá con el estigma de haber traicionado a los suyos, por lo que ha sido maldecida, a pesar de que Claude jamás le puso la mano encima, lo que hace más pura su maldad, pues sólo ha sido un objeto, un vehículo de destrucción-, sólo tiene paralelo en la corrupción infantil deliberada (la retorcida perversión de la inocencia) de “Los sin nombre” (Els sense nom, 1999), dirigida por el catalán Jaume Balagueró, y adaptación de una novela del gran maestro del horror físico Ramsey Campbell.
“El Salvador” debe rescatarse del olvido como lo que es: una de las más impactantes películas sobre la Segunda Guerra Mundial jamás rodadas, y una reflexión sobre la maldad intrínseca que subyace bajo cualquier movimiento fanático.